Memorias ibicencas de Elliot Paul
Hay tanta revoluci¨®n y tanta lucha de clases en todo el mundo que estoy convencido de que interesar¨¢ a mis compatriotas saber c¨®mo afectan a un pueblo pac¨ªfico la conquista fascista, la invasi¨®n comunista y anarquista y la guerra m¨¢s sangrienta registrada hasta la fecha. Cuando digo pueblo, me refiero a sus habitantes. Los conoc¨ªa a todos, conoc¨ªa sus recursos y aspiraciones, su pol¨ªtica y su filosof¨ªa, sus formas de vida, sus lazos de sangre, sus amistades, sus odios profundamente arraigados y sus animosidades sin trascendencia. Como Santa Eulalia est¨¢ en una isla, sus habitantes no pudieron dispersarse y huir. Por eso, me result¨® m¨¢s f¨¢cil observarlos y saber lo que les suced¨ªa al tiempo que compart¨ªa su experiencia.
'Vida y muerte de un pueblo espa?ol'
Elliot Paul. Gadir Editorial.
El pueblo se parec¨ªa mucho a los de la costa estadounidense, salvo porque las diversas castas hab¨ªan dispuesto de 6.000 a?os para mezclarse y la poblaci¨®n era m¨¢s homog¨¦nea
Conoc¨ªa a todos los habitantes de Santa Eulalia, sus recursos y aspiraciones, su pol¨ªtica y su filosof¨ªa, sus formas de vida, sus lazos de sangre, sus amistades
El pueblo se parec¨ªa mucho a cualquier localidad de la costa estadounidense, salvo porque las diversas castas hab¨ªan dispuesto de seis mil a?os para mezclarse y, por consiguiente, la poblaci¨®n era m¨¢s homog¨¦nea. Adem¨¢s, los hombres j¨®venes no sol¨ªan dejar la isla para buscar fortuna en otro lugar. Pero basta ya de generalidades. Me coh¨ªbe escribir con tanta objetividad sobre mis queridos amigos. Los am¨¦ y am¨¦ a sus animales y las sombras de los ¨¢rboles que se proyectaban sobre sus casas. Ellos compartieron sus pesetas, su vino tinto, sus jud¨ªas y su esp¨ªritu jovial conmigo. Yo consegu¨ª escapar, y ellos no. Su tierra se muere, la m¨ªa no. Este libro es una deuda que contraje con ellos.
Como un abanico
Justo antes del amanecer, la calle mayor de Santa Eulalia y el campo que se extend¨ªa tras ella como un abanico empezaban a despertar. No hab¨ªa reticencia ni violencia en aquel despertar, solo algunos sonidos familiares que parec¨ªan acompa?ar a la intensificaci¨®n de los colores del amanecer. Delante estaba el mar en el que los barcos de pesca se mov¨ªan tambi¨¦n, pausadamente, dibujando estelas geom¨¦tricas. Las persianas rechinaban cuando Antonio las levantaba al abrir el caf¨¦ del hotel de Cosmi, el burro de Ferrer rebuznaba y, debido al retumbo de los carros de ruedas de hierro o a los pasos de un pescador que se acercaba al pueblo, los perros que hab¨ªan estado durmiendo sobre el polvo de la calzada aguzaban el o¨ªdo, se pon¨ªan en pie, se estiraban y sub¨ªan con dignidad a la acera. Capit¨¢n, el m¨¢s viejo, valiente y maltrecho, era una especie de mast¨ªn que pertenec¨ªa a Sindic, el carpintero del pueblo, uno de los hombres m¨¢s trabajadores de Santa Eulalia, aunque parad¨®jicamente pobre. Sindic ten¨ªa un don para recolocar huesos y sanar por el que lo llamaban constantemente de todas partes de la isla, pero, como apenas entend¨ªa los milagros que al parecer realizaba, consideraba que no ten¨ªa derecho a aceptar dinero por una habilidad que pose¨ªa sin esfuerzo o m¨¦rito propio. Le hab¨ªa costado sus angustias aprender el oficio de carpintero y estaba dispuesto a cobrar por ello, pero le gustaba m¨¢s hacer ruedas de carro y dispositivos enormes mediante los cuales las mulas -caminando en c¨ªrculos con los ojos vendados- sacaban agua de los pozos para regar los campos. Los hombres que necesitaban ruedas de carro o ruedas hidr¨¢ulicas no eran demasiado venturosos, pero no ten¨ªan siempre prisa como los constructores, por lo que Sindic prefer¨ªa trabajar para ellos y no hacerse nunca rico, ni siquiera pudiente. M¨¢s adelante, tendr¨¦ que contarles c¨®mo a su hijo mayor, tan trabajador como su padre pero no tan brillante, lo fusil¨® un pelot¨®n de ejecuci¨®n y cay¨® de espaldas sobre un almiar, cuya base qued¨® empapada de sangre. Pero ahora no. No pensemos en eso ahora, porque, aunque mis amigos de Santa Eulalia sufrieran infortunios que arruinaron y destruyeron sus vidas, antes de eso disfrutaron durante muchos a?os de una existencia maravillosa. Nunca he visto una vida mejor en ninguna otra parte, una vida m¨¢s adecuada a las limitaciones y las capacidades humanas, un ritmo m¨¢s de acuerdo con el entorno natural ben¨¦fico: un paisaje subtropical verde y el mar.
Capit¨¢n, el viejo perro del carpintero, desayunaba en la parte trasera de la casa de Cosmi, justo despu¨¦s de que Antonio subiera las persianas de la entrada principal, encendiera un fuego de le?a en el hornillo de la cocina, pusiera a calentar la cafetera y sacara las sobras de las cenas del d¨ªa anterior en el hotel. Antonio era algo duro de o¨ªdo y bastante reservado. Nunca acariciaba a los perros y rara vez hablaba con ellos, pero tampoco olvidaba jam¨¢s que les gustaba comer. Franco y Fanny -ambos machos, por raro que parezca- eran los perros del hotel, y los ¨²nicos a los que Capit¨¢n, el luchador, aceptaba tener cerca mientras com¨ªa.
?sta no es una historia de perros, sin embargo el destino de hombres y mujeres se encuentra inextricablemente entrelazado con el de sus perros, y hay animales extraviados, escondi¨¦ndose atemorizados en los callejones desiertos de toda Espa?a, que, en un tiempo, comieron regularmente y tuvieron nombre y due?o.
En los d¨ªas felices de Santa Eulalia, la luna brillaba sobre la tierra sin el aire fr¨ªo que en otros lugares hace inh¨®spita la noche, y, de mayo a noviembre, los hombres permanec¨ªan sentados largas horas en las terrazas de los caf¨¦s, despu¨¦s de comer, bebiendo an¨ªs, co?ac, cazalla, cerveza o el fuerte vino tinto del pa¨ªs. Hablaban, discut¨ªan, cantaban canciones de Valencia o Arag¨®n, o las t¨ªpicas ibicencas, con un tono que oscilaba entre la nostalgia y la obscenidad. Mientras escribo, a¨²n me parece o¨ªr sus voces -y ojal¨¢ no fuera as¨ª- en una de las coplas t¨ªpicas.
Petaqueta meva / Qu¨¨ buida que est¨¤s! / Qu¨¨ buida que est¨¤s!
/ Per¨° dem¨¤ es diumenge [Pero ma?ana es domingo] / Ja t'omplir¨¤s
/ Ja t'omplir¨¤s / Dos cigars tinc
/ Tres que em vull fumar [Tres que me quiero fumar] / Dos i tres fan cinc
[Dos y tres son cinco] / I cinc fan deu / I deu fan vint / Vint menys cinc fan quinze [Veinte menos cinco son quince] / Quinze menys cinc fan deu
[Quince menos cinco son diez] / Deu menys cinc fan cinc [Diez menos cinco son cinco] / I cinc fan deu / I deu fan vint .
El car¨¢cter del pueblo
Esta copla refleja perfectamente el car¨¢cter de Santa Eulalia y de Espa?a: la triste actitud hacia lo que ha contribuido al placer; la consciencia de la insuficiencia material temporal y la expresi¨®n inmediata de la esperanza; el disfrute de los patrones especulativos que se dilatan y se contraen tan f¨¢cilmente. Esos mismos sentimientos, aplicados a las finanzas, la defensa y el autogobierno nacionales, tienen resultados ca¨®ticos. Tienden a producir ciudadanos complacientes pero no entusiastas, soldados valientes nacidos para luchar con gallard¨ªa.
A Sindic, colocahuesos y carpintero, no se le encontraba normalmente en las terrazas de los caf¨¦s en las noches de luna. Trabajaba con una dedicaci¨®n que resonaba en su peque?o taller desde las seis de la ma?ana hasta el mediod¨ªa y desde las dos y media hasta las siete de la tarde, y dorm¨ªa profundamente por las noches. El trabajo, duro y sin descanso, formaba parte de su naturaleza y de la de algunos otros habitantes del pueblo cuyas fuerzas internas parec¨ªan impulsarles a trabajar sin remisi¨®n, como si temieran parar. Pedro, jovial pe¨®n de alba?il, pose¨ªa una energ¨ªa incontrolable. En Santa Eulalia, era costumbre que, si ca¨ªa una gota de agua, se suspendiera el trabajo hasta el d¨ªa siguiente. Pedro era el primero en empezar y el ¨²ltimo en dejarlo. Otros trabajadores incansables eran Ferrer, Pep Salvador (hermano de Cosmi y Antonio), Jos¨¦ de Can Josepi y Garrapi?ada, el publicista del pueblo, una especie de combinado de P. T. Barnum [famoso empresario circense] y Patrick Henry [primer gobernador de Virginia]. Pronto les contar¨¦ m¨¢s cosas de todos ellos, pero ahora solo pretendo dejar claro que, en Santa Eulalia -como en Estados Unidos- se trabajaba mucho, al tiempo que se produc¨ªa la m¨¢s art¨ªstica y satisfactoria cuasi ociosidad jam¨¢s lograda por personas afortunadas y amantes de los placeres. Una mezcla perfecta de encanto e inspiraci¨®n.
El hotel de Cosmi lo cerraba el propio Cosmi entre las dos y las tres de la madrugada y volv¨ªa a abrirlo Antonio, su hermano mayor, una hora m¨¢s tarde. Los hombres trabajadores eran amables con los despreocupados, y unos no envidiaban a los otros. Los m¨¢s indolentes -mi amigo Guillermo, el herrero, o Toniet Pardal, el pescador- expresaban su indolencia del mismo modo que Ferrer o Pedro su af¨¢n por el trabajo. La naturaleza proporcionaba trabajo a los que lo necesitaban y alimento a los que no. El hombre m¨¢s pobre del pueblo era Jaume, otro carpintero, y su pobreza se deb¨ªa a que su esposa hab¨ªa estado enferma durante toda su vida conyugal, ten¨ªan un hijo al a?o y nunca consegu¨ªa reunir dinero a tiempo para comprar un torno. Jaume no se mor¨ªa de hambre, pero no com¨ªa bien, y sus hijos iban sucios y harapientos, aunque eran unos ni?os muy buenos. No tengo suerte con los dados, y las ¨²nicas veces que quer¨ªa perder en Santa Eulalia era cuando jugaba Jaume. (Apost¨¢bamos rondas de bebidas para todos, por un coste total de unos cuatro c¨¦ntimos de d¨®lar estadounidense.) Pero a Jaume casi siempre se le iba la mano. No quiero decir con eso que jugara demasiado, ni que bebiera tanto como sus vecinos m¨¢s afortunados. Entraba en el local de Xumeu -el caf¨¦ m¨¢s pr¨®ximo- unas dos veces al d¨ªa cuando hac¨ªa buen tiempo. Aun as¨ª, Jaume me hizo una de las preguntas m¨¢s dif¨ªciles que me han hecho jam¨¢s. Cinco minutos antes de que una lancha ca?onera bombardeara el pueblo, me dijo, aturdido pero no hist¨¦rico: "?Qu¨¦ hago? Mi esposa apenas puede caminar y, de todas formas, ?ad¨®nde vamos a ir?".
Yo estaba muy cansado y su pregunta me record¨® un verso casi olvidado de T. S. Elliot: "?Qu¨¦ hacemos? ?Qu¨¦ demonios hacemos?". S¨¦ que terminaba con algo sobre una tranquila partida de ajedrez y, mientras me alejaba y Jaume se quedaba all¨ª, mi disparatado cerebro trataba en vano de completar los versos intermedios, sin parar, mientras yo avanzaba a trompicones por una carretera pedregosa y o¨ªa el silbido de los proyectiles a mi espalda.
A Jaume no lo alcanzaron, ni a su esposa, ni a ninguno de sus hijos harapientos. Tranquilos. A¨²n no llegan las partes tristes de este relato. El da?o m¨¢s grande producido por aquel bombardeo en concreto lo sufri¨® el tejado de la casa de un suizo rico jubilado cuya ¨²ltima vivienda (en Rusia) hab¨ªa sido destruida y se hab¨ªa trasladado a Santa Eulalia, como yo, en busca de tranquilidad.
Casi todas las mujeres ibicencas eran fuertes y saludables, de ojos vivos y sonrisa pronta, y, como siglos de costumbre hab¨ªan definido sus l¨ªneas de conducta, eran capaces de ser tremendamente amables sin resultar descaradas. Su traje t¨ªpico -que alg¨²n artista ha pintado horrible- era perfecto para aquellas mujeres buenas y saludables, y lo llevaban casi todas las que trabajaban al aire libre, porque las cubr¨ªa de pies a cabeza, en varias capas, y manten¨ªa su piel de un blanco puro a pesar del intenso sol ibicenco. Catalina, que trabajaba en casa de Cosmi, era una de las m¨¢s blancas y hermosas hijas de los fenicios -de ojos azules- que jam¨¢s hayan habitado la isla. La morena m¨¢s encantadora, creo, era la hija de Pere des Puig (pronunciado puch), agricultor lac¨®nico de una colina pe?ascosa terraplenada, que tocaba el acorde¨®n en los bailes para ganarse un duro extra cada semana. Mientras tocaba, su rostro revelaba una expresi¨®n invariable de profunda melancol¨ªa, pero no creo que fuera porque tuviera que trabajar tanto para mantener a su gran familia. Se sent¨ªa solo. Viv¨ªa en una zona de la ladera demasiado retirada para ver a otros hombres entre semana o hablar con ellos, y los domingos ten¨ªa que sentarse aislado, subido al escenario del teatro local, y tocar canciones que todo el mundo hab¨ªa o¨ªdo hasta que se cansaban de ellas. Su sonrisa flem¨¢tica revelaba un marcado sentido del humor, que rara vez ten¨ªa ocasi¨®n de demostrar. A Pere des Puig no lo impulsaba a trabajar ninguna necesidad interna. Habr¨ªa preferido estar ocioso, pero apreciaba a sus siete hijas, y consegu¨ªa vestirlas bien y algo singularmente cuando iban a la escuela. Era una familia hermosa, porque, aunque Pere no lo sab¨ªa, sus manos fuertes y diestras eran tan bonitas como el llamativo rostro de la mayor de sus hijas. (...)
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