En estado de gracia
En la que probablemente sea su obra maestra, Delitos y faltas, Woody Allen mostraba lo que le ocurr¨ªa a un reputado oftalm¨®logo que, cediendo a la tentaci¨®n, se liaba con una azafata que acababa por complicarle la vida. Con una c¨¢mara nerviosa, metida literalmente en medio de los personajes, Allen indagaba en las razones por las que un hombre puede llegar incluso a consentir un asesinato que le beneficia: a solas queda con su culpa.
En ¨¦sta su mejor pel¨ªcula en mucho tiempo, Allen regresa al territorio de los amores prohibidos, las molestias de dejarse arrastrar por la pasi¨®n y, ay, tambi¨¦n el delito, no las faltas leves. Y lo hace con una historia de ambientes poderosos, pero mediante una intriga de ascenso social, el que inicia un ex jugador de tenis de origen humilde (Rhys-Meyers, vidrioso como requiere su personaje), lector, y no es para nada casual, de Dostoievski, cuando se casa con la m¨¢s bien sosa, cari?osa y amante hija de una familia de la gran burgues¨ªa brit¨¢nica (Mortimer).
MATCH POINT
Direcci¨®n: Woody Allen. Int¨¦rpretes: Jonathan Rhys-Meyers, Scarlett Johansson, Emily Mortimer, Matthew Coode, Brian Cox. G¨¦nero: comedia dram¨¢tica, EE UU, 2005. Duraci¨®n: 124 minutos.
Jugar con el espectador
M¨¢s juguet¨®n que nunca, pero acaso no menos ¨¢spero y distante, elegantemente ir¨®nico, Allen mete a su criatura en numerosos vericuetos hasta convertirlo en un tibur¨®n de las finanzas, peligrosamente atra¨ªdo por una cu?ada un tanto casquivana (Johansson: ir¨®nicamente, la ¨²nica americana de la funci¨®n) que primero se deja querer, pero que luego comenzar¨¢ a solicitar lo que considera leg¨ªtimamente suyo. Con el apoyo de una voz en off, Allen desgrana las tribulaciones de nuestro dudoso h¨¦roe. Y lo hace con tan endiablada capacidad para jugar con el espectador que consigue que ¨¦ste sufra como propia la suerte del siniestro protagonista: en una secuencia antol¨®gica, la platea se identifica antes con el agresor que con la v¨ªctima, un recordatorio de lo maquiav¨¦lica que puede ser la identificaci¨®n secundaria cuando el espectador es conducido aviesamente hacia ella.
A la postre, lo que queda de un filme mod¨¦licamente narrado es, junto al regocijo de ver una obra poderosa, un regusto amargo: Allen no juzga a sus personajes, los deja campar a sus anchas y que sea el espectador el que elabore su diagn¨®stico. Y ¨¦ste deja pocas dudas: cuando ya no queda ni siquiera la culpa, todos, hasta los m¨¢s siniestros arribistas, parecen vivir en un mundo ad¨¢nico... un recordatorio terrible para estos tiempos de valores d¨¦biles y justificaciones para todos los gustos en nuestras peque?as, tristes existencias.
Babelia
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