Esclavos del oro
Las ansiadas pepitas de oro, desde el barro de las minas de Congo en las que se extraen hasta las lujosas joyer¨ªas de Europa donde se venden. En medio, una cadena de pobreza, miseria y violaciones de los derechos humanos m¨¢s elementales. ?sta es la historia de una esclavitud.
El agujero se asemeja a una tumba demasiado profunda. Abajo, hundido en el agua hasta las rodillas, Etienne cava. A grandes paladas, golpea fuerte en la tierra y vuelve a hurgar en el fango en busca de alg¨²n fragmento de roca m¨¢s brillante que los dem¨¢s. Etienne no es m¨¢s que uno de los miles de buscadores de oro que se dejan el alma entre las colinas que rodean Mongbwalu, en Ituri, al noreste de la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo, en el centro de la zona aur¨ªfera m¨¢s vasta de todo el continente africano. Aqu¨ª, seg¨²n cuenta la leyenda, basta con frotarse la suela de los zapatos para encontrar briznas preciosas.
Lo que ocurre en esta ciudad de nombre impronunciable nos afecta, en cierto modo, de cerca: de aqu¨ª procede gran parte del oro utilizado para confeccionar los objetos preciosos expuestos en las m¨¢s exquisitas joyer¨ªas europeas. El metal precioso, extra¨ªdo de minas artesanales al aire libre, se transporta de forma clandestina a la cercana Uganda, y luego se exporta a Europa, donde se refina y se almacena en lingotes, listo para usar. Un mercado de ingresos multimillonarios, codiciado por muchos y que es una de las principales causas del conflicto que ha ensangrentado desde hace a?os la Rep¨²blica Democr¨¢tica del Congo, uno de los pa¨ªses con recursos m¨¢s ricos del planeta.
Mongbwalu, a apenas 70 kil¨®metros de Bunia, capital de Itori, est¨¢ pr¨¢cticamente en el fin del mundo. Llegar es toda una aventura. Las calles son p¨¦simas y est¨¢n infestadas de rebeldes y bandidos. Durante la estaci¨®n de las lluvias, el ¨²nico camino que la une a los dem¨¢s centros habitados del distrito se convierte en un r¨ªo de barro intransitable. A este inh¨®spito lugar s¨®lo se puede llegar en avi¨®n o en helic¨®ptero. Pero los frecuentes temporales bloquean a menudo los vuelos hasta el ¨²ltimo momento, y la ciudad puede permanecer aislada durante d¨ªas, sin ning¨²n contacto con el exterior.
Al dejarnos en la pista de tierra que funciona como aeropuerto, el piloto del peque?o Cessna que nos ha tra¨ªdo a la ciudad nos desea buena suerte. El deseo suena siniestro, pero en absoluto fuera de lugar, sobre todo a juzgar por las miradas un tanto amenazantes que nos lanzan aquellos con los que nos topamos en el trayecto hacia la ciudad. A pesar de la presencia de un contingente de cascos azules, aqu¨ª la ley la dictan los rebeldes del Frente Nacionalista e Integracionista (FNI), la milicia que se ha adue?ado de la zona despu¨¦s de una serie de enfrentamientos sangrientos con otros grupos locales. Y s¨®lo despu¨¦s de habernos reunido con el jefe de los combatientes y explicarle las razones de nuestra visita, se resquebraja ligeramente el muro de desconfianza que encontramos al principio y la gente empieza a hablarnos.
Mongbwalu es una peque?a ciudad del Lejano Oeste estadounidense catapultada en medio de los tr¨®picos. Una sola calle polvorienta, dos o tres bares que parecen el t¨ªpico saloon y una ¨²nica ocupaci¨®n que implica indistintamente a todos los habitantes: la b¨²squeda de oro. Desde que empez¨® en 1982, cuando el ex dictador Mobutu Sese Seko liberaliz¨® en algunas ¨¢reas del pa¨ªs la b¨²squeda del metal precioso, el negocio no se ha interrumpido nunca, ni siquiera en los periodos m¨¢s oscuros de la guerra: cada d¨ªa, al alba, furgonetas destartaladas se alejan del pueblo abarrotadas de hombres que se dirigen a la zona de excavaci¨®n, a 20 minutos de distancia. Una vez llegados a su destino, los hombres se colocan en equipos de 10 o 12 y empiezan a excavar. Tienen manos encallecidas y m¨²sculos moldeados por a?os de actividad ininterrumpida. En las manos, una pala, que se ha convertido casi en un ap¨¦ndice del cuerpo. La mueven a un ritmo endemoniado, recogiendo tierra en contenedores de pl¨¢stico que se pasan despu¨¦s de mano en mano. Encaramados en las laderas del precipicio parecen peque?as piezas de una convulsa cadena de montaje que se mueve a un ritmo cadencioso.
Vista desde arriba, la mina se parece a una gigantesca colmena a cuyo alrededor se agitan cientos de hombres. Excavan desde el amanecer hasta el ocaso, con el torso desnudo bajo el sol ardiente. Su mirada est¨¢ entrenada, atenta a captar el m¨¢s m¨ªnimo resplandor, el m¨¢s tenue indicio de brillo. Observan la tierra que han recogido con atenci¨®n cient¨ªfica, despu¨¦s seleccionan las piedras y las trituran hasta reducirlas a polvo. El oro es esquivo: se esconde entre los pliegues de las rocas, se insin¨²a discreto entre los espacios que dejan vac¨ªos los conglomerados de minerales m¨¢s prosaicos. La extracci¨®n se parece a una especie de cacer¨ªa en la que el metal asume el aspecto de una presa preciosa, evasiva y huidiza. "Hace falta experiencia para saber d¨®nde excavar, hay que tener ojo para seleccionar las mejores piedras y localizar una veta rentable", nos dice Etienne, con 10 a?os de experiencia en las minas de Mongbwalu. A su alrededor, un grupo de j¨®venes excavadores examina atentamente peque?os fragmentos de roca que han quedado en el cedazo buscando desesperadamente alguna brizna. "Hoy no es un d¨ªa de suerte", contin¨²a el buscador. "Pero estoy seguro de que m¨¢s tarde ir¨¢ mejor. Cuando encontramos una buena pieza conseguimos ganar hasta cinco d¨®lares cada uno".
Etienne es uno de los jefes de equipo. ?l dirige y coordina el grupo. "Trabajamos en un r¨¦gimen colectivo. Los beneficios del oro que encontramos se dividen al final del d¨ªa en partes iguales dentro de cada equipo". En medio del precipicio, a poca distancia uno de otro, trabajan al menos unos 20 equipos. A primera vista parece que la divisi¨®n de las tareas corresponde principalmente a un criterio de edad. Los m¨¢s j¨®venes est¨¢n abajo excavando; los m¨¢s ancianos seleccionan arriba las piedras m¨¢s prometedoras, que podr¨ªan esconder vetas preciosas. Los excavadores de abajo tienen el aspecto de unos ni?os que han crecido demasiado deprisa: los rasgos infantiles apenas se adivinan bajo una mirada y un cuerpo marcados ya por la fatiga y las estrecheces. "Aqu¨ª se empieza a trabajar muy pronto", sigue cont¨¢ndonos Etienne. "En cuanto un ni?o tiene fuerza suficiente para sostener la pala es reclutado". Los ni?os, m¨¢s bajos, se adentran en las mismas galer¨ªas que excavan en el terreno, apuntal¨¢ndolas a medida que avanzan con trozos de madera. De vez en cuando, las paredes de estos t¨²neles precarios ceden, llev¨¢ndose por delante a los desgraciados que se encontraban debajo. Los casos de muerte por asfixia no son infrecuentes: a veces los mineros que se aventuran demasiado lejos son engullidos por los t¨²neles que hab¨ªan creado con sus propias manos. "Pero el riesgo forma parte del trabajo. Lo ¨²nico que cuenta es que cuanto m¨¢s al fondo vayas, m¨¢s posibilidades tienes de encontrar un fil¨®n fruct¨ªfero", observa un jovenc¨ªsimo excavador. En el grupo que se ha reunido a su alrededor, todos sacuden la cabeza en se?al de aprobaci¨®n.
El barro y las rocas extra¨ªdas son transportados arriba y colocados en un cedazo sobre un cubo de agua. Junto al rudimentario instrumento, dos o tres personas se ocupan de la criba. La primera operaci¨®n consiste en buscar polvo de oro en el fondo del cedazo. Despu¨¦s se pasa a la segunda fase: con ayuda de pesadas mazas, las piedras recogidas se reducen a polvo para localizar posibles vetas preciosas. "?sta es la fase m¨¢s delicada", nos explica Etienne. "Las rocas deben reducirse a pedazos con delicadeza: hay que evitar que posibles briznas de oro salten fuera".
Encima del precipicio de barro, algunos restos de construcciones de hierro dominan la escena: son los restos de la usine (la f¨¢brica para la extracci¨®n de oro de Kilo-Moto), activa y pr¨®spera en tiempos de Mobutu, cuando Ituri estaba controlado por el Gobierno central y a¨²n no hab¨ªan comenzado las devastadoras luchas entre las distintas facciones locales. Los beneficios del oro iban a parar entonces directamente a los bolsillos del Timonier, que con la t¨ªpica despreocupaci¨®n del s¨¢trapa hac¨ªa que fluyeran hacia sus cuentas privadas en bancos extranjeros. Pero cuando cay¨® Mobutu empezaron los enfrentamientos por el control de la zona. Desde 1998, la regi¨®n de Mongbwalu es uno de los principales ejes de inestabilidad de los Grandes Lagos. Sus extraordinarios yacimientos (est¨¢ considerada la mayor zona aur¨ªfera de toda ?frica) han suscitado la codicia de todos los principales actores implicados en el conflicto. En 1998, despu¨¦s de la invasi¨®n de Congo por Ruanda y Uganda, la zona fue ocupada por las tropas de Kampala, que explotaban directamente el oro transport¨¢ndolo al otro lado de la frontera con aviones de carga. Cuando, en 2003, los ej¨¦rcitos extranjeros se tuvieron que retirar despu¨¦s de los acuerdos firmados en Sun City (Sur¨¢frica), el ¨¢rea se convirti¨® en escenario de feroces combates entre varias milicias locales, apoyadas de forma oportunista por los dos pa¨ªses vecinos. Tras muchas vicisitudes, toda la zona de Mongbwalu est¨¢ hoy controlada firmemente por el FNI, una milicia de etnia lendu apoyada por Uganda.
Muchos acusan a los milicianos de explotar a los buscadores, someti¨¦ndoles a prestaciones personales y al pago de tasas de acceso a los sitios de excavaci¨®n. Un reciente informe de la organizaci¨®n para los derechos humanos Human Rights Watch sostiene que los combatientes del FNI requisan un porcentaje del oro encontrado y obligan a todos los buscadores a pagar una mordida de un d¨®lar al d¨ªa para poder trabajar. Pero este extremo lo niegan rotundamente los milicianos: "Hoy estamos en paz: nuestros hombres han entregado las armas, y cada obrero de la mina trabaja por cuenta propia y por el bienestar general del pa¨ªs", dice Iribi Pnchou Kasamba, jefe operativo del FNI. Con su mirada altiva, el l¨ªder rebelde suscita un evidente respeto y un temor reverencial entre los buscadores.
Nada m¨¢s salir del ¨¢rea minera, una multitud de hombres armados con una balanza y ¨¢cido n¨ªtrico est¨¢ lista para la compra. Los buscadores m¨¢s afortunados se arremolinan a su alrededor; en las manos ocultan sus peque?os tesoros. Empiezan entonces las operaciones de venta: el oro se coloca sobre una pieza de madera y se examina con atenci¨®n, pas¨¢ndolo por el cedazo con un peque?o trozo de cart¨®n. Los compradores separan peque?os trocitos de tierra, y luego, despu¨¦s de una larga criba, el polvo amarillo se coloca en la balanza. La operaci¨®n es de una lentitud extenuante y se sirve de unidades de medida ancestrales: el peso se expresa en tolas, una ficha de hierro bastante gruesa; subm¨²ltiplo del tola es el kitchel, una antigua monedita congole?a carente ya de valor (10 kitchel hacen un tola); el subm¨²ltiplo decimal del kitchel es, en cambio, la cerilla de madera. Razonar en unidades internacionales -gramos, miligramos, onzas, etc¨¦tera- es completamente in¨²til: es como preguntar a un monta?¨¦s cu¨¢ndo habr¨¢ marea alta. S¨®lo m¨¢s tarde, con los grandes comerciantes de Kampala, descubriremos que un tola equivale a 11,664 gramos y que una onza equivale a 2,67 tolas.
El precio de compra fuera de la mina es de unos cien d¨®lares por tola, una cifra que fluct¨²a seg¨²n los precios del mercado y que tiende al alza a medida que aumente la distancia: los peque?os compradores de la mina -junto a las otras decenas que abarrotan la calle principal del pa¨ªs- compran por cuenta de intermediarios que trabajan en la ciudad de Bunia, y que a su vez revender¨¢n el producto a las grandes sociedades de exportaci¨®n de Uganda.
Junto a los compradores se mueve toda esa fauna formada por los inducidos de la mina: mujeres que venden fruta, patatas y arroz (otras ofrecen otros servicios especiales a bajo precio); j¨®venes motorizados que aseguran el traslado a la zona de excavaci¨®n de la ciudad, o un grupo de m¨²sicos que tiene aspecto de manejar mejor el fusil que la guitarra y que con toda probabilidad est¨¢n all¨ª para controlar el flujo de gente a la zona de la excavaci¨®n. El sistema de gesti¨®n de las ganancias parece, en efecto, poco probado; todo hace creer que los milicianos perciben un porcentaje sobre las ventas. Pero es imposible confirmarlo: la presencia de Kasamba es disuasiva, las bocas est¨¢n selladas. M¨¢s tarde, bajo la protecci¨®n de un f¨¦rreo anonimato, un habitante de Mongbwalu dar¨¢ su versi¨®n: "En la usine y en las otras minas cercanas a la ciudad, el FNI se limita a ejercer un control suave. Desde que llegaron los cascos azules, los milicianos han tenido que hacerse m¨¢s discretos. Pero basta adentrarse algunos kil¨®metros para encontrar las mismas actuaciones del pasado: prestaciones de trabajo coaccionado, incautaci¨®n del oro, molestias". Los cascos azules a los que se refiere el hombre son 140 soldados paquistan¨ªes que, llegados el pasado abril, son a¨²n m¨¢s discretos que los combatientes: permanecen normalmente en su campamento cerca del aeropuerto y se limitan a realizar alguna patrulla r¨¢pida. Al preguntarle sobre este extremo, uno de los responsables del contingente contesta que "no se sabe muy bien lo que ocurre all¨ª, en las minas".
Mientras tanto, all¨ª abajo, al acercarse r¨¢pidamente el breve ocaso ecuatorial, los buscadores empiezan a recoger sus b¨¢rtulos y vuelven a Mongbwalu. Algunos de ellos pasar¨¢n la noche festejando el fruto del duro trabajo en los dos bares de la ciudad, con nombres tan evocadores como Le Tout Se Paie Ici Bas (Aqu¨ª Todo Se Paga) y La Vie C'est Rien (La Vida No Vale Nada). Otros se quedar¨¢n en casa, a la espera de un d¨ªa m¨¢s afortunado en el que el caprichoso metal quiera dejarse descubrir, devolviendo a estas sombras de hombres una sonrisa de alegr¨ªa ef¨ªmera y una pizca de riqueza pasajera.
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