?Te daba as¨ª!
La m¨¢s impresionante y mod¨¦lica haza?a educativa que conozco empieza con un buen cachete dado en su preciso y precioso momento. La joven Ana Sullivan llega a casa de Helen Keller, ciega y sorda (en apariencia tambi¨¦n muda a sus siete a?os), para afrontar una tarea imposible, la instrucci¨®n de la ni?a, que, en opini¨®n de todos, ni puede ni quiere comunicarse con los dem¨¢s. En realidad, los padres de Helen no la contratan para que "eduque" a su hija -objetivo que consideran de todo punto inalcanzable-, sino para que se encargue de ella y la soporte, porque ellos ya no pueden aguantar m¨¢s. El primer d¨ªa de su nuevo trabajo comienza como una pesadilla para Ana Sullivan. A la hora del almuerzo familiar, Helen se niega a sentarse a la mesa, tira la servilleta, arroja la comida por el suelo y hostiliza de todas las maneras imaginables a la nueva institutriz. Los padres ruegan a Ana comprensi¨®n y tolerancia, resignaci¨®n, ?la pobre ni?a sufre tanto con sus limitaciones! Hay que dejarla a su aire... Si la se?orita Sullivan hubiera sido una mujer acomodaticia, una simple empleada consciente de lo que se esperaba de ella y dispuesta a cumplir su parte del contrato, a cobrar y no meterse en l¨ªos, Helen no se hubiera sentado a la mesa ese d¨ªa y hubiera muerto salvaje, incluso retrasada mental, como la supon¨ªan sus amorosos deudos. Pero Ana Sullivan era esa cosa heroica e insobornable, realmente inesperada: una aut¨¦ntica maestra. De modo que ante el horror de los pol¨ªticamente correctos padres, le solt¨® a la minusv¨¢lida un fenomenal bofet¨®n. Y Helen se sent¨® a la mesa, malcomi¨® entre gru?idos y comenz¨® el arduo camino de su educaci¨®n que la llev¨® muchos a?os despu¨¦s a poseer una envidiable cultura y a escribir un libro en el que agradec¨ªa aquel cachete valeroso de su maestra como el golpe de gracia que le salv¨® intelectualmente la vida.
Ninguna bofetada sustituye a la persuasi¨®n, pero alguna puede servir de aldabonazo
Quede claro: no hay que maltratar a los ni?os ni se debe recurrir habitualmente por frustraci¨®n o histeria -cuando no por sadismo- a los castigos corporales contra ellos. En circunstancias favorables (no digo "normales", porque lo realmente favorable rara vez es normal), los encargados de su buena crianza pueden ense?arles las pautas de convivencia a base de la persuasi¨®n y del ejemplo. Pero los educadores son humanos y precisamente esa humanidad es lo que deben transmitir a sus pupilos. Es importante que el ni?o conozca que hay l¨ªmites que no se deben transgredir porque entonces puede perderse la relaci¨®n amistosa incluso con quienes m¨¢s nos quieren. Cuando uno se salta las luces rojas tropieza con un cachete como quien va sin frenos y con los ojos vendados puede chocar contra un muro. Tambi¨¦n en el terreno educativo existe a su modo el habeas corpus: somos de carne y hueso, y detr¨¢s de nuestras normas, de las pautas de respeto y cortes¨ªa, de las leyes de la civilizaci¨®n, est¨¢n los empellones y garrotazos, cuando no algo peor. Los ni?os peque?os est¨¢n recibiendo el mundo de sus mayores, mientras la propia naturaleza (con sus golpetazos, chapuzones y quemaduras) les va ense?ando que no todo gesto queda sencillamente impune. Como cantaba Georges Brassens con ocasi¨®n de una se?ora de trasero voluminoso que se lanz¨® a bailar con frenes¨ª y acab¨® dolorosamente sentada sobre la pista: "La ley de la gravedad, madame, es dura pero es la ley". Tambi¨¦n detr¨¢s de las leyes humanas hay un topetazo f¨ªsico que pretendemos evitar: el cachete puede ser en ocasiones un atisbo aleccionador que vacune contra futuras transgresiones que desembocar¨¢n en reconciliaciones m¨¢s dif¨ªciles. Pasada la indignaci¨®n rebelde del momento, cualquier ni?o sano puede comprender la diferencia entre unos padres exasperados hasta el l¨ªmite de su paciencia (pero dispuestos inmediatamente a perdonar y acariciar) de otros predispuestos por incapacidad o vicio a la agresi¨®n. Precisamente porque sabe que sus mayores no son propensos a la violencia, el ne¨®fito es capaz de comprender al reflexionar sobre lo ocurrido que ciertos comportamientos despiertan la violencia all¨ª donde no la hab¨ªa ni ten¨ªa por qu¨¦ haberla. Ninguna bofetada sustituye a la persuasi¨®n, pero alguna -en la ocasi¨®n y el momento adecuados- puede servir de aldabonazo para que las razones persuasivas sean mejor atendidas.
En todos los continentes, especialmente en los pa¨ªses del llamado Tercer Mundo, millones de ni?os padecen maltrato. Nunca ven acercarse a ellos a los adultos m¨¢s que con malas intenciones: no para jugar o instruirles, sino para esclavizarles como trabajadores a destajo, objetos sexuales o min¨²sculos soldados de guerras que no pueden ni deben comprender. Es el peor de los pecados, el motivo que justificar¨ªa otra lluvia de fuego sobre nuestra civilizaci¨®n en tantos aspectos desalmada. Tambi¨¦n en los pa¨ªses democr¨¢ticos y desarrollados a menudo los m¨¢s peque?os pagan en la intimidad del hogar agobios y frustraciones de quienes deber¨ªan cuidarles con la alegr¨ªa que hace madurar. Pero no menos da?ino a la larga es que crezcan en la falsa tolerancia de quienes no saben o no quieren ense?arles las restricciones que impone -s¨ª: impone- la convivencia civilizada. De tal modo que luego, en la adolescencia, se conviertan en perturbadores asilvestrados que ni estudian ni permiten el estudio de los dem¨¢s en las escuelas o que pasen su tiempo persiguiendo en jaur¨ªa a sus compa?eros o maltratando a las chicas, como entrenamiento de lo que ma?ana har¨¢n con sus parejas. Les cuento un caso vivido: sesi¨®n de tarde en un cine de estreno, en San Sebasti¨¢n. Un machito de unos doce a?os martiriza groseramente a la ni?a que le acompa?a, a la que entre bromas y veras le est¨¢ dando una aut¨¦ntica paliza. Los adultos circunstantes miran con embarazo y comentan con desagrado, pero no mueven un dedo. Hasta que una se?ora joven y bien plantada se levanta y le arrea un sopapo al botarate, diciendo en¨¦rgicamente: "Eso, para que aprendas que siempre habr¨¢ alguien m¨¢s fuerte que t¨²". A partir de ese momento, paz en la platea. No, claro que no se debe pegar a los cr¨ªos. Casi nunca.
Fernando Savater es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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