Este oficio no es para cobardes
La gente tiene una idea muy equivocada de los poetas. Un poeta no es una damisela asustadiza que se pasa la vida oliendo flores y soltando remilgos de monja o flatulencias sentimentales. Un poeta es un peligro p¨²blico. Me refiero a los poetas de verdad, claro est¨¢, no a los meros versificadores o a los trileros que expenden logomaquias. ?Que c¨®mo se reconoce a un poeta de verdad? Nada m¨¢s f¨¢cil: un poeta de verdad es aquel que se juega el pellejo en cada uno de los poemas que escribe, lo cual significa que no hay nadie tan valiente (o tan temerario) como un poeta de verdad, quiz¨¢ porque tampoco hay nadie tan vulnerable. No digo que un poeta de verdad no pueda ser un caballero cort¨¦s, de ideas pol¨ªticas aburridamente razonables, un padre de familia amant¨ªsimo y un ciudadano probo. Por supuesto que puede serlo; de hecho, suele serlo. Pero detr¨¢s de esa apariencia civilizada se agazapa siempre el coraz¨®n en pie de guerra de un cazador de cabelleras o de un comanche sediento de sangre. La prueba es que no hay guerra m¨¢s cruel que la guerra entre poetas, una guerra en que nunca se hacen prisioneros, y cuya ¨²nica norma conocida es que no admite normas. El oficio de poeta consiste en cazar la verdad, as¨ª que para ser un poeta de verdad no hay m¨¢s remedio que lanzarse alegremente a esa misi¨®n suicida. Por eso el poeta siempre est¨¢ en guerra. El poeta de mentira est¨¢ siempre en paz consigo mismo y en guerra con los dem¨¢s. El poeta de verdad est¨¢ siempre en paz con los dem¨¢s y en guerra consigo mismo, o en guerra consigo mismo y tambi¨¦n con los dem¨¢s. No es infrecuente que le ocurra como al gran poeta medieval catal¨¢n Jordi de Sant Jordi, que escribi¨®: "Y no tengo paz y no s¨¦ con qui¨¦n hacer la guerra".
Hay gente que contempla con pesimismo el futuro de la poes¨ªa. Yo no. Quiero decir que no contemplo con m¨¢s pesimismo el futuro de la poes¨ªa que el de los espaguetis alla arrabiatta o el de la humanidad. Mi optimismo no se funda en ning¨²n hecho objetivo, ni siquiera en la evidencia de que se lee mucha m¨¢s poes¨ªa de lo que se cree, o de que, cada vez que asisto a una lectura de poemas, el local donde se celebra est¨¢ abarrotado; se basa en un hecho m¨¢s humilde pero para m¨ª mucho m¨¢s decisivo, y es que, si hago las cuentas sin salirme de Espa?a y de la gente que ronda los 40 a?os, me salen al menos cuatro o cinco poetas cuyos libros leo en cuanto se publican, y que no suelen defraudarme. Se dir¨¢ que no son muchos, pero hagan sus cuentas y d¨ªganme cu¨¢ntos cineastas, cu¨¢ntos novelistas o pintores o m¨²sicos o dramaturgos les salen a ustedes y ver¨¢n que mis poetas son suficientes, m¨¢s que suficientes, casi demasiados. Por lo dem¨¢s, tampoco s¨¦ si son buenos o malos, y la verdad es que me importa un r¨¢bano; lo que s¨¦ es que son necesarios, que es lo que tienen que ser los poetas.
Uno de ellos es Vicente Gallego. Hace a?os adquiri¨® una est¨²pida notoriedad cuando, despu¨¦s de ganar un concurso, la prensa se enter¨® de que trabajaba de encargado en un vertedero de basuras y se apresur¨® a entrevistarlo. Como no es un puro -los poetas de verdad nunca lo son-, Gallego concedi¨® las entrevistas, se dej¨® fotografiar en su lugar de trabajo y luego mand¨® a todo el mundo al diablo y se volvi¨® a su casa a seguir escribiendo. Una leyenda probablemente ap¨®crifa lo declara rey de la Ruta del Bacalao en los a?os noventa, gorila temido en una discoteca valenciana, bebedor pendenciero e intolerante amigo de sus amigos. No ha publicado mucho, apenas cuatro libros de poemas, pero ninguno de ellos es inofensivo; el ¨²ltimo, creo, es el mejor. Se titula Cantar de ciego y contiene un pu?ado de poemas feroces, exactos, emocionantes y hambrientos de significado, en los que una forma absolutamente cl¨¢sica sirve para expresar una sensibilidad absolutamente moderna: celebraciones exaltadas de la plenitud de lo real, del gozo y el p¨¢nico y la desolaci¨®n y la perplejidad de estar vivo, conmovedoras declaraciones de amor apasionadamente pornogr¨¢ficas (en una canta a una mujer mientras le afeita el pubis; en otra, a las mujeres irreales, radiantes o atroces que ofrecen su carne en Internet), desplantes que hubiese aprobado lord Byron o, en su defecto, Jos¨¦ de Espronceda : "Y si alguien, un d¨ªa / os dijera que he muerto, / decidle que a la muerte / le di tan s¨®lo aquello que era suyo, / pan y agua, / que el amor a¨²n lo traigo de mi parte, / que del morir mi amor salv¨® su vuelo". Copio para acabar un poema memorable: "Con los mejores quise, / busqu¨¦ un orden, / anduve hasta cansarme. / Virtud / no la aprend¨ª, / pero no hay mala idea de una noche / que no tuviera por m¨ªa. / Hallaron las pasiones / conmigo buen casero, que en mi hogar / todo vino se prueba / y m¨¢s de un trago / le di a la jarra aquella donde oculto / la rabia y los venenos. / De amar lo que no dura, yo me acuso, / y de nunca aprender. / Aqu¨ª, lo que se da / se quita, y aun parece / que se diera tan s¨®lo por quitar. / Mirad, esto es un hombre: / estos cuatro aguinaldos / tan a cara de perro defendidos, / dos medidas de susto / y dos de espanto". Despu¨¦s de leer en clase un poema que le gustaba mucho, mi maestro Alberto Blecua se callaba un instante, suspiraba y dec¨ªa antes de echarse a re¨ªr: "Si yo hubiera escrito eso, no estar¨ªa aqu¨ª". No soy Alberto Blecua, pero si yo hubiera escrito eso no estar¨ªa aqu¨ª.
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