La posibilidad de entenderse
El desacuerdo en pol¨ªtica goza de un prestigio exagerado. Radicalizar la cr¨ªtica y la oposici¨®n es el procedimiento m¨¢s socorrido para hacerse notar, una exigencia imperiosa en ese combate por la atenci¨®n que se libra en nuestras sociedades. Es cierto que sin antagonismo y disenso, las democracias ser¨ªan m¨¢s pobres, pero esto no es una prueba a favor de cualquier discrepancia, ni prestigia siempre al opositor. No tiene necesariamente raz¨®n la mayor¨ªa, pero tampoco quien se opone por principio. En muchas ocasiones llevar la contraria es un automatismo menos imaginativo que buscar el acuerdo. El antagonismo ritualizado, elemental y previsible, convierte a la pol¨ªtica en un combate en el que no se trata de discutir asuntos m¨¢s o menos objetivos, sino de escenificar unas diferencias necesarias para mantenerse o conquistar el poder.
El antagonismo de nuestros sistemas pol¨ªticos funciona as¨ª porque las controversias p¨²blicas tienen menos de di¨¢logo que de combate por hacerse con el favor del p¨²blico. Los que discuten no dialogan entre ellos, sino que pugnan por la aprobaci¨®n de un tercero. Ya Plat¨®n consideraba que esta estructura tri¨¢dica de la ret¨®rica imposibilitaba el verdadero di¨¢logo, sustituido por una competencia decidida finalmente por el aplauso. Para entender qu¨¦ es lo que est¨¢ realmente en juego, hay que tener en cuenta que los litigantes no est¨¢n hablando entre ellos, sino que, en el fondo, se dirigen a un p¨²blico por cuya aprobaci¨®n compiten. La comunicaci¨®n entre los actores es fingida, una mera ocasi¨®n para acreditarse frente al p¨²blico, el verdadero destinatario de su actuaci¨®n. Los discursos no se realizan para discutir con el adversario o tratar de convencerle, sino que adquieren un car¨¢cter plebiscitario, de legitimaci¨®n ante el p¨²blico. La comunicaci¨®n pol¨ªtica representa un tipo de confrontaci¨®n elemental donde el acontecimiento est¨¢ por encima del argumento, el espect¨¢culo sobre el debate, la dramaturgia sobre la comunicaci¨®n. La esfera p¨²blica queda as¨ª reducida a lo que Habermas ha llamado "espect¨¢culos de aclamaci¨®n". Las propias opiniones pol¨ªticas son presentadas de tal modo que no puede respond¨¦rselas con argumentos, sino con adhesiones o rechazos de otro g¨¦nero.
Esto explicar¨ªa la tendencia de los pol¨ªticos a sobreactuar, la enfatizaci¨®n de lo pol¨¦mico hasta extremos a veces grotescos o poco veros¨ªmiles. Y es que los actores sociales viven de la controversia y el desacuerdo. Con ello tratan de obtener no s¨®lo la atenci¨®n de la opini¨®n p¨²blica, sino tambi¨¦n el liderazgo en la propia hinchada, que premia la intransigencia, la victimizaci¨®n y la firmeza. Con frecuencia esto conduce a un estilo dramatizador y de denuncia, que mantiene unida a la facci¨®n en torno a un eje elemental, pero que dificulta mucho la consecuci¨®n de acuerdos m¨¢s all¨¢ de la propia hinchada. Las virtualidades de este procedimiento chocan tambi¨¦n con sus l¨ªmites. Quien se pertrecha con el ¨²nico argumento de su radical coherencia tiene poco recorrido en pol¨ªtica, pues ¨¦sta es una actividad que tiene que ver con la b¨²squeda de espacios de encuentro, el compromiso y la implicaci¨®n de otros.
La incapacidad de ponerse de acuerdo tiene no pocos efectos retardatarios, como los bloqueos y los vetos, pero sobre todo constituye una manera de hacer pol¨ªtica muy elemental, a la que podr¨ªa aplicarse aquella caracterizaci¨®n que hac¨ªa Foucault del poder como "pobre en recursos, parco en sus m¨¦todos, mon¨®tono en las t¨¢cticas que utiliza, incapaz de invenci¨®n". Frente al t¨®pico de la creatividad del disenso, hay determinadas ficciones de oposici¨®n que son tan mon¨®tonas como escasas de originalidad. Contra lo que suele decirse, definir las propias posiciones con el automatismo de la confrontaci¨®n y mantenerlas inc¨®lumes es un ejercicio que no exige mucha imaginaci¨®n. En el integrismo de la oposici¨®n y en la coherencia radical se concentran un mont¨®n de t¨®picos y estereotipos. El antagonismo tambi¨¦n tiene sus poses y su estandarizaci¨®n. Muchas experiencias hist¨®ricas ponen de manifiesto, por el contrario, que los partidos dan lo mejor de s¨ª cuando tienen que ponerse de acuerdo, apremiados por la necesidad de entenderse. Los mejores productos de la cultura pol¨ªtica han tenido su origen en el acuerdo y el compromiso, mientras que la imposici¨®n o el radicalismo marginal no generan nada interesante.
Una de las cosas m¨¢s improductivas de estos ritos del desacuerdo es que agudizan, en el seno de las organizaciones pol¨ªticas, el dualismo entre duros y blandos, intransigentes y posibilistas, los guardianes de las esencias y los claudicadores. Se trata de un reparto del territorio ideol¨®gico que dificulta enormemente los acuerdos pol¨ªticos o, cuando ¨¦stos se producen, generan mala conciencia, rupturas en el seno de los negociadores y decepci¨®n generalizada. El antagonismo del espacio social se reproduce en el interior de los grupos en una versi¨®n no menos simple y empobrecedora. Por eso es frecuente que haya quien prefiere el prestigio externo y quien vive de la aclamaci¨®n interior. Esa polarizaci¨®n tiene algo de tr¨¢gico, casi inevitable, como la vieja tensi¨®n entre las convicciones y las responsabilidades. En las decisiones que habitualmente tienen que tomar los partidos pol¨ªticos, ese drama se traduce en una ley que es pr¨¢cticamente inexorable: lo que favorece la coherencia interior suele impedir el crecimiento hacia fuera; en la radicalidad todos -es decir, m¨¢s bien pocos- se mantienen unidos, mientras que las pol¨ªticas flexibles permiten recabar mayores adhesiones, aunque la unidad est¨¢ menos garantizada. Lo primero sale bien siempre y se asegura el corto plazo, aunque termina siendo desastroso; lo segundo resulta m¨¢s arriesgado, sale bien a veces, pero entonces proporciona unos resultados extraordinarios.
?C¨®mo decidirse entonces por una u otra posibilidad? La elecci¨®n a la que un partido se enfrenta no suele ser tan tr¨¢gica y a menudo permite combinaciones y equilibrios diversos. En cualquier caso, lo que nunca deber¨ªa olvidarse es que un partido vale la suma de sus votos y de sus alianzas potenciales, que el poder es tanto lo uno como lo otro. Con amigos dentro y enemigos fuera no se hace casi nada en pol¨ªtica; nunca han dado lugar a algo duradero las integridades inmaculadas que nadie puede compartir, las patrias donde no pueden convivir los diferentes o los valores que s¨®lo sirven para agredir.
Daniel Innerarity es profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza
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