Las madres solas de Isla Maciel
El peronismo fue se?a de identidad nacional durante medio siglo, pero est¨¢ tan dividido en corrientes y rivalidades que representa muchas cosas y, a la vez, nada
Nada es tan dif¨ªcil como abarcar un pa¨ªs con palabras. Hay demasiadas cifras, demasiadas historias, demasiadas preguntas condenadas a no tener respuesta. Regres¨¦ a la Argentina a comienzos de octubre de 2005, tras 10 meses de ausencia. Aunque siempre tengo la impresi¨®n de que nada es ya como era, esta vez no fue as¨ª. Las estad¨ªsticas indican que ha crecido la producci¨®n, que hay menos desempleo y menos pobreza y que las condiciones de vida han dado un salto hacia delante. Los datos han cambiado, pero la realidad segu¨ªa -me pareci¨®- estancada en su misma incertidumbre.
Pocas veces entrevist¨¦ a tanta gente en tan poco tiempo: cincuenta y tres personas en menos de dos semanas. Ninguna de ellas era -as¨ª lo busqu¨¦- funcionario p¨²blico ni aspirante a cargo alguno. En las v¨ªsperas electorales de octubre, tem¨ª que las pasiones pol¨ªticas trastornaran las miradas. Eleg¨ª a argentinos que se parecieran a muchos otros, tanto en las casonas de Barrio Parque -el m¨¢s aristocr¨¢tico de Buenos Aires- como en los callejones de Isla Maciel, en el barrio Belgrano de R¨ªo Gallegos o en la Banda del R¨ªo Sal¨ª de Tucum¨¢n.
"Hemos tenido los peores Gobiernos del mundo y cuando hemos votado siempre ha sido por el mal menor"
Cinco millones de argentinos no saben de qu¨¦ vivir¨¢n ma?ana
El dinero de las ayudas alivia a los pobres, pero tambi¨¦n esclaviza
Una mafia laber¨ªntica de favores ha empezado a tejerse
Ciertas desgracias no se han movido de lugar. En las capas m¨¢s sumergidas de la comunidad, dos generaciones parecen perdidas en la desesperanza, y no hay se?ales de que se pueda salvar a la tercera, que ahora tiene entre dos y diez a?os. El peronismo, que en las ¨²ltimas seis d¨¦cadas era una de las marcas de la identidad nacional, ahora representa tantas cosas que pocos saben si representa alguna. "Est¨¢ tan dividido, tan mezclado, que yo, peronista de toda la vida, ya ni siquiera s¨¦ qu¨¦ soy", me dijo un mediod¨ªa Loires de Corizzo frente al Wal-Mart de la avenida Constituyentes, en el extremo oeste de la capital argentina. Desde las ventanas del monobloque donde vive se divisaba, cuando lleg¨® con su marido, el traj¨ªn de la f¨¢brica Grafa, cuyos tres silbatos diarios ensordec¨ªan a la gente. Le debe la vivienda a Juan Per¨®n, y no lo olvida.
La ma?ana de sol en que empec¨¦ a investigar estas historias cruc¨¦ el cenagoso Riachuelo en uno de los botes que, por 15 c¨¦ntimos de euro -ya son 18-, van desde las ruinas del puente transbordador, en la Boca, hasta la calle principal de la Isla Maciel. Junto a m¨ª viajaban tres chicas adolescentes con sus hijos en brazos. Al regresar compart¨ª el bote con otras cinco, tambi¨¦n madres. Calcul¨¦ que no tendr¨ªan m¨¢s de 15 o 16 a?os y, cuando trat¨¦ de entablar conversaci¨®n, ninguna respondi¨®. En una de mis traves¨ªas por las provincias, a fines de esa semana, coincid¨ª en el avi¨®n con uno de los m¨¢s conocidos obispos argentinos, cuyo nombre no tengo permiso para revelar. Le cont¨¦ lo que hab¨ªa visto y le pregunt¨¦ si las censuras de la Iglesia Cat¨®lica sobre el sexo y el control de la natalidad no estaban quedando a contramano de los tiempos. "Hay temas en los que no se puede ceder", me dijo. "El aborto, por ejemplo: all¨ª hay una cuesti¨®n de doctrina. Pero, en lo dem¨¢s, no sabes cu¨¢ntas veces miramos para otro lado".
En las dos semanas agitadas de mi viaje conoc¨ª a empresarios con fe ciega en el futuro del pa¨ªs. La mayor¨ªa hab¨ªa prosperado sin favores oficiales, gracias a sucesivos vientos de la suerte. Encontr¨¦ a inmigrantes para quienes -aun ahora- no hay lugar en el mundo como la Argentina y, sin embargo, se niegan a nacionalizarse. "Para qu¨¦", me dijo un alba?il chileno en R¨ªo Gallegos, capital de la provincia de Santa Cruz, en la Patagonia austral. "Le doy mi vida a este pa¨ªs, pero le pertenezco a otro". Convers¨¦ en Villa Crespo -un barrio de clase media, en Buenos Aires- con estudiantes que no cambiar¨ªan la Argentina por nada, a pesar de que "hemos tenido los peores gobiernos de la tierra y, cuando hemos podido votar, siempre ha sido por el mal menor". ?D¨®nde, en qu¨¦ lugar del mundo -me dijeron- ten¨¦s para elegir entre cincuenta espect¨¢culos de teatro y cinco buenas pel¨ªculas? ?En qu¨¦ lugar podr¨ªas ir a los mejores conciertos de rock? Hay mucho, es verdad, pero no es para todos. Nunca terminar¨¢. Es infinita esta riqueza abandonada, escribi¨® el poeta Edgar Bayley. No hay qui¨¦n entienda por qu¨¦ en un pa¨ªs con tanta capacidad para crear e imaginar, las oportunidades se pierden una tras otra. ?C¨®mo volver a ser lo que se fue hace cien a?os?
La miseria es lo que m¨¢s pesa: en la Argentina que Juan Bautista Alberdi imagin¨® poblada por 100 millones de hombres felices hay ahora cinco millones y medio de desdichados que no saben de qu¨¦ vivir¨¢n ma?ana, ni c¨®mo. La desesperanza pesa: la diaria derrota de la condici¨®n humana, la humillaci¨®n de que, cuando se busca trabajo, s¨®lo se encuentran limosnas.
El olor de la desdicha
La casa de Andrea Roxana Romero en la Isla Maciel se parece a su vida: est¨¢ llena de goteras. La familia entera tiene que refugiarse en el rinc¨®n donde se amontonan las camas. Y aun as¨ª, a veces, la lluvia cae donde quiere. Andrea fue adoptada por un ex cargador del puerto que la golpeaba con crueldad, robaba el dinero de su madre y estaba siempre borracho. Ahora, ese padre se ha regenerado: vio la luz de Dios y se convirti¨® en pastor evang¨¦lico.
La Isla no es una isla sino una telara?a de casillas cercadas en dos de sus lados por las aguas f¨¦tidas del Riachuelo y en los otros dos por v¨ªas f¨¦rreas en desuso. Hace un siglo viv¨ªan all¨ª los compadritos de Borges y las prostitutas jubiladas. Una tradici¨®n quiz¨¢ falsa asegura que en los patios de ese arrabal naci¨® el tango. Antes, el olor a curtiembres y a desinfectante se posaba sobre el humor de las personas, entristeci¨¦ndolas. Ahora nada huele a nada: s¨®lo al invisible olor de la desdicha.
El chico que me gu¨ªa por las callejuelas de lo que se llama El Hoyo me cuenta que m¨¢s all¨¢, cerca de los viejos mataderos, hay otro sitio peor, El Fondo. Por las zanjas discurre un agua marr¨®n, escapada de las cloacas que nunca hubo. Su nombre es Petardo, me dice. "?Petardo y qu¨¦ m¨¢s?", pregunto. "?Para qu¨¦ m¨¢s?", responde. Parece que tuviera ocho a?os pero ya ha pasado los 13. La mirada es turbia, como la de alguien que est¨¢ en ninguna parte. "Hasta hace poco me drogaba", cuenta. "Crack, pasta base, cualquiera. Se me quemaba la cabeza y dej¨¦. A m¨ª la droga no me puede, man". Horas despu¨¦s, en la misma Isla, Teresa G¨®mez narrar¨¢ una historia inversa: la de un hijo de 20 a?os, que se cre¨ªa invencible y al que el paco, la resaca de la coca¨ªna, condujo al crimen y al desastre. "A m¨ª no me va a pasar eso", insiste Petardo. "Yo estoy de vuelta".
Cuando llamo a la puerta de Andrea, la encuentro consolando a una vecina a¨²n m¨¢s desesperada que ella, Lorena Ord¨®?ez. Parece inveros¨ªmil que en el infierno de la miseria haya siempre un c¨ªrculo m¨¢s abajo, pero as¨ª es: el desamparo no conoce fin. Andrea tiene 29 a?os y tres hijos. La mayor, de ojos verdes y c¨¢ndidos, est¨¢ entrando en la adolescencia. "Ya no quiero m¨¢s", dice. "Ahora me cuido. Fui al hospital Argerich y gracias a Dios me pusieron un DIU. Doli¨®, sangr¨¦, pero voy a dormir tranquila 10 a?os." Recibe 200 pesos del Plan Barrios que distribuye el gobierno de la provincia de Buenos Aires y, como no le bastan, los completa con unos talleres de ayuda a los j¨®venes.
Lorena, en cambio, siente que se le acaba el mundo. Le han subido el alquiler, de 150 pesos a 200 (cada peso equivale a 28 c¨¦ntimos de euro), y para ella es una tragedia. "?C¨®mo voy a pagarlos, si es m¨¢s de lo que gano?". Con cuatro hijos -dos enfermos de cuidado- apenas si le queda tiempo para hacer unas rosquillas que vende los fines de semana. Est¨¢ pensando en llevar maderas y chapas e improvisar un refugio en un terreno fiscal que est¨¢ all¨ª cerca, a tres cuadras, pero Andrea la disuade: son tierras en litigio, le dice, y cualquier ma?ana van a llegar los avenegras a desalojarte.
Les pregunto si, en vez de resignarse a la caridad de las ayudas oficiales -Lorena recibe 150 pesos del Plan Jefas y Jefes de Hogares Desocupados- no han pensado en buscar trabajo en un comercio o en una casa de familia. Esa misma ma?ana, les digo, en un caf¨¦ del centro, o¨ª a dos personas de clase media quejarse de que los planes eran la simiente de un pa¨ªs de vagos. "El que no trabaja es porque no quiere", dijo uno de ellos, y lo repito ante Andrea y Lorena, a sabiendas de que tendr¨ªan que dejar solos a sus hijos en un lugar hostil, donde las iniciaciones sexuales -todas demasiado tempranas- suceden invariablemente por violaciones, tanto en los varones como en las ni?as.
"?Uh, si ¨¦sos supieran lo que hemos buscado!", dice Lorena. "?Qui¨¦n no querr¨ªa un trabajo? Una vez me present¨¦ para cajera en el Coto, pero cuando puse que viv¨ªa en la Isla me miraron como si fuera de otro mundo". "A la Isla no hay que nombrarla nunca", advierte Andrea. "Cuando a una le preguntan d¨®nde vive, hay que decir Dock Sur". "Ya lo hice dos veces", replica Lorena, "pero no bien miran la calle descubren que soy de la Isla".
Adem¨¢s, en los escalones m¨¢s hondos de la pobreza, el dinero de los planes es tanto un alivio como una promesa de esclavitud. Quienes los distribuyen -punteros, caudillos sindicales, empleados del municipio- exigen a cambio entre seis y doce horas de servicio, a veces para la comunidad, a veces no. En la Isla, la gente hace de todo: barre calles, plazas, y tambi¨¦n limpia edificios de departamentos. A Lorena, por ejemplo, le tocan tres pisos de una torre, "aquella grande que se ve all¨¢, desde el sexto piso para abajo". Y aun as¨ª, desbordan gratitud. El puntero les da medicinas o az¨²car cuando acuden a ¨¦l en estado de necesidad extrema. Una mafia laber¨ªntica de favores ha empezado a tejerse, y destejerla parece ahora una empresa tan dif¨ªcil como recuperar la Argentina que fue: aquella con m¨¢s tel¨¦fonos que Francia y m¨¢s autom¨®viles que Jap¨®n.
He interrumpido a Andrea por m¨¢s de una hora. "Vamos ya", dice Petardo, tir¨¢ndome de la manga. La ma?ana es un esplendor y hasta la propia Lorena se deja estar al sol con felicidad. El sol es una bendici¨®n para quienes no conocen otra cosa. A pesar de todo, la Argentina es todav¨ªa un pa¨ªs maravilloso, digo al despedirme. "Si usted lo cree", contesta Andrea. Y en ese instante dejo de creerlo.
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