Con los ojos abiertos
A finales de julio pasado, Jane-Julia Joyce, una vecina de Highland Park, N. J., con quien sol¨ªamos comentar los precios de las hortalizas en el supermercado del pueblo, sinti¨® un extra?o decaimiento, p¨¦rdida del apetito y ciertas molestias en la digesti¨®n.
El m¨¦dico cl¨ªnico al que acudi¨® orden¨® varios an¨¢lisis de sangre y, despu¨¦s de verlos, una tomograf¨ªa computada. El diagn¨®stico fue desolador. Jane-Julia, de 51 a?os, que viv¨ªa sola con su hermana Helen y un gato llamado Cuddle -es decir, Abrazo- ten¨ªa un sorpresivo tumor en la cabeza del p¨¢ncreas y una met¨¢stasis que afectaba el h¨ªgado y el aparato digestivo.
En uno de los hospitales universitarios de New Brunswick confirmaron la fatalidad y le anunciaron que dispon¨ªa, a lo sumo, de seis meses de vida.
La historia se parecer¨ªa a miles de otras si no fuera porque Jane-Julia decidi¨® esperar la muerte con genuina curiosidad.
Entrego a Cuddle en adopci¨®n e hizo una lista de todas las personas que le hab¨ªan enriquecido la vida, desde el bibliotecario que le recomend¨® la ¨²nica novela de J. D. Salinger y la optometrista que le habl¨® por primera vez de la S¨¦ptima Sinfon¨ªa de Beethoven, hasta el marido del que se divorci¨® en 1987 porque ambos descubrieron, a la vez, que hab¨ªan dejado de amarse.
Invit¨® a todos a una fiesta para celebrar su muerte, en la cual anunci¨®, con voz apagada, que hab¨ªa decidido irse de este mundo con los ojos abiertos.
"He llevado una vida feliz", dijo, "y, como he sido una mujer de buenos modales, no quiero retirarme de la escena sin saludar. Adem¨¢s, no les niego que siento mucha curiosidad por saber c¨®mo son las cosas all¨¢, en el otro lado".
Como la fiesta sucedi¨® durante uno de mis viajes, al regresar llame a Jane-Julia por tel¨¦fono para que me explicara con m¨¢s detalle que significaba morir con los ojos abiertos.
Me respondi¨® que estaba muy d¨¦bil y que no deseaba ver a nadie. Sobre todo, deseaba que nadie la viera. Acept¨® hablar conmigo por tel¨¦fono de vez en cuando, y desde entonces hasta el s¨¢bado 15 de octubre mantuvimos conversaciones peri¨®dicas que duraban entre 10 minutos y media hora. Algo de lo que hablamos se refleja en esta columna.
Uno de nuestros temas fue el te¨®logo sueco Emanuel Swedenborg, que pas¨® la mitad de la vida conversando con los esp¨ªritus. Un impreciso d¨ªa de 1771 Swedenborg sinti¨® que le faltaba poco para morir. Vaticin¨® la fecha en que suceder¨ªa y se prepar¨® para el tr¨¢nsito con lucidez.
Hizo un ¨²ltimo viaje desde Estocolmo a Londres, aguard¨® a que su tratado La Verdadera Religi¨®n Cristiana estuviera impreso, y el 29 de marzo de 1772, a las cinco de la tarde, despert¨® de una larga siesta en compa?¨ªa de una criada y dos de sus disc¨ªpulos.
"?Son ya las cinco?", pregunt¨®, de buen humor.
Le respondieron que s¨ª.
"Ha llegado la hora, entonces", dijo. "Les doy las gracias por todo. Que Dios los bendiga".
Y sin m¨¢s comentarios, muri¨® en ese instante.
Jane-Julia me dijo que casi todos los hombres imaginan la muerte con temor, salvo aquellos que la esperan. Me cont¨® que, meses antes de que le diagnosticaran el c¨¢ncer fatal, hab¨ªa le¨ªdo por azar, en la sala de espera del dentista, fragmentos de una entrevista a Marguerite Yourcenar en la que se hablaba de morir con los ojos abiertos.
Jam¨¢s hab¨ªa o¨ªdo mencionar a esa escritora y no tuvo tiempo despu¨¦s para averiguar demasiado, pero lo que hab¨ªa le¨ªdo era suficiente. Yourcenar, me dijo, quer¨ªa morir en un estado de plena lucidez, despu¨¦s de una enfermedad muy lenta, para no perder una experiencia que le parec¨ªa esencial.
"No tenemos mucha idea de c¨®mo son las cosas cuando nacemos", me dijo mi vecina con una voz que era m¨¢s bien un suspiro. "?Por qu¨¦ cerrar los ojos, entonces, cuando llegamos al otro extremo?".
"No perder una experiencia esencial": ¨¦sa era la clave de lo que pensaba Jane-Julia.
El cuerpo organiza sus eclipses, la naturaleza facilita el tr¨¢nsito al trabajar pacientemente en su propia degradaci¨®n, la carne apaga sus luces y deja desvanecer poco a poco las propias fuerzas, s¨®lo para que la muerte venga a instalarse.
?se era el sentido de morir con los ojos abiertos: conocer la suprema experiencia, aquella que no puede ser reemplazada por todas las lecturas ni por todas las m¨²sicas del mundo.
La fiesta de despedida de Jane-Julia, por lo tanto, no s¨®lo era un acto de gratitud sino tambi¨¦n un pedido de auxilio: que nadie la molestara, que se le permitiera aprender hasta los detalles m¨¢s ¨ªnfimos de su propio fin.
A mediados de octubre, cuando regres¨¦ de un viaje de dos semanas y la llam¨¦ por tel¨¦fono, me dijo que ya no ten¨ªa fuerzas para levantarse de la cama. Decid¨ª no molestarla m¨¢s.
El s¨¢bado 30, Helen, la hermana, me pidi¨® que fuera a ver a Jane-Julia.
"Quiere contarle algunos detalles de la fiesta final", me dijo. "Usted le pregunt¨®, y ahora est¨¢ lista para contestar".
Acordamos en que la visitar¨ªa el domingo a las dos y media de la tarde.
Por la ma?ana temprano recib¨ª una llamada de la persona que hab¨ªa adoptado a Cuddle, el gato. Me cont¨® que Jane-Julia se hab¨ªa agravado durante la noche y que estaba en la terapia intensiva del hospital.
"Los m¨¦dicos no creen que viva hasta ma?ana", dijo.
Al caer la noche, antes de sentarme a escribir estas l¨ªneas, fui al hospital a preguntar por ella. Ya era tarde. No habr¨ªa velatorio ni funeral, me advirtieron. Jane-Julia quer¨ªa partir en silencio.
Record¨¦ la calidez de su voz, el cuidado con que separaba las s¨ªlabas al hablar, la discreci¨®n con que se mov¨ªa entre la gente, inadvertida.
Y dese¨¦ que se hubiera encontrado con la muerte tal como ella lo deseaba: mir¨¢ndola de frente, con los ojos muy abiertos.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es periodista y escritor argentino, autor, entre otros libros, de Santa Evita y El vuelo de la reina. ? Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, 2005. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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