Nuevos viejos pecados
Si algo puede darnos una idea acerca de la decadencia de la civilizaci¨®n cristiana es la penosa condici¨®n de caducidad en la que se hallan los que en otro tiempo fueron considerados nada menos que "los siete pecados capitales". Prueba de ello es que, en este libro, el diablo, convocado a defenderlos, acaba casi siempre convencido por el fil¨®sofo de que le conviene m¨¢s practicar las virtudes que se les oponen. Definitivamente, vivimos en un mundo en el que la probidad se ha vuelto sospechosa y en muchos casos vergonzosa (como si se hubiera invertido el adagio de Mandeville y ahora las virtudes fueran privadas y los vicios p¨²blicos); quiz¨¢ porque, como dec¨ªa Georges Bataille, lo sagrado puede dif¨ªcilmente sobrevivir en un orden del cual ha desaparecido el sentido de la transgresi¨®n. Antes de dar con uno solo a quien poder acusar de soberbio o de envidioso, encontraremos a mil y un hombres poderosos que aseguran ejercer sus privilegios como un sacrificio personal y una forma sofisticada de altruismo, o a una masa que se siente orgullosamente autosatisfecha y aparta de s¨ª toda tentaci¨®n de emulaci¨®n o admiraci¨®n.
LOS SIETE PECADOS CAPITALES
Fernando Savater
Debate. Barcelona, 2006
156 p¨¢ginas. 18 euros
Y, si se trata de la gula, ?no dir¨ªamos m¨¢s bien que el siglo XXI ha inventado el pecado contrario, ejemplificado a las mil maravillas por la anorexia, el del horror ante la comida como portadora de un riesgo espiritual exteriorizado por el estigma del sobrepeso? Por razones similares, nos resultar¨ªa dif¨ªcil execrar la avaricia en un sistema presidido por el principio del derroche consumista y el despilfarro institucionalizado. Y es esta misma institucionalizaci¨®n de la diversi¨®n la que convierte en una misi¨®n imposible detectar verdaderos casos de pereza o de lujuria, invadidos como estamos por ese puritanismo difuso que ha convertido la adicci¨®n a la laboralina en un vicio que incluso llega a transformar las maneras del sexo en competiciones deportivas, ejercicios gimn¨¢sticos u obligaciones sociales.
Y en cuanto a la ira, de la
que en otro tiempo particip¨® hasta el mism¨ªsimo Dios, ha quedado en nuestros d¨ªas completamente desplazada por la tendencia universal al victimismo y por la cultura de la queja ante las ofensas recibidas, que funciona como una inversi¨®n pol¨ªticamente rentabil¨ªsima de capital moral que nos permite aparecer ante los dem¨¢s completamente "cargados de raz¨®n".
As¨ª que conviene echar una ojeada a esta exhumaci¨®n que nos propone Fernando Savater, primero para recuperar la sensatez acerca del significado de aquellos pecados y sacarlos del cors¨¦ taxid¨¦rmico en el que a menudo los encerraba el catecismo o, al menos, cierta manera generalizada de leerlo que nosotros hemos prolongado en una lectura igualmente superficial de los secularizados c¨®digos de conducta contempor¨¢neos; para comprender, por ejemplo, que el problema no radica en comer mucho o en trabajar poco, sino en que otros tengan que ayunar o que trabajar por nosotros; que no es lo malo fornicar o acaparar, sino da?ar a los dem¨¢s o privarles de aquello a lo que tienen derecho; y que lo grave no es sentirse superior, inferior o col¨¦rico ante el pr¨®jimo, sino actuar de tal forma que justifiquemos el sufrimiento ajeno por el goce propio. Por este camino es posible que, en segundo y principal lugar, veamos actualizarse el vigor aparentemente trasnochado de estas deficiencias ¨¦ticas y seamos capaces de darnos cuenta de que no hay peor soberbia que la falsa humildad o de que el fanatismo diet¨¦tico es una fase superior de la gula. Notaremos, igualmente, que el despilfarro social es la m¨¢scara que en nuestros d¨ªas reviste a la avaricia y que la verdadera ira es la de quienes se pasan el d¨ªa inflando las afrentas sufridas, que los m¨¢s perezosos, lujuriosos y envidiosos de entre nosotros son aquellos que nunca dejan de trabajar y que han hecho del placer un c¨¢lculo de beneficios que les impide apreciar nada distinto de su propia cuenta de resultados. Y si de este modo no conseguimos rehabilitar la virtud, cuando menos habremos logrado exculparla de los recelos que a menudo la infaman y, sobre todo, entender que, aunque es muy f¨¢cil alabar la bondad y condenar el vicio, lo verdaderamente dif¨ªcil y relevante, hoy como siempre, es distinguir al uno de la otra en un terreno en el que frecuentemente van disfrazados con el traje de su oponente.
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