Realidad nacional
Mucha gente ignora que en las llamadas tumbas del soldado desconocido no hay restos humanos de tipo alguno. No es que haya all¨ª unos huesos an¨®nimos de un soldado cuya identidad se desconoce y puede por ello representar a todos y cada uno de los soldados que han sido enviados a morir por la patria; es que, en rigor, no hay huesos, la tumba est¨¢ vac¨ªa. De forma que los actos de homenaje que le son rendidos se tornan en una liturgia que consiste simplemente en proyectar sentimientos colectivos hacia una realidad inexistente.
Pues bien, a la naci¨®n le pasa lo mismo que al soldado desconocido: no tiene huesos, no tiene realidad. As¨ª que esa de "realidad nacional" es una expresi¨®n que trata de fundir dos conceptos incompatibles y que acaba as¨ª por significar algo as¨ª como realidad irreal, es decir, lo que se llama culteranamente un ox¨ªmoron. Lo mismo que lo ser¨ªa la afirmaci¨®n de que hay una nacionalidad real, de verdad, como algo diferenciable de la mera ciudadan¨ªa jur¨ªdica. Uno podr¨ªa afirmar, por ejemplo, que es un espa?ol real y no un espa?ol postizo de esos a los que el Gobierno concede la nacionalidad porque juegan bien al ping-pong o porque invierten en la Costa del Sol. Sin embargo, todas las indagaciones que se han emprendido para tratar de dotar de alg¨²n referente real al concepto de naci¨®n m¨¢s all¨¢ de las normas jur¨ªdicas han fracasado estrepitosamente, y se ha acabado ya por aceptar que la naci¨®n es algo inventado o imaginado que consiste simplemente en la emoci¨®n colectiva que experimentan aquellos que la inventan o la imaginan.
Creo haber le¨ªdo en Borges que ser argentino no era m¨¢s que un acto de fe. Pues bien, lo mismo puede decirse de eso de ser espa?ol, franc¨¦s, alem¨¢n, catal¨¢n o vasco. Lo que sucede es que tendemos a aferrarnos a nuestra fe, sea la que sea, y no paramos de insistir una y otra vez en que nuestras creencias tienen como objeto una aut¨¦ntica realidad que est¨¢ ah¨ª fuera, a la vista de todos, y esa realidad es la naci¨®n, realidad nacional. Para unos se manifiesta en la lengua y as¨ª afirman que son una naci¨®n porque hablan una lengua, aunque ya estemos hartos de saber que las lenguas acostumbran a ser multinacionales y las naciones acostumbran a ser pluriling¨¹es, con lo que el argumento que une ambas cosas resulta claramente inconcluyente. Para otros es la sangre, la raza, o, en t¨¦rminos m¨¢s de moda, la etnia. No es necesario decir que esto es simplemente tratar de explicar un concepto oscuro haciendo uso de conceptos todav¨ªa m¨¢s oscuros, algunos de los cuales pugnan, adem¨¢s, con todo nuestro saber cient¨ªfico. Muchos apelan a la historia, pero ya se ha dicho una y otra vez que esa historia o esa tradici¨®n es un puro apa?o, una invenci¨®n, un ejercicio sistem¨¢tico de olvido mucho m¨¢s que un tributo a la memoria.
Y no faltan tampoco los que apelan nada menos que a la religi¨®n, a la que tambi¨¦n pervierten y manosean para hacerla decir lo que nunca dijo. No es infrecuente que entre ellos se propague la singular patra?a de que su naci¨®n sea predilecta de profetas y dioses. Cuando yo era ni?o los curas nacionalistas espa?oles aseguraban que Cristo hab¨ªa manifestado que "reinar¨ªa" en Espa?a con m¨¢s predilecci¨®n que en ning¨²n otro lugar. As¨ª mismo. La estupidez nacional no conoce de l¨ªmites.
Y como quiera que todos los argumentos que se han esgrimido para configurar la naci¨®n mediante alg¨²n rasgo detectable se han visto refutados siempre por la realidad, la estratagema que se ha acabado por imponer es la que afirma que una colectividad es una naci¨®n cuando tiene "voluntad de ser". Esto es, sin duda, sorprendente, porque parece confundir el deseo con la realidad, o sustituir la realidad por el deseo. O quiz¨¢ se trata de una expresi¨®n metaf¨ªsica: se tratar¨ªa de la voluntad de tener un "ser" que la mera agregaci¨®n de conductas individuales y relaciones humanas se entiende que no acaba de parir del todo. Y as¨ª, en todos estos movimientos emocionales se acaba por proceder a una entificaci¨®n de comportamientos colectivos hasta tornarlos en un "ser" que vive y act¨²a: Francia, Espa?a, Catalu?a, Alemania, y, ahora, Andaluc¨ªa.
Tal ser tiene rasgos reconocibles, como una voluntad y una personalidad; incluso tiene delicados sentimientos morales: puede ser ofendido o humillado, y puede sobre todo tomar la conducci¨®n de la historia. Pero todo esto no es m¨¢s que un modo de hablar. A la hora de la verdad, quien se humilla y se ofendeson s¨®lo los sujetos individuales que tienen esas particulares creencias y susceptibilidades. Y quien pretende conducir la historia suelen ser unos pocos avisados de entre ellos.
M¨¢s all¨¢ de un conjunto de normas jur¨ªdicas, la naci¨®n es, pues, irreal. Por supuesto que no trato de negar lo evidente. Todos habitamos complejas pr¨¢cticas sociales compartidas que nos enriquecen y configuran, y a trav¨¦s de las que desarrollamos nuestra vida y nuestra personalidad: la lengua, la cultura, la familia, la ciencia, la religi¨®n. Son, adem¨¢s, extremadamente importantes y, al menos algunas de ellas, muy dignas de ser protegidas. Lo que me propongo negar con toda firmeza es que tales pr¨¢cticas alumbren una especie de sujeto colectivo real que est¨¦ por encima de los ciudadanos que participan en ellas, y sobre todo que ese sujeto colectivo as¨ª fabulado disfrute de legitimidad pol¨ªtica alguna para demandar nada o de ciertos supuestos derechos hist¨®ricos a alguna posici¨®n de poder. No hay nada de eso. Eso es un mero extrav¨ªo argumental que s¨®lo conduce a una percepci¨®n distorsionada de la vida pol¨ªtica y a la instalaci¨®n en las mentes de una fuente de perpetua insatisfacci¨®n. Cuando se lleva demasiado lejos tiende a generar una suerte de alucinaci¨®n colectiva de extraordinario peligro tanto para sus integrantes como para sus vecinos. Ya lo hemos visto demasiadas veces en la historia como para que sea necesario recordarlo de nuevo.
Ahora vuelve a aparecer entre nosotros precisamente a la hora de replantear el problema de la distribuci¨®n de competencias en el Estado constitucional. Reconozcamos que es un poco infantil. Como, desde la Revoluci¨®n Francesa, el concepto de naci¨®n lleva consigo la fascinaci¨®n de la soberan¨ªa, es decir, de la competencia jur¨ªdica m¨¢xima, es sencillo autoproclamarse naci¨®n para exhibir un t¨ªtulo a mayores competencias. Naci¨®n, nacionalidad hist¨®rica o realidad nacional. Lo que sea con tal de alardear de un supuesto derecho a m¨¢s. Lo que sucede es que esto es poner la carreta delante de los bueyes. No se prueba con ello que hayan de ejercerse mayores competencias aqu¨ª o all¨¢; simplemente, se presupone. Y con una argumentaci¨®n cuyas premisas fundamentales est¨¢n viciadas en origen. Se nos hurta as¨ª una vez m¨¢s una discusi¨®n madura sobre la racionalizaci¨®n del ejercicio del poder en un Estado complejo, y se hace adem¨¢s mediante una exaltaci¨®n mit¨®mana y vac¨ªa de la psicolog¨ªa de los ciudadanos, empuj¨¢ndolos unos contra otros en el despe?adero de las identidades colectivas, espa?olistas, catalanistas y, ahora, inopinadamente, andalucistas. Y no acabar¨¢ aqu¨ª. Seguro que, dado el ¨¦xito del invento, vendr¨¢n despu¨¦s algunas otras "realidades nacionales" m¨¢s.
Tenemos por ello el deber de rehusar entrar en ese juego trucado. Urge que tomemos en serio lo que nos dej¨® dicho un andaluz por los cuatro costados, Francisco Murillo Ferrol, en su melanc¨®lica reflexi¨®n sobre este renacer insensato del particularismo nacionalista: "S¨®lo nos cabe tratar de desmitificar en lo posible esa fuente inagotable de fanatismo".
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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