El 'Principito' oscurece a los ases
El italiano Pozzato, fugado en el Poggio, aguanta hasta la ¨²ltima recta en 'v¨ªa Roma'
De repente, all¨ª, bajo los cables del trole, donde la v¨ªa Aurelia se convierte en v¨ªa Roma, bajo una bruma gris, un cielo de plomo con olor a salitre, la carrera ciclista se convirti¨® en una f¨¢bula moral. All¨ª, a menos de un kil¨®metro de la llegada, antes de la ¨²ltima curva, todas las teor¨ªas avanzadas, todos los nombres citados, deletreados, pronunciados la v¨ªspera, se convirtieron en un p¨¢lido reflejo de la nada. Se volatilizaron todos, los dos trenes, sus locomotoras y sus vagones, Boonen y Petacchi, campeones solos, campeones sin corona; desapareci¨® Freire, el hombre solo, y tambi¨¦n Astarloa, que en el Poggio hab¨ªa sido fiel a s¨ª mismo, como lo hab¨ªa sido S¨¢nchez, de ¨¢gil pedalada que no se resiste al mandato de su coraz¨®n cuando pisa por los lugares sagrados del ciclismo; desapareci¨® Valverde, que nunca crey¨® que pudiera estar, que dud¨® y no estuvo, y Bettini, y su casco de oro, y Ballan, el joven italiano, tremendo, que hizo de Bettini en el Poggio. Volaron Reyn¨¦s, Schleck, Trenti, Moorenhout, los que lo intentaron en la Cipressa. Los que eran esperados, los inesperados, los invitados sorpresa, todos se confundieron con el asfalto; todos, a 320 metros de la llegada, se convirtieron en espectadores de la exhibici¨®n de Pozzato, del Principito del ciclismo, de Pippo, el ni?o mimado de 24 a?os, que corr¨ªa tras su sue?o empujado por el viento y no par¨® hasta atraparlo.
Filippo Pozzato gan¨® porque no le quedaba m¨¢s remedio. Fue un h¨¦roe sin elecci¨®n. No debi¨® arriesgarse a perder para ganar. El car¨¢cter moral de su victoria no nace de una decisi¨®n voluntaria, sino de todo lo contrario: de la predestinaci¨®n, como siempre en su carrera. De juvenil, cuando era el mejor del mundo, cuando a¨²n se calzaba en invierno los patines con los que jugaba con entusiasmo y ardor en el equipo de su pueblo, Sandrigo, provincia de Vicenza, all¨ª donde Tulio Campagnolo invent¨® el cambio de velocidades, Pozzato ganaba con una sola pierna, sin pensar que hubiera otra posibilidad que la victoria. Se sigui¨® dejando llevar de profesional, categor¨ªa a la que lleg¨® a los 18 a?os, en 2000, sin pasar por amateur, porque un patr¨®n apasionado, Giorgio Squinzi, el de Mapei, crey¨® que el mejor servicio que pod¨ªa rendir al ciclismo era evitar a los j¨®venes con talento el paso por los equipos aficionados, escuela de vicio y depravaci¨®n. En su grupo entraron los mejores del mundo, el suizo Cancellara, el australiano Rogers, el italiano Pozzato. Se convirtieron en los ni?os mimados del ciclismo. Aunque no ganaran tan a menudo como pensaban que deb¨ªan, contaban con el respeto del p¨²blico y el pelot¨®n.
Pozzato ten¨ªa un sue?o, ganar la Mil¨¢n-San Remo, y un convencimiento interno: que nunca ser¨ªa capaz de ello. "Hace tres a?os", contaba, "estaba muy fuerte y me ca¨ª. Hace dos a?os, estaba muy fuerte, pero tuve que trabajar para Petacchi, el jefe de mi equipo; el a?o pasado estuve enfermo y ¨¦ste ni quise pensar en la carrera por pura superstici¨®n. No contestaba a los amigos que me preguntaban por la San Remo, ni siquiera tachaba los d¨ªas del calendario, ni hac¨ªa la cuenta atr¨¢s que otros a?os me obsesionaba, me consum¨ªa". Este a?o su plan era la obediencia, el trabajo para sus jefes, para el campe¨®n mundial, el favorito Boonen; para el campe¨®n ol¨ªmpico, el imprevisible Bettini. Para ellos se puso al frente del pelot¨®n y marc¨® el ritmo sostenido de ascenso a la Cipressa (9m 55s, 30s m¨¢s que el a?o pasado), ante la iglesia de la Visitaci¨®n; para ellos, en el Poggio, a la altura del monasterio de la Guardia, donde es imposible destacarse, se puso a rueda de Ballan, el ¨²nico que pod¨ªa romper, y como un stopper le sigui¨®. A ellos se juntaron Samuel y Astarloa; a ellos les persigui¨® Zabel, por cuenta de Petacchi; les persigui¨® Horrillo, por cuenta de Freire; a ellos sigui¨® pegado Pozzato, sin darles un relevo, cumpliendo ¨®rdenes. Y, cuando sinti¨® el aliento del pelot¨®n en su nuca, a 320 metros, no tuvo que elegir. Condenado por el destino, simplemente sigui¨® acelerando hasta el final.
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