Aceptaci¨®n
En su enardecido discurso de aceptaci¨®n del Premio Nobel, Harold Pinter expone sin rodeos unas opiniones radicales cuyo contenido no ofrece duda, para sorpresa de quienes no hemos seguido su trayectoria personal, pero s¨ª su teatro, hecho de silencios, sobreentendidos y ambig¨¹edades. En las obras de Harold Pinter siempre quedan puertas abiertas a interpretaciones contrapuestas, cabos deliberadamente sueltos, la posibilidad de que lo que acabamos de ver no haya sucedido como nos ha sido contado, sino de otro modo; incluso de que no haya sucedido nunca. Fragmentos de fragmentos apenas entrevistos, que no est¨¢n pidiendo aclaraci¨®n, sino conjetura. Ahora, en el crep¨²sculo de su carrera literaria, el discurso de aceptaci¨®n nos brinda una clave para reinterpretar una parte de su obra en t¨¦rminos pol¨ªticos. O tal vez no.
Noventa a?os atr¨¢s, otro dramaturgo, destinado tambi¨¦n a recibir en breve el Premio Nobel, hace lo contrario. El 18 de mayo de 1916 don Jacinto Benavente estrena en el teatro Lara de Madrid La ciudad alegre y confiada, continuaci¨®n de Los intereses creados, aunque algo inferior a ¨¦sta seg¨²n los cr¨ªticos de entonces, un matiz dif¨ªcil de apreciar para el lector de hoy. Sea como sea, el estreno viene precedido de gran expectaci¨®n, porque Europa est¨¢ en guerra y Espa?a, que se mantiene neutral, est¨¢ dividida en dos bloques irreconciliables: los german¨®filos y los aliad¨®filos. Benavente pertenece al primero; Unamuno, al segundo. Y ha corrido la voz de que en La ciudad alegre y confiada, obra de car¨¢cter claramente aleg¨®rico, el ilustre dramaturgo expondr¨¢ su opini¨®n sobre este grave asunto. El estreno, sin embargo, no resulta en el enfrentamiento previsible, sino, como es habitual, en un ¨¦xito clamoroso de p¨²blico, porque en la fr¨ªa iron¨ªa que vela los argumentos de la comedia, todos creen ver la confirmaci¨®n de su propia postura. Ni siquiera la notoria actitud del autor impide que cada espectador vea reflejadas en el escenario sus emociones y sus certezas.
Estos d¨ªas, en el tinglado de la antigua farsa reunido en Estocolmo, una audiencia cort¨¦s y encorsetada escucha con benepl¨¢cito la fil¨ªpica de Harold Pinter y aplaude entusiasmada lo que considera, a fin de cuentas, un brioso discurso de aceptaci¨®n.
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