Un Mozart de nuestro tiempo
A Ram¨®n Pereira y Silvia Agoff, por todos los Mozart compartidos
La primera vez que o¨ª el nombre de Mozart fue en una tertulia juvenil en Buenos Aires. Ten¨ªa entonces quince a?os. (La peque?a pero significativa an¨¦cdota que voy a explicar grafica perfectamente el pa¨ªs que diez m¨¢s tarde dej¨¦ por voluntad propia). Del m¨²sico austriaco lo ignoraba todo. Con el tiempo, s¨ª. En 1965, estuvo de moda en Buenos Aires enriquecer el o¨ªdo con las c¨¦lebres Cuatro estaciones de Vivaldi. Incluso hab¨ªa un concurrid¨ªsimo bar al que acud¨ªamos todos, estudiantes y diletantes, a leer y hablar de literatura, bautizado con el grupo de cuerdas que hizo famoso los concerti grossi del veneciano, "I Musici". Con el tiempo comenz¨® a introducirse el nombre de Mozart en una parte de la juventud porte?a a trav¨¦s de su, difundida hasta el hartazgo, Sinfon¨ªa n¨²mero cuarenta. (No faltaron tampoco, ahora recuerdo, sesiones colectivas de escucha de Carmina Burana). Con el tiempo, dicho sea de paso, uno acaba comprendiendo que a Mozart s¨®lo se lo conoce escuchando fundamentalmente su m¨²sica de c¨¢mara y visualiz¨¢ndolo, a los ocho a?os, en las rodillas de Johann Christian Bach, tocando a cuatro manos una pieza en el clave. El ni?o Mozart, que citaba Antoine de Saint-Exup¨¦ry cargando la frase con ese eterno enigma que rodeara la breve existencia del m¨²sico y que tal vez nunca develaremos. La tertulia a la que alud¨ªa era en realidad un grupito de cuatro o cinco chicos de distinta condici¨®n social, donde no faltaba muchas veces un rusito (rusos se llaman en Buenos Aires a los integrantes de la comunidad jud¨ªa), reunidos para hablar de cualquier cosa que se tuviera por actualidad: alguna chica nueva en el barrio, la Siambretta que el hermano mayor de uno de nosotros se acababa de comprar, el futuro sentimental que nos aguardaba (o no nos aguardaba) en el pr¨®ximo baile. Todav¨ªa est¨¢bamos todos muy lejos de las sesudas sesiones de filosof¨ªa, tambi¨¦n en la misma tertulia. Faltaban pocos a?os para inclinarse por Camus o por Sartre. Por Astor Piazzola o por esa lentitud sensual de Osvaldo Pugliese. Tambi¨¦n faltaban algunos a?os, pero no tantos, para el desastre nacional que se avecinaba y que a r¨¢fagas impregnaba, como un inquietante presagio, de una demencial esperanza los ojos de una juventud tan hambrientamente intelectual como desnortadamente politizada.
Precisamente un rusito fue el que sentenci¨®: "Paul Anka es el Mozart de nuestro tiempo". No era casual que fuera jud¨ªo el contertulio que llegara a tama?a conclusi¨®n. En Argentina, para cualquier familia jud¨ªa de clase media, Mozart era moneda corriente de intercambio cultural. A veces pienso que a Mozart s¨®lo le faltaba ser jud¨ªo. Mas¨®n ya lo era. Y de familia jud¨ªa fue el que puso letra a sus tres grandes ¨®peras. Como de familia jud¨ªa es quien grab¨® magistralmente dos siglos despu¨¦s todos sus conciertos para piano y orquesta en la d¨¦cada de los sesenta. Pero volvamos a la an¨¦cdota. En los a?os que comento, aproximadamente 1960, hab¨ªa entre los adolescentes una noble disputa en torno a dos baladistas rom¨¢nticos de fuste: Paul Anka y Neil Sedaka. En esa discusi¨®n est¨¢bamos cuando o¨ª por primera vez su nombre: "Paul Anka es el Mozart de nuestro tiempo". Quien as¨ª se expresaba sab¨ªa qui¨¦n era Mozart. Entre otras cosas porque lo interpretaba en su casa. Diana, T¨² eres mi destino y Pon tu cabeza sobre mi hombro inclinaron el veredicto a favor del rom¨¢ntico Anka. Nunca supe el razonamiento del rusito para arribar a tal her¨¦tica conclusi¨®n. Tal vez le encegueci¨® la juventud del cantante canadiense, su precoz y prol¨ªfica carrera. O su exacerbado romanticismo. Caracter¨ªsticas que ¨¦l m¨¢s que nadie, puesto que interpretaba tambi¨¦n su m¨²sica, debi¨® calibrar, sin salvar ninguna distancia, como pertinentes para zanjar la discusi¨®n. A?os despu¨¦s me lo encontr¨¦ en Madrid. Le mencion¨¦ con una no disimulada nostalgia la an¨¦cdota y me contest¨® que no la recordaba. Yo le contest¨¦ que vali¨® la pena la hip¨¦rbole, gracias a ella yo o¨ª por primera vez el m¨¢gico nombre. Pero me dijo algo que me hizo pensar. "Dejemos volar la imaginaci¨®n, a Mozart no le hubiera disgustado la comparaci¨®n, era un tipo muy abierto y tolerante". Estoy seguro. Como dec¨ªa el sabio rusito, dejemos volar la imaginaci¨®n. Un plebeyo principesco y genial al que no le hubiera importado nada marcarse una balada de Paul Anka con su cu?ada amada o las pianistas m¨¢s relevantes de su tiempo para las que compuso inmortales conciertos para piano. ?Ah, el enamoradizo e insondable joven de Salzburgo!
J. Ernesto Ayala-Dip es cr¨ªtico literario.
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