Feliz a?o nuevo, se?or Antunes
Ahora, que es de noche, el ruido incesante de los coches en la autopista. ?Hacia d¨®nde van? Una infinidad de luces amarillas, faros distantes, casas reducidas a sombras, con las ventanas iluminadas pendientes del vac¨ªo, puntitos rojos parpadeando en lo alto de una loma, y es gracioso porque no hay loma, s¨®lo hay puntitos. All¨ª est¨¢n ellos, eternos, como esta noche eterna en que aumenta el ruido de los coches. En la Beira oigo a los animales de la tierra, min¨²sculos, pertinaces. Mi editor franc¨¦s, Christian Bourgois, est¨¢ enfermo de c¨¢ncer. Me pidi¨® que lo visitase y estuve una semana con ¨¦l, en Par¨ªs. Sufr¨ªa mucho, no pod¨ªa tragar, casi no pod¨ªa andar, hablaba con dificultad y ni una queja siquiera. Flaco, con la cabeza rapada. Ni una queja. Le dije a su mujer
Nunca levant¨¦is la lona de una camioneta para no dar de bruces con vuestro ata¨²d
-Tu marido tiene mucho valor
me respondi¨®
-No es valor, es elegancia
y comprend¨ª que el valor es la forma suprema de la elegancia. Debo de haber comprendido bien, creo, porque cuando un amigo, en Oporto, dijo que a m¨ª me gustaba la gente humilde, refiri¨¦ndose a los soldados que estuvieron conmigo en la guerra y vinieron para verme, le respond¨ª
-No son gente humilde, son pr¨ªncipes
y son aut¨¦nticos pr¨ªncipes porque eran valientes. Tambi¨¦n sin una queja. Cuando fuimos al Este, la ¨²ltima camioneta de la columna llevaba la caja cerrada. Fuimos a ver qu¨¦ hab¨ªa, levantando la lona: transportaba nuestros ata¨²des. As¨ª, a hurtadillas, sin elegancia alguna. Nuestros ata¨²des. Como estaban destinados a pr¨ªncipes eran ata¨²des baratos. Les pon¨ªan una corbata y una chaqueta a los muchachos y los met¨ªan bajo tierra para que hablasen de la Patria con las orugas. Christian beb¨ªa un sorbo de sopa de un cuenco, apartaba el cuenco
-No puedo
y se quedaba largo rato intentando recobrar el aliento. El ruido incesante de los coches en la autopista. Una infinidad de luces amarillas. Y yo acord¨¢ndome de aquel borracho que gritaba
-Ay, vida, no me mereces.
Si al menos hubiese un intermedio de silencio y, en el intermedio de silencio, en cualquier punto de la oscuridad, una risa. Una risa al menos, aunque fuese del tama?o del sorbo de sopa de Christian. Pero una risa. Esta historia de los ata¨²des se me grab¨® con tanta fuerza que a veces, frente a un sem¨¢foro en rojo, me parec¨ªa que el ¨²ltimo autom¨®vil de la fila, que intentaba descubrir en el espejo retrovisor, los llevaba. A¨²n hoy no estoy seguro de que no los lleve en realidad.
Qu¨¦ gracioso: da la impresi¨®n de que en lugar de escribir voy hablando a la deriva: aferro cualquier sombra a mi alcance, seg¨²n viene, y la pongo aqu¨ª. Ahora, por ejemplo, veo el pozo de la casa de mis padres, que mandaron tapar con miedo a que nos cay¨¦semos dentro. Al principio, recuerdo, ten¨ªa s¨®lo una reja: observaba y, en el fondo, ve¨ªa mi reflejo estremeci¨¦ndose y el cielo por detr¨¢s. Creo que fue la primera vez, al reparar en m¨ª fuera de un espejo, que me convenc¨ª de que exist¨ªa m¨¢s all¨¢ de la familia, individual, ¨²nico. Que ten¨ªa que construirme a m¨ª mismo, sin ayuda. Y comenc¨¦ a negarme, sistem¨¢ticamente, a que los dem¨¢s me moldeasen: esto entre tropiezos, debilidades, miedos, los perros de toda clase que se abalanzan de repente en el camino. Las ¨²ltimas palabras que Christian Bourgois me dijo, al marcharme, fueron
-No te preocupes por m¨ª
y se qued¨® mirando la sopa en el cuenco. Antes hab¨ªan sido
-No creo en el alma, no creo en otra vida, no creo en Dios.
A la salida de su casa el gran espacio de los Invalides, aquellos ¨¢rboles bien educados, aquella grandeza sin misterios. Y mis pasos, solo, por la Rue Vaneau, hasta la casa donde viv¨ªa Andr¨¦ Gide, con la placa en la fachada. La impresi¨®n de divisarlo a trav¨¦s de la ventana, con sus sombreros inveros¨ªmiles. La peque?a taberna donde almorzaba a veces, atento a las apuestas de las carreras de caballos, la se?ora gorda y coja que me serv¨ªa el plato. Mujeres que se asemejaban a p¨¢jaros, viejos frioleros. El hotel, antiguo, con las tablas gimiendo bajo mis pies. Tantas horas escribiendo en la habitaci¨®n de la quinta planta donde me quedo siempre, con el televisor, sin sonido, que me hace compa?¨ªa. El pintor Jos¨¦ David mostr¨¢ndome sus cuadros: la lengua le sal¨ªa por el medio del bigote y humedec¨ªa el papel del cigarrillo de un extremo al otro, como si tocase la gaita gallega.
-No te preocupes por m¨ª
y las gafas sobre el cuenco. Qu¨¦ desesperada, amigos, puede ser la elegancia. Nunca levant¨¦is la lona de una camioneta para no dar de bruces con vuestro ata¨²d.
Casas reducidas a sombras, ventanas iluminadas pendientes del vac¨ªo. Al abandonar el edificio de Bourgois, en la Rue de Tayllerand, mir¨¦ hacia arriba y todo estaba apagado: ?habr¨ªa dejado de existir cuando entr¨¦ en el ascensor? Promet¨ª volver en enero o, mejor dicho, me pidi¨® que volviese en enero: ?a¨²n seremos los mismos? ?La placa de Gide seguir¨¢ fija en su fachada? Con mi editora italiana, Inge Feltrinelli, bailamos en m¨¢s de una ocasi¨®n el Singing in the Rain en la calle: yo era un Gene Kelly mediocre, ella una Cyd Charisse estupenda. Adem¨¢s, ha hecho unas fotograf¨ªas formidables de escritores: hay una de Hemingway durmiendo el sue?o de los justos en el suelo de su sala. Otra de Gary Cooper, gordo como un coche, empu?ando un vaso. (?ste no escrib¨ªa, que yo sepa, pero para el caso da lo mismo). Y Moravia. Y Ginsberg con su amante. Bail¨¢bamos y cant¨¢bamos. E imit¨¦ a Groucho Marx. Y Louis Armstrong. Y Tony Benett. Hasta un taxi se par¨® a aplaudir. Bajando de Montmartre, de la casa de Dal¨ª, donde ahora vive Valerio Adami. Vuelvo en enero de 2005: feliz a?o nuevo, se?or Antunes. ?Hacia d¨®nde van los coches de la autopista, d¨ªgame? Lo s¨¦: van en columna hacia el este de Angola con un grupo de pr¨ªncipes dentro: Boaventura, Alves, Lic¨ªnio, Matosinhos: a¨²n seguimos nosotros por aqu¨ª, los ata¨²des no nos han pillado, no clavaron en ellos la medalla con el n¨²mero mecanografiado y el grupo sangu¨ªneo que llev¨¢bamos al cuello. Tantos cabellos canosos, qu¨¦ extra?o: nos disfrazaron de se?ores pero, en el fondo, ninguno de nosotros ha cambiado. No te preocupes por m¨ª, exigi¨® Christian, con un olfato tan certero para descubrir talentos. Tranquilo, que no me preocupo: cuando no haya m¨¢s coches en la autopista me levanto y me voy a la cama. Sin mirarme al espejo, claro, porque en el espejo est¨¢ Gene Kelly bailando. Y Groucho Marx revirando los ojos. Y los labios, magullados por la trompeta, de Louis Armstrong. Y Tony Benett arrancando con la orquesta: a todos vosotros, que me hicisteis feliz, que Dios Nuestro Se?or os d¨¦ salud y buena suerte. Y me quedo aqu¨ª levantando a escondidas, con miedo, sin elegancia alguna, la lona de la ¨²ltima camioneta.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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