Desnacionalizar el Estado
Lo apuntamos ya: lo que realmente predicen nuestros m¨¢s cercanos recitadores del mantra del fin del Estado es en puridad el fin de una de sus variedades, la del Estado-naci¨®n. Lo que se estar¨ªa extinguiendo seg¨²n ellos ser¨ªa el modelo tradicional europeo de Estado, basado en la confusi¨®n entre el sentimiento nacional y la autoridad pol¨ªtica. En apariencia, ¨¦sta es su predicci¨®n.
Aparentemente, digo, porque conviene practicar un poco la filosof¨ªa de la sospecha con estos predicadores y destacar que anuncian la desaparici¨®n de algo que, sin embargo, reclaman acuciosamente. El Estado-naci¨®n ha periclitado, dicen, pero a rengl¨®n seguido exigen una estructura estatal para su propia naci¨®n (independiente, asociada o aut¨®noma, tanto da). Demuestran as¨ª que siguen creyendo a pies juntillas en la necesidad de una conexi¨®n fuerte entre el sentimiento de pertenencia y el poder pol¨ªtico. Por tanto, lo que estos nuevos profetas critican no es tanto la idea de Estado-naci¨®n en s¨ª cuanto los Estados-naci¨®n existentes, a los que califican con desprecio como Estados uninacionales, y en cuyo lugar exigen otros que sean plurinacionales comme il faut. A quien se condena al basurero de los artefactos obsoletos es al Estado uninacional, al que se considera represor de la pluralidad identitaria de las sociedades que cobija.
Esta cr¨ªtica es excesiva si se generaliza: aunque algunos no los conciban siquiera, existen Estados europeos que realmente responden a sociedades ¨¦tnicamente homog¨¦neas, como es el caso de Portugal o Islandia. Pero, sobre todo, esta pr¨¦dica de los nacionalistas es contradictoria con sus propios planteamientos de base, precisamente porque busca la soluci¨®n al mal que denuncia no en su supresi¨®n, sino a trav¨¦s de su incremento (una especie de curiosa homeopat¨ªa sociopol¨ªtica). No busca desnacionalizar al Estado, como dice, sino hacerlo a¨²n m¨¢s nacional. Y me explico.
Un Estado plurinacional no est¨¢ menos impregnado de nacionalismo que otro uninacional, sino mucho m¨¢s. En un Estado de aquella clase (y basta mirar en nuestro derredor hisp¨¢nico para comprobarlo) la nacionalidad lo ti?e todo y cualesquiera estructuras y relaciones tienden a ser sometidas a la l¨®gica de lo nacional, a quedar inmersas en la tensi¨®n inevitable entre una u otra adscripci¨®n. La nacionalidad se convierte en una obsesi¨®n, en el constante soliloquio de la pol¨ªtica. Y el ciudadano se transforma en un oscuro objeto de deseo, porque su alma es la principal competencia que se disputan los diversos nacionalismos. Lejos de la arm¨®nica imagen que propagan sus c¨¢ndidos (o no tan c¨¢ndidos) defensores, el Estado plurinacional organizado como tal puede no ser un marco de armon¨ªa y convivencia fruct¨ªfera de pueblos diversos, sino un infierno de definiciones identitarias en pugna constante. Y es que se olvida con demasiada frecuencia algo que es en s¨ª mismo bastante obvio: toda reivindicaci¨®n nacionalista no hace sino despertar al otro nacionalismo competidor. Quienes contemplan asombrados (o eso dicen) el resurgir actual de un nacionalismo espa?ol hosco e hirsuto han olvidado ese peculiar principio de segmentaci¨®n al que obedecen los nacionalismos.
El verdadero ideal de una ciudadan¨ªa liberal es ciertamente el de desnacionalizar el Estado (reconstruirlo etsi natio non daretur, como dec¨ªa Andoni Unzalu en un estupendo art¨ªculo). Pero desnacionalizarlo en serio, tanto en sus estructuras centrales como en las perif¨¦ricas. No se trata de construir Estados m¨¢s-nacionales, sino Estados no-nacionales. Unos Estados en los que no existir¨ªa conexi¨®n necesaria entre el sentimiento nacional personal y la relaci¨®n pol¨ªtica de sujeci¨®n. Unos Estados laicos que dejaran de considerar como su principal tarea moral la de perpetuar los rasgos de una supuesta y m¨ªtica diferencia nacional. Readaptando una frase de Benjamin Constant de comienzos del XIX, el ciudadano le dir¨ªa hoy al Estado: "La identidad es cosa m¨ªa, d¨¦jeme a m¨ª mismo cuidar de ella, usted oc¨²pese de lo p¨²blico".
?Es esto posible? En pura teor¨ªa s¨ª: el recurso a la fusi¨®n entre naci¨®n y poder pol¨ªtico sirvi¨® en Europa para dotar de legitimidad al Estado cuando ¨¦ste perdi¨® la que le suministraba hasta entonces el monarca investido por Dios (Robert Nisbet). Sirvi¨® tambi¨¦n para cohesionar a unas masas de poblaci¨®n rural premoderna en torno a una cultura com¨²n (Eugen Weber). Y sirvi¨® en ¨²ltimo t¨¦rmino para crear las bases sociales m¨ªnimas que necesitaba el despliegue del mercado capitalista (Ernest Gellner). Pero una vez cumplidos los objetivos, se puede prescindir de la escalera que nos permiti¨® alcanzarlos. Ser¨ªa posible desnacionalizar las relaciones pol¨ªticas intraestatales y enviar a la esfera privada los sentimientos de pertenencia. Este desideratum es el que de verdad traer¨ªa consigo el fin del Estado-naci¨®n, pero desgraciadamente parece todav¨ªa lejano en la pr¨¢ctica.
Europa es la posibilidad m¨¢s plausible que tenemos para articular el ejercicio de un poder sin identidad, unas relaciones verticales de sujeci¨®n no te?idas de pertenencia. Pero el preocupante marasmo europeo actual nos conduce m¨¢s bien hacia un borroso neomedievalismo, en el que distintos poderes solapados reclaman la lealtad del ciudadano, como suced¨ªa en el feudalismo medieval de los cuerpos sociales intermedios. Y aquellos poderes no tienen empacho en recurrir como ficci¨®n ¨²til a la explotaci¨®n del sentimiento nacional.
Precisamente por eso, el fin del Estado nacional sigue estando lejos.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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