Palacios, templos y quemaderos

El 31 de octubre de 1517, al mismo tiempo que Mart¨ªn Lutero estaba fijando sus tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, nac¨ªa en la ciudad del Pisuerga Cipriano Salcedo, hijo de la imaginaci¨®n de Miguel Delibes, que en su novela El hereje lo presenta como uno de los miembros m¨¢s activos de aquella incipiente comunidad protestante vallisoletana que (y esto no es imaginaci¨®n, sino la pura, por no decir otro adjetivo, realidad) fue condenada al infierno terrenal en mayo del a?o 1559, cuarto del reinado de Felipe II.

El hereje no es s¨®lo la remembranza de una ¨¦poca atroz, en que te quemaban vivo por un qu¨ªtame all¨¢ esas pajas teol¨®gicas. Es la historia de un perdedor, asunto habitual en Delibes. Y es el retrato, ins¨®lito en su obra, de una ciudad, la Valladolid del segundo tercio del Quinientos, sede de la Chanciller¨ªa y paradero habitual de la Corte, donde pululaban los nobles de primera fila, los ricos comerciantes como Cipriano y los letrados como su t¨ªo, pero tambi¨¦n las alcahuetas, los exp¨®sitos y los sifil¨ªticos que se socorr¨ªan con los beneficios de la Manceb¨ªa; una variada fauna urbana que Delibes pinta con id¨¦ntica viveza que la silvestre en sus otros libros.

La plaza de Fabio Nelli aparece rodeada de palacios que fueron residencia de banqueros

Pero ah¨ª no acaba la cosa, porque El hereje es tambi¨¦n una ruta literaria que permite recorrer, con la ayuda de varios carteles y de un folleto que dan en la oficina de turismo, 11 lugares de la ciudad relacionados con la novela. Un paseo que comienza en la plaza de San Pablo, muy cerca de donde nacen el protagonista -la corredera de San Pablo, hoy calle de las Angustias- y quien, en definitiva, ser¨¢ su verdugo, Felipe II -el palacio de Pimentel-.

La filigrana g¨®tico-isabelina de la iglesia de San Pablo, que se alza al norte de la plaza y que ahora est¨¢ cubierta por lonas y andamios para su restauraci¨®n, sirve de portada a esta novela paseada. Saliendo de la plaza por la calle de Le¨®n y doblando a continuaci¨®n por la de San Diego, se presenta el palacio del Licenciado Butr¨®n, evocador de aquella Valladolid repleta de letrados, como el t¨ªo de Cipriano, o¨ªdor de la Chanciller¨ªa, o como el "cochino leguleyo" que le pone los cuernos a su padre.

Poco m¨¢s all¨¢, la plaza de Fabio Nelli aparece rodeada de palacios que fueron residencia de banqueros italianos y de nobles cual Carlos de Sesso, aquel distinguido luterano al que Felipe II espet¨®: "Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilar¨ªa la le?a para quemarlo".

Por la calle de los Exp¨®sitos -con los hu¨¦rfanos estudia Cipriano- se llega a la plaza de la Trinidad, vecina de la Juder¨ªa donde el protagonista tiene su almac¨¦n de lanas. Y por la de Santo Domigo Guzm¨¢n, que es perpendicular a aqu¨¦lla, al convento de Santa Catalina, de monjas dominicas. Algunas de ellas estuvieron implicadas en aquel amargo proceso. Hoy venden dulces.

Los siguientes hitos de la ruta son la capilla de los Fuensalda?a, hoy ubicada en el interior del Museo Patio Herreriano, donde fue enterrada -y luego desenterrada, para ser quemada- la madre del doctor Cazalla, el cabecilla de la comunidad protestante vallisoletana; la calle del Doctor Cazalla, donde ¨¦ste viv¨ªa y celebraba sus convent¨ªculos; y la casa del escultor Alonso Berruguete, en la calle del Almirante, que no daba abasto en aquella ciudad de tragasantos. Todo ello, asombrado por la sobrecogedora mole herreriana del monasterio de San Benito.

Tras cruzar la enorme y roja plaza Mayor, capaz para las m¨¢s de 2.000 personas que presenciaron sentadas los autos de fe de 1559, se enfila por la calle de Santiago hacia la iglesia hom¨®nima, donde los viernes predicaba Cazalla ante una multitud enfervorizada sin que nadie se oliera de qu¨¦ pie cojeaba. En la esquina una placa reza: "Valladolid, a Miguel Delibes, por su novela El hereje," en justa correspondencia a la dedicatoria del libro: "A Valladolid, mi ciudad". Y por fin se llega a la plaza de Zorrilla y al Campo Grande, allende la puerta del Campo, donde aquellos inocentes fueron quemados -vivos, en efigie o tras ser agarrotados- y sus cenizas aventadas para borrar todo recuerdo. Pero nadie los ha olvidado.