Una peque?a teor¨ªa del empate
En nuestra liturgia pol¨ªtica la tarde electoral es el momento de los resultados, cuando tiene lugar una clarificaci¨®n con la que terminan las suposiciones de los sondeos. Unos n¨²meros escuetos disipan la niebla formada por las hip¨®tesis. El escrutinio sit¨²a a unos entre los vencedores y a otros entre los vencidos poniendo punto final a un periodo m¨¢s o menos largo de incertidumbres, esperanzas y temores. Las elecciones sirven, entre otras cosas, para resolver las presunciones acerca de lo que la gente piensa y quiere realmente. Con el recuento de los votos se acaba el espect¨¢culo de las posibilidades y comienza el de las decisiones que han de tomarse a partir de unos resultados inapelables. Recibido el mensaje, los pol¨ªticos suelen recurrir entonces al lugar com¨²n de que al d¨ªa siguiente por la ma?ana van a ponerse a trabajar.
El retraso en esa clarificaci¨®n se ha asociado siempre a una inmadurez democr¨¢tica, algo que s¨®lo sucede en pa¨ªses con deficiencias organizativas o falta de cultura pol¨ªtica. Algo as¨ª no es propio de eso que llamamos "pa¨ªses de nuestro entorno". Una democracia avanzada debe disponer de un procedimiento para verificar las preferencias de los ciudadanos de manera n¨ªtida y con rapidez. Un sistema democr¨¢tico est¨¢ pensado para que pueda ganar cualquiera, pero no puede soportar que no gane nadie y la incertidumbre acerca del resultado electoral se prolongue en exceso.
Desde hace alg¨²n tiempo ese momento simb¨®lico de la decisi¨®n popular se caracteriza por una creciente perplejidad. Cada vez es m¨¢s frecuente escuchar la voz del soberano y no entenderla. Tras una campa?a electoral intensa no viene la calma y una nueva orientaci¨®n de la pol¨ªtica, sino la amenaza de una continuaci¨®n infinita de la campa?a. El resultado de muchas elecciones es que una agitada polarizaci¨®n no desemboca en un resultado claro, no se resuelve claramente a favor de uno de los competidores, dando lugar a un empate que no sabemos bien c¨®mo gestionar. La decisi¨®n ciudadana resulta dif¨ªcil de interpretar (o no se acepta el resultado cuando es muy cercano a unas tablas) y el electorado queda dividido casi al cincuenta por ciento.
Hay c¨¦lebres empates en nuestra historia reciente, como aquel ballottage entre De Gaulle y Mitterrand en 1965. Pero los hay m¨¢s cercanos y que por su continuidad parecen establecer una tendencia que deber¨ªa hacernos reflexionar: EE UU en 2004, Alemania en 2005, Italia en 2006. Con diversas variaciones, una similar dificultad de resolver las contiendas pol¨ªticas, de finalizarlas y aceptar el resultado electoral. Por supuesto que los sistemas pol¨ªticos tienen procedimientos para dirimir el empate y neutralizar su fuerza paralizante, como la asignaci¨®n proporcional de esca?os que favorece al ganador (aunque haya sido por la m¨ªnima) o las segundas vueltas. Pero en muchos casos queda en el aire una atm¨®sfera de litigio que no se acaba de despejar, lo que se traduce en dificultades de gobernabilidad, sensaci¨®n de provisionalidad, resistencia al cambio o, en los casos m¨¢s extremos, una sospecha permanente de falta de legitimidad.
?C¨®mo debemos interpretar pol¨ªticamente el empate cuando los electores parecen precisamente no haber querido resolver? Tal vez sea entonces el momento de aplicar aquel principio de Wittgenstein seg¨²n el cual una falta de decisi¨®n es una manera de decidir. ?Qu¨¦ se decide con algo que se parece m¨¢s a una no-decisi¨®n? Aqu¨ª no tenemos m¨¢s remedio que recurrir a una s¨ªntesis que agrupa en una persona ficticia lo que en principio no es m¨¢s que una gran cantidad de elecciones individuales, aut¨®nomas y dispersas. En los empates el electorado se expresa a favor de la reversibilidad, de no otorgar a nadie un poder absoluto o definitivo. La sociedad dice que s¨®lo quiere zanjar la alternativa provisionalmente. Ser¨ªa falso deducir de estas situaciones una indiferencia pol¨ªtica, como ser¨ªa el caso si el empate se produjera con un bajo ¨ªndice de participaci¨®n electoral. En ninguno de los tres ejemplos mencionados fue as¨ª.
Esa ficci¨®n inevitable que llamamos soberan¨ªa popular o voluntad general dice algo muy claro para quien quiera entenderlo, nos guste o no: la gente se interesa por la pol¨ªtica pero no quiere que la pol¨ªtica sea, hoy por hoy, una instancia en la que se tomen decisiones trascendentales, desde la que puedan realizar las grandes transformaciones de la sociedad. Cabe incluso otra interpretaci¨®n: con la decisi¨®n por el empate se registra que las dicotom¨ªas dominantes no representan de hecho ninguna fuerza de cambio significativo, limitadas como est¨¢n a no desentonar excesivamente del rival, al que tratan de ganar pareci¨¦ndosele. La hip¨®stasis de una decisi¨®n por el empate pone de manifiesto la incapacidad de la pol¨ªtica para generar el cambio social tal y como lo hemos concebido hasta ahora, una invitaci¨®n a pensarlo y provocarlo de otra manera. Puede que el empate sea expresi¨®n de una inseguridad social que no se resuelve con un cambio de personas, y el pueblo -por utilizar nuevamente una ficci¨®n que nos permite plantear conjeturas- contin¨²a esperando otra forma de gobernar.
Daniel Innerarity es profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza.
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