Ni?o, mi ni?o
Cada vez que oigo un tren por la noche siento que la vida no se acaba. Pasan por detr¨¢s de las casas, en el extremo del barrio, una hilera de ventanillas iluminadas, r¨¢pidas, que estremecen los ¨¢rboles, estremecen los marcos en la pared, me estremecen a m¨ª, y despu¨¦s los ¨¢rboles, los marcos y yo nos recobramos, y despu¨¦s nada. Una especie de viento, tal vez, antes de que todo se aquiete de nuevo. En la hilera de ventanillas iluminadas nunca hay personas: los trenes, por la noche, no transportan a nadie, se dirigen a no s¨¦ d¨®nde, no llegan nunca a parte alguna: viajan interminablemente, sin destino, indiferentes a los apeaderos vac¨ªos, con una balanza, un reloj y una m¨¢quina expendedora de cigarrillos, a veces perros ovillados entre los bancos desiertos, a veces un pedazo de peri¨®dico haciendo piruetas en los andenes donde ning¨²n pasajero espera: los trenes, por la noche, circulan insomnes en un mundo muerto, con los r¨®tulos de las tiendas de ropa apagados y los ojos de los maniqu¨ªes huecos en los escaparates, sus dedos delicados, de pasta, inm¨®viles en un lenguaje de sordomudos que la oscuridad no entiende: ?una petici¨®n de socorro, un saludo, una advertencia? Observan, por encima de nuestra cabeza
Los perros entre los bancos desiertos levantar¨¢n el hocico, indagando
(siempre observan por encima de nuestra cabeza)
cosas que s¨®lo ellos comprenden, fantasmas que s¨®lo ellos avizoran. Y la leche hirviendo en el puchero al fuego sin un brazo que apague el gas. Cada vez que oigo un tren por la noche s¨¦ que la leche se va a derramar cocina abajo y a escurrirse por los azulejos. Los perros entre los bancos desiertos alzan el hocico, indagando. Y los relojes de los apeaderos marcan la hora justa pero de otro mes, de otro a?o, y por tanto no nos sirven de nada. ?Qu¨¦ me interesan las tres de la ma?ana del veintisiete de julio? ?Para qu¨¦ las once cuarenta y ocho del doce de noviembre? Las u?as de los pies de los maniqu¨ªes, pintadas de rojo, me intrigan: su piel barnizada, demasiado blanca, las bocas tambi¨¦n rojas, con uno o dos dientecitos absurdos. No sonr¨ªen y me asombra esa eterna gravedad. Fuera, en la terraza del peque?o restaurante donde como muchas veces, hay un se?or de edad repartiendo poemas suyos impresos en hojas sueltas. Se los entrega a los clientes
-Para que no est¨¦ como yo cuando sea viejo
y si los maniqu¨ªes usasen gafas sin duda ser¨ªan iguales a las suyas. Son versos muy tristes acerca de la soledad, del desamparo. Para que no est¨¦ como yo cuando sea viejo. Es la ¨²nica persona que conozco capaz de andar en los trenes por la noche, me parece distinguirlo en una de las ventanas iluminadas, r¨¢pidas, ofreciendo poemas a los marcos y a los ¨¢rboles, con la esperanza de que ni los marcos ni los ¨¢rboles est¨¦n como ¨¦l cuando sean viejos. De tiempo en tiempo a?ade un cuarteto a la lista de pesadumbres, guarda el bol¨ªgrafo y all¨ª se queda, con su amargura y su angustia. No pide nada, no exige nada. Hace siglos que se qued¨® viudo. La ¨²nica frase que le he escuchado hasta hoy es
-Para que no est¨¦ como yo cuando sea viejo
y las cejas, la nariz, el ment¨®n, todo en ¨¦l es circunflejo y resignado. Lo imagino pelando una manzanita en una habitaci¨®n alquilada. Escribe que nadie se interesa por ¨¦l, ni el Gobierno, ni los sindicatos, ni los parientes, una conjura de indiferencias dispuestas a hacerle da?o. ?rbitas enormes detr¨¢s de las dioptr¨ªas. Me da la impresi¨®n de que la conjura de indiferencias es real: me alejo unos cuantos pasos y ya no me acuerdo del hombre, busco un cubo donde tirar los versos, pienso
-No tengo derecho a tirarlos
y sigo pensando
-No tengo derecho a tirarlos
a medida que me desprendo de su poes¨ªa. Si vuelvo la cabeza lo veo componiendo otra, con la pluma cautelosa, atento a las rimas. El universo est¨¢ lleno de escritores, no hay quien no haga un libro en este mundo mientras la leche se derrama por los azulejos. Si los quemadores siguen encendidos, la leche subir¨¢ por las paredes de la cocina y los ahogar¨¢: los trenes por la noche pasar¨¢n por detr¨¢s de las casas, llenas de novelas naufragadas. Los perros entre los bancos desiertos levantar¨¢n el hocico, indagando. No se atreven a irse de los apeaderos, siguen en actitud de espera. ?De qui¨¦n? Tres de la ma?ana del veintisiete de julio, once y cuarenta y ocho del doce de noviembre. Interrumpo esta cr¨®nica, apoyo la cabeza entre las manos y veo a mi madre, tan joven, subiendo la traves¨ªa de vuelta de las compras. Era guapa, ten¨ªa los ojos del color del musgo que crece en los muros antiguos. En la primera fotograf¨ªa que se conserva de m¨ª estoy en sus brazos. S¨¦ que nunca nos llevamos bien, pero ?no quiere, madre, cogerme en brazos otra vez aunque m¨¢s no sea un ratito?
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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