La última ocasión
Durante 23 a?os se esterilizó el país. Con la complicidad de todos, la coalición nacionalista gobernante consiguió reducir la política al grado cero. Y el Parlament a un papel de comparsa, completamente alejado de los problemas reales de la ciudadanía. Todo funcionaba conforme a la ley presuntamente natural de que sólo los nacionalistas podían gobernar la nación catalana. La política interior llegó a ser tan inexistente que se redujo a un ficticio debate entre Catalu?a y Barcelona a propósito de la supresión del área metropolitana y de los Juegos Olímpicos. La cosa -o la nación- funcionaba así: la retórica nacionalista regaba al país, una bien tupida trama de intereses garantizaba que el orden reinara fuera de Barcelona y su entorno, la izquierda aceptaba un papel secundario con el municipalismo como compensación, Catalu?a daba, una y otra vez, al PSOE más votos que nadie. Y de este modo se iba construyendo un país de ficción, donde el nacionalismo, desde la minoría, establecía la verdad oficial, y la izquierda, como si se tuviera que hacer perdonar algo, acabó sintiendo culpa de su condición bastarda, cuando era lo que mejor conjugaba con la realidad del país.
Ningún sistema es perfecto ni eterno, todos hay un día que se tambalean porque se hacen ineficientes incluso para sus más directos beneficiarios. Por un accidente de la historia, los que se creían due?os por destino de la finca fueron desalojados de la casa. Parecía haber llegado el momento de que el principio de realidad entrara en la política catalana, de que el país empezara a parecerse a sí mismo y abandonara su esquizofrenia. Un ejercicio imprescindible para que Catalu?a, por fin, diera un salto en la autoestima, porque como es sabido este país sólo se siente seguro cuando desde fuera se le reconoce la excelencia y el savoir faire. Nada de eso. La izquierda, en vez de abrir las puertas al futuro -algún día fue ésta su razón de ser-, se situó en la estela del pasado. En vez de apostar sobre la sensibilidad cosmopolita entró en la subasta nacionalista, con Maragall a la cabeza. Todos quisieron participar en lo que debía ser un conflicto político entre CiU y Esquerra por la hegemonía en el espacio nacionalista. Y nadie quiso o pudo evitar que el PSC perdiera en la batalla algunos de los rasgos de su carácter, precisamente los que le habían dado reiterada hegemonía electoral y social en la Catalu?a urbana. Maragall prefirió ser como todos. Y el PSC ahora no sabe cómo evitar que esta apuesta lo acabe desfigurando. La izquierda se travistió de Estatut. La subasta dio como resultado un texto muy debatido pero escasamente reflexionado. Hay imágenes que lo dicen todo: Jordi Pujol entre Maragall y Mas diciéndoles: "Ho heu fet molt bé". Cambiar para que toda siga igual.
En dos a?os de gobierno, ?qué ha aportado como nuevo la izquierda a este país? De momento, más embrollos que resultados. En este tiempo, se han sucedido las crisis sólo imputables a errores de sus líderes. Todas ellas han sido salvadas por las inmensas tragaderas que tiene el llamado oasis catalán, verdadero sindicato de asistencia mutua. Pero desde la temeridad de Carod en Perpi?án hasta la remodelación semifrustrada de Maragall, pasando por la famosa -y estéril- provocación del 3% y el lamentable agosto que protagonizaron unos y otros a cuenta del Estatut, el deterioro de la política catalana no ha dejado de crecer. Dicen que es por falta de cultura de coalición.Triste consuelo. Que aprendan, que para eso se les elige. Los políticos viven permanentemente expuestos a las tentaciones que los medios les ponen delante. Controlar la vanidad no siempre es fácil. Pero el político no vive sólo de declaraciones pensadas para provocar ruido.
El Estatuto es la negociación del reparto de poder. Para arrancarlo a quien lo tiene, hay que afinar muchísimo más. Nadie regala estas cosas porque sí. Afinar es saber quiénes son los aliados con los que se puede contar. Hacer la vida difícil a quien es indispensable para tus propósitos no es la mejor manera de avanzar. Si el criterio de evaluación de un político catalán es la mala opinión que de él se tiene en el resto de Espa?a, Pasqual Maragall es hoy el mejor político de Catalu?a, en competencia con Carod. No hay partido ni sector donde Maragall no sea visto con desconfianza y desconcierto. No creo que esto haga especialmente feliz al presidente, sobre todo si tenemos que creer su vocación regeneracionista de Espa?a, tantas veces aireada. Si el resultado de todo esto es que el PP vuelva a gobernar en Madrid, Catalu?a habrá quedado atascada por una generación.
Se acabó el recreo. Es la hora de arreglarlo. De hacer política de verdad y dejar de jugar a la ficción del Estado nación que no somos. Parece que son los tan denostados partidos los que están poniendo manos a la obra a la tarea de racionalizar un proceso que ha desbordado a sus promotores. La reunión del presidente Zapatero con Montilla, con Carod, con Puigcercós y con Rubalcaba suena a oleada de sentido común ante tanto personalismo vacuo. Hay dos modelos de liderazgo: el dirigista, al modo de Tony Blair, movilizando permanentemente a su país hacia nuevos objetivos con claridad en las ideas y pasión en la acción, y el difuso, al modo de Zapatero, que trata de ir avanzando en las reformas a base de componer patchworks con los diferentes retales que llegan de uno y otro lado. Es una apuesta que se basa en una gran confianza en que la ciudadanía sabrá esperar los resultados antes de dejarse arrastrar por el ruido de una oposición de brocha gorda. Es del interés de Catalu?a que salga la composición que Zapatero busca. Los destinos de Zapatero y del tripartito han quedado ligados por el Estatut. El informe de expertos encargado por el Gobierno es un indicio de que el acuerdo es posible. De lo contrario, el retroceso sería enorme para todos. Pero un final feliz de esta historia no será suficiente para regenerar la política catalana si los dirigentes políticos no asumen que no se puede seguir actuando como si la política fuera la prolongación del fútbol por otros medios.
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