El piadoso y salvaje oeste
China ha descubierto la atracci¨®n del T¨ªbet para Occidente. El monte Kailash, un 'seismil' sagrado para 1.500 millones de hind¨²es y budistas, se promocionar¨¢ como destino tur¨ªstico con vistas a los Juegos Ol¨ªmpicos de 2008. ?Ser¨¢ el fin del ¨²ltimo basti¨®n de la cultura mon¨¢stica?
Al tercer d¨ªa llegaron los cajeros, tres peque?os mao¨ªstas con ropas gastadas y zapatillas de deporte de lona verde. En lugar de 100 d¨®lares por cabeza, por dejarnos pasar quer¨ªan 100 euros, porque hasta aqu¨ª, hasta Nepal, ha llegado la noticia de que en estos momentos el euro se cotiza m¨¢s. Este peque?o pa¨ªs est¨¢ inmerso en una guerra civil y nos toca movernos en medio del caos.
Mujeres con aros de oro en la nariz y ropas de vivos colores acarrean haces de le?a; van calzadas con chanclas de pl¨¢stico hechas trizas. Nosotros, los viajeros occidentales, debemos parecerles seres venidos de otro planeta con nuestras cantimploras de aluminio, nuestras chaquetas de flojel sint¨¦tico que a¨ªslan del viento, nuestros alt¨ªmetros digitales, nuestras botas Goretex y nuestros sacos de dormir ultraligeros en los que se est¨¢ calentito aunque fuera haga 25 grados bajo cero (y que cuestan 399 euros cada uno, mucho m¨¢s de lo que gana al a?o un campesino nepal¨ª).
China ya no domina con el terror; ahora la represi¨®n es m¨¢s sutil
"Se han dado cuent de que pueden ganar dinero con el turismo"
Menos mal que comimos aquella tarta en Katmand¨², en el peque?o caf¨¦ de la callejuela Dharma. En la pared hab¨ªa un cartel de cart¨®n donde se le¨ªa escrito a mano: "Life uncertain, eat cake now" ("La vida es incierta, come un pastel ahora"). Lo hemos convertido en el mantra de nuestro periplo aventurero: cualquiera que pretenda subir a pie hasta la apartada zona oeste de T¨ªbet debe tratar de disfrutar de cada porci¨®n de dicha que se le presente en el camino.
Nuestros 'sherpas' ascienden a las cumbres, calzados con viejas zapatillas deportivas baratas, con la misma naturalidad que si estuvieran paseando por la orilla de un r¨ªo. R¨ªen, parlotean, algunos incluso fuman. Atiesan sus cu¨¦vanos con barras de hierro y los llevan envueltos en mangueras de riego abiertas a lo largo para que no se les claven demasiado en la espalda. Los porteadores equilibran la carga de hasta 50 kilos de peso con ayuda de una banda que colocan sobre la frente, y que enseguida se empapa de sudor.
Al quinto d¨ªa de marcha llegamos a Nara La, el puerto de 4.620 metros de altitud que separa Nepal de T¨ªbet. Ante nosotros se extiende el objetivo so?ado: T¨ªbet. En los lofts de las metr¨®polis occidentales se suele ensalzar la patria del Dalai Lama como refugio de sabidur¨ªa m¨ªstica, y todas las ansias de un mundo mejor parecen verse colmadas en la inaccesible Shangri-La. En un lugar que est¨¢ tan cerca del cielo, el hombre debe de vivir como en el interior de un monasterio sereno y dichoso, lejos del odio y la prisa, de la avidez y la avaricia. Eso piensan muchos.
Pues aqu¨ª estamos, en Purang, la primera ciudad tibetana nada m¨¢s cruzar la frontera, rodeados de camiones para el desguace y miniprost¨ªbulos. Esta antigua ciudad comercial, fundada hace m¨¢s de 3.000 a?os a orillas del r¨ªo Pfauen, parece un mont¨®n de escombros amontonados en medio de un l¨ªmpido paisaje de ensue?o. Un conglomerado de hormig¨®n al m¨¢s puro estilo chino. En la calle principal se alinean peque?os burdeles y pringosas cantinas. Los altavoces de la guarnici¨®n atronan con marchas, lemas patri¨®ticos, toques de corneta y estridentes canciones sentimentales de ocho de la ma?ana a diez de la noche.
La mayor¨ªa de los tibetanos viven al otro lado del r¨ªo en casas de una sola planta construidas con barro y cantos rodados, y con cuernos de yak pintados de rojo custodiando las puertas. El "monasterio de la gruta de nueve pisos" de Tsegu est¨¢ horadado en las empinadas paredes de la garganta del r¨ªo. S¨®lo hay un monje: est¨¢ sentado en un trono rojo y dorado, y reza con voz ¨¢spera y gutural. Su ayudante vigila para que nadie haga fotos sin pagar. En teor¨ªa, cada toma cuesta 10 d¨®lares, pero se puede regatear hasta dejarlo en uno.
En el T¨ªbet de hoy d¨ªa, la religi¨®n ya no se reprime con la misma brutalidad que antes; ahora bien, son los chinos quienes deciden cu¨¢ntos monjes o monjas puede haber en un monasterio y a qui¨¦n deben venerar. Las instituciones monacales se vigilan a trav¨¦s de un hipertrofiado aparato de espionaje del que tambi¨¦n forman parte muchos religiosos. Al igual que la mayor¨ªa de los monasterios, Tsegu fue destrozado durante la Revoluci¨®n Cultural. De los m¨¢s de 6.000 edificios religiosos que albergaba T¨ªbet s¨®lo 13 lograron sobrevivir inc¨®lumes a los estragos de la Guardia Roja de Mao hace cuatro d¨¦cadas. La mayor¨ªa de los supervivientes est¨¢n aqu¨ª, en el remoto oeste. Hoy d¨ªa, Tsegu est¨¢ siendo reconstruido amorosamente por los chinos. "Pero no porque hayan empezado a ver nuestra religi¨®n con buenos ojos", nos comenta un tibetano, "sino porque se han dado cuenta de que pueden ganar mucho dinero con el turismo".
Los chinos ya no imponen su dominio como antes a trav¨¦s del terror puro y duro; ahora la represi¨®n es mucho m¨¢s sutil. Pek¨ªn quiere presentarse al mundo como anfitri¨®n de rostro humano con ocasi¨®n de los Juegos Ol¨ªmpicos de 2008. "?sa es nuestra oportunidad", nos dicen los tibetanos una y otra vez. "Occidente tiene que presionar a China; presi¨®n, presi¨®n, presi¨®n, ¨¦se es el ¨²nico lenguaje que entienden los chinos". El Dalai Lama lleva a?os quej¨¢ndose de que sus compatriotas "se han convertido en extranjeros en su propio pa¨ªs". Teme que muy pronto tanto ellos como los monasterios queden convertidos en una mera "atracci¨®n tur¨ªstica".
Donde m¨¢s patente se hace este drama es en el salvaje oeste de su patria. Anta?o esta zona estaba casi despoblada; todav¨ªa se tarda seis d¨ªas largos en recorrer en cami¨®n las deficientes e imprevisibles carreteras que llevan de Lhasa a Purang. Pero ahora, ciudades nuevas brotan de la nada, pobladas casi exclusivamente por chinos. Al lado de los ocupantes vestidos a la occidental, los tibetanos, envueltos en sus trajes t¨ªpicos de vivos colores, engalanados con amuletos de plata y collares de lapisl¨¢zuli y con sus chaquetas de piel bordada, parecen indios del oeste de Estados Unidos, ind¨ªgenas a los que s¨®lo les queda vivir de las ayudas sociales. El alcoholismo hace estragos entre los hombres tibetanos. Se les ve haraganeando desde por la ma?ana temprano, con una botella de cerveza Lhasa en la mano, rodeando las muchas mesas de billar instaladas por doquier en plena calle. Apenas si participan de la expansi¨®n econ¨®mica que ha llegado hasta el rinc¨®n m¨¢s apartado de T¨ªbet.
Nuestro gu¨ªa e int¨¦rprete, Gyurme, de 29 a?os de edad, no desentonar¨ªa en las calles de Nueva York. Lleva el pelo largo y gafas de espejo de Adidas, tiene una novia china que va encaramada en unos zapatos de plataforma y es propietario de dos m¨®viles. Gyurme no tiene nada en contra de que los chinos modernicen su pa¨ªs; le parece bien que construyan carreteras y redes de abastecimiento de agua, electricidad y tel¨¦fono, que abran supermercados y que emitan una docena larga de programas de televisi¨®n irrumpiendo en la soledad de este lugar apartado. Seg¨²n ¨¦l, a los tibetanos no les interesa la pol¨ªtica. M¨¢s tarde, por la noche, despu¨¦s de haber bebido y cuando ning¨²n chino nos escucha, se despacha a gusto acerca de los ocupantes: "Se creen superiores a nosotros. Pero no nos vencer¨¢n nunca porque no nos entienden".
Los j¨®venes tibetanos no muestran especial inter¨¦s por la religi¨®n. Mientras todos los tibetanos de edad veneran en casa una foto del Dalai Lama -eso s¨ª, en secreto, porque est¨¢ prohibido-, los j¨®venes se muestran m¨¢s interesados por las pel¨ªculas indias y estadounidenses. Hasta en la m¨¢s diminuta aldea se topa uno con reproductores de DVD accionados por energ¨ªa solar en los que se visionan copias piratas chinas de las ¨²ltimas pel¨ªculas de Hollywood.
El altiplano desierto, donde no crece ni un ¨¢rbol, es de una belleza impresionante. En el horizonte se levanta la infinita cadena de cumbres del Himalaya, entremedias serpentean los meandros del r¨ªo Sutlej. De vez en cuando se divisan ant¨ªlopes pastando o kyangs, esos extra?os burros salvajes. Y cada vez que nos invade la sensaci¨®n de que es imposible estar m¨¢s lejos de la civilizaci¨®n occidental, aparece por sorpresa en medio del paisaje la figura de un soldado hablando por un m¨®vil. Viajar a una altitud constante de 4.600 metros resulta agotador. El sol brilla con tanta fuerza que nos quema la nariz y los labios, a pesar de llevarlos embadurnados con crema protectora de factor 60; en cuanto nos quitamos las gafas a prueba de glaciares, nos lloran los ojos. Pero lo m¨¢s duro es el enrarecimiento del aire; por la noche cunde el p¨¢nico, parece que vamos a asfixiarnos. No se puede estar tumbado, es como si uno tuviera una tonelada de peso sobre el pecho. As¨ª que no queda m¨¢s remedio que dormitar sentado.
T¨ªbet es tan grande como toda Europa Occidental, pero suma menos habitantes que la ciudad de Berl¨ªn (3,5 millones). Las provincias occidentales est¨¢n a una altura tal que hasta ahora no ha sido posible acceder a ellas en avi¨®n, porque el aire est¨¢ tan enrarecido que "uno tendr¨ªa que pasar directamente de la aeronave a una unidad de cuidados intensivos", nos explica un joven m¨¦dico tibetano de la cl¨ªnica Kailash. Este centro m¨¦dico est¨¢ situado a 4.700 metros de altitud, a los pies del monte sagrado del mismo nombre, y sus actividades son escrutadas con recelo por las autoridades chinas. Con ayuda de donativos suizos se ha puesto en pie una instituci¨®n ¨²nica en su g¨¦nero: 50 alumnos procedentes de pueblos muy pobres son instruidos en la medicina tradicional tibetana para que puedan ejercer como m¨¦dicos. Viven all¨ª durante dos a?os en r¨¦gimen de internado; aprenden tibetano, chino e ingl¨¦s. Dhakpa Namgyal Ott, el director de la cl¨ªnica, se gana el sueldo como enfermero en una unidad de cuidados intensivos de Basel y en verano gestiona su cl¨ªnica.
A los chinos les gustar¨ªa desarrollar el negocio tur¨ªstico en la zona del Kailash. Considerado "eje del mundo" y morada de los dioses, el Kailash es la m¨¢s sagrada de todas las monta?as tanto para los hind¨²es como para los budistas, y lugar de peregrinaci¨®n para unos 1.500 millones de personas. Adem¨¢s es la fuente de vida que nutre al inmenso subcontinente: cuatro de los r¨ªos m¨¢s grandes de Asia -Indo, Brahmaputra, Sutlej y Karnali (Ganges)- nacen en torno al Kailash. Todo budista y todo hind¨² tiene el deber supremo de rodearlo al menos una vez en la vida.
Normalmente los peregrinos invierten tres d¨ªas justos en recorrer los 53 kil¨®metros del trayecto, que incluye un puerto de monta?a situado a 5.700 metros de altitud. Sin embargo, los peregrinos especialmente devotos no hacen el trayecto a pie, sino que lo van midiendo con el largo de su propio cuerpo: avanzan arroj¨¢ndose al suelo unas 30.000 veces. M¨¢s de dos semanas les lleva culminar este piadoso viaje al l¨ªmite de sus fuerzas. Pero a cambio se les perdonan todos los pecados que hayan cometido a lo largo de su vida. Y todo aquel que consiga rodear el monte de esta guisa 108 veces ser¨¢ bendecido con la iluminaci¨®n inmediata. Los peregrinos hind¨²es padecen tanto con el mal de altura que llega un momento en que ya no pueden caminar. Entonces piden que les aten a un yak y que les lleven a dar la vuelta al monte. Todos los a?os mueren docenas de personas v¨ªctimas del mal de las alturas.
El T¨ªbet medieval y el moderno conviven como el perro y el gato. A primera vista, el interior de las oscuras tiendas de los n¨®madas, que todav¨ªa est¨¢n hechas a base de lana de yak tejida, parece tener el mismo aspecto que hace 100 a?os.
Rinzin, que a sus 40 a?os de edad recorre el pa¨ªs con sus 35 yaks y 400 ovejas, nos invita a tomar un t¨¦ con manteca de yak. Dhol, su madre, de 61 a?os, enciende el hornillo de hierro con esti¨¦rcol de oveja seco; un olor acre invade la tienda. A continuaci¨®n mezcla un tercio de agua caliente, un tercio de t¨¦, un tercio de mantequilla rancia y un pu?ado de sal hasta obtener un caldo grasiento que conseguimos tragar a duras penas. Los tibetanos se pasan el d¨ªa bebiendo este pringoso brebaje, aunque ¨²ltimamente tambi¨¦n le han cogido el gusto al red-bull, como demuestra la presencia de numerosas latas pisoteadas delante de la tienda.
Los chinos est¨¢n convencidos de haber liberado de la servidumbre a los tibetanos en 1950. De hecho, T¨ªbet era un atrasado Estado mon¨¢stico habitado por campesinos sin ning¨²n tipo de derechos en el que hab¨ªa 100.000 monjes, pero ni un solo fontanero. Los tipos de imprenta estuvieron prohibidos hasta mediados del siglo XX, al igual que la rueda, lo cual no es de extra?ar a la vista del estado de las carreteras. Todo el saber era de naturaleza religiosa y se ense?aba en los monasterios. La casta superior de los monjes era corrupta y se dedicaba a enriquecerse. Hasta el Dalai Lama, al que los tibetanos todav¨ªa llaman "la piedra preciosa que otorga todos los deseos", admite que T¨ªbet precisa un cambio urgente.
Ahora bien, lo peor que pod¨ªa ocurrirle a esta evolucionada cultura feudal era sufrir la ocupaci¨®n de unos se?ores feudales m¨¢s brutales todav¨ªa. Los cr¨ªmenes de los chinos -en nombre del progreso y la ilustraci¨®n- han supuesto para los habitantes de T¨ªbet un shock cultural de tal calibre que a¨²n no han sido capaces de superarlo. La ¨¦lite intelectual ha huido alegando que su pa¨ªs est¨¢ amenazado por la "extranjerizaci¨®n cultural", en palabras del Dalai Lama. Sin embargo, resulta ir¨®nico constatar que lo que est¨¢ transformando T¨ªbet no es tanto el socialismo chino como el modo de vida occidental; ning¨²n pa¨ªs copia mejor a Estados Unidos que China. En cuanto dieron las ocho en punto en el peque?o monasterio junto al lago Manasarovar en el que descans¨¢bamos tras una larga caminata, nuestro monje anfitri¨®n sali¨® del trance de la oraci¨®n y se fue a la habitaci¨®n de al lado; por nada del mundo estaba dispuesto a perderse el concurso que emit¨ªa a esa hora la televisi¨®n china. En las largas pausas para la publicidad retomaba su fervoroso rezo.
Y en Baryam, un pueblo situado junto al curso superior del Brahmaputra, fuimos por la noche al karaoke-bar cercado de trozos de botellas de cerveza rotas. Seis muchachas chinas evolucionaban por la pista de baile a los sones de la m¨²sica disco; dos hind¨²es borrachos las miraban embobados en silencio. En China, la prostituci¨®n est¨¢ prohibida, pero en el remoto T¨ªbet las autoridades hacen la vista gorda. Por la noche permanecimos un buen rato despiertos sobre los mugrientos colchones de paja de la fonda. No hay agua corriente en Baryam y s¨®lo unas horas al d¨ªa de suministro el¨¦ctrico. No hay tiendas, ni monjes, ni coches, pero hay un karaoke-bar con tres pantallas de televisi¨®n y seis putas. Cre¨ªamos que T¨ªbet era otra cosa.
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