Dos m¨¢s dos cuatro es una pared
Son las once y siete de la noche, levanto la cabeza hacia la ventana de la cocina y veo, repetido en el cristal, a un hombre que escribe sentado a la mesa, con una de sus manos en el papel y la otra en la frente. En la encimera, naranjas, frascos transparentes que brillan, un frasco oscuro entre los frascos transparentes
(?qu¨¦ tendr¨¢ dentro?)
y a mi alrededor y a trav¨¦s de m¨ª luces de casas, ¨¢rboles negros, la lluvia que multiplica los movimientos y les cambia el color, ora azules, ora amarillos, ora casi rojos. Ahora es la mano que sujeta la pluma la que recorre la frente con los dedos, despacito. Vuelvo a escribir y el hombre escribe tambi¨¦n. Yo escribo esto. ?l, aunque me imite en todo, jurar¨ªa que escribe cualquier otra cosa. ?Qu¨¦? Poni¨¦ndome en su lugar, supongo que imagina que soy yo quien escribe cualquier otra cosa. Probablemente, ninguno de nosotros escribe esto. Probablemente ambos escribimos cualquier otra cosa. ?Cu¨¢ntos ser¨¦?
No s¨¦ si os parecer¨¢ extra?o lo que voy a decir, pero hay momentos en que siento junto a m¨ª a las personas que han muerto
Autom¨®viles en el viaducto, con faros que se duplican en el asfalto mojado. Los faros de los autom¨®viles, redondos; los faros en el asfalto h¨²medo, alargados. Me rasco la cabeza, el hombre se rasca la cabeza. Intento no mirarlo.
No s¨¦ si os parecer¨¢ extra?o lo que voy a decir, pero hay momentos en que siento junto a m¨ª a las personas que han muerto. Un peso de presencias como cuando sabemos, por un p¨¢lpito, en la espalda, que nos observan al pasar. Nos volvemos y es verdad: ah¨ª hay una cara fija en nosotros que se desv¨ªa enseguida. La cara de un extra?o o de una extra?a que no volveremos a encontrar. Hay momentos en que da la impresi¨®n de que las cosas repiten mi nombre. ?Qu¨¦ har¨¢n las personas que han muerto cuando no est¨¢n conmigo? ?C¨®mo logran adivinar que estoy aqu¨ª?
Cuando una persona escribe, todo se vuelve tan extra?o: caminamos solos en un desierto de voces, de recuerdos que no nos pertenecen, de deseos ajenos. Dos m¨¢s dos no da cuatro, da veintid¨®s. Dostoievski afirmaba que dos m¨¢s dos cuatro es una pared. Cuando una persona escribe, se instala en ella otra l¨®gica que nos asusta. Al dejar el trabajo para el d¨ªa siguiente, se tarda en volver al mundo de los otros, donde hay grifos, impuestos y peri¨®dicos. En el tejado frontero al m¨ªo, un gato bajo la lluvia. Acaba encontrando refugio junto al canal¨®n.
Dentro de poco acabo esto, junto los folios y me levanto. Los golpeo sobre la mesa para emparejarlos. El Ant¨®nio Lobo Antunes del reflejo golpea los suyos en el cristal para emparejarlos. Cuando se publique la cr¨®nica, ?cu¨¢l de las nuestras saldr¨¢?
Doce de la noche y diecinueve en el reloj redondo. Hoy, el viento ha sacudido los ¨¢rboles toda la tarde. Un mendigo viejo y una gitana con su hijo en brazos ped¨ªan limosna junto a un sem¨¢foro. El marido de la gitana ech¨® al viejo. El viejo se acuclill¨® bajo la arcada de un edificio rezongando. Usaba una chaqueta sorprendente, a mitad de camino entre el oficial de Marina y el portero. Y pantalones galoneados. En una de las rodillas un remiendo con una tela diferente. Botas destrozadas. Un anillo en el pulgar. El marido de la gitana, en cambio, ten¨ªa una dignidad de embajador asirio. Los conductores de los autom¨®viles ante quienes se inclinaban podr¨ªan ser sus criados. La gitana con el hijo en brazos desentonaba al lado de esta pareja de arist¨®cratas: delgaducha, fea, con un defecto en el labio. El agua se le escurr¨ªa del pelo, de la nariz, de la frente. Si siguiese lloviendo, las facciones se le escurrir¨ªan tambi¨¦n y quedar¨ªa vac¨ªa. El viejo navegante fumaba como quien bebe zumos con pajita, hac¨ªa caer la ceniza con la u?a veterana. Comienzo a luchar contra el sue?o para acabar este texto. Es el reflejo el que abre la boca, no yo. Adem¨¢s, se parece cada vez menos a m¨ª, me hace acordar al individuo con el que me encuentro por la ma?ana lav¨¢ndose los dientes, todo p¨¢rpados y sin afeitar, observ¨¢ndose a duras penas o instal¨¢ndose en el bid¨¦, sin quitarse el pijama, con la intenci¨®n de seguir durmiendo. Abro la ducha para despabilarlo: all¨ª est¨¢ ¨¦l, de pie detr¨¢s de la cortina, mirando el jab¨®n y pregunt¨¢ndose
-?Para qu¨¦ sirve esto?
El jab¨®n resbala en la ba?era. Intenta cogerlo con el pie, atraerlo hasta el borde sin dejarlo caer, en una operaci¨®n laboriosa. El jab¨®n se asemeja a un caramelo gigante. Pens¨¢ndolo bien, tal vez ser¨ªa mejor publicar la cr¨®nica del hombre reflejado en la ventana de la cocina. Ninguno de los dos repara en el otro, ¨¦l all¨¢ y yo aqu¨ª, imit¨¢ndonos. Cu¨¢l de los dos entreg¨® la moneda a la gitana que ni siquiera dio las gracias, la escondi¨® luego en una especie de chal y sali¨® de carrerilla bajo la lluvia hasta la marquesina de la parada del autob¨²s donde un se?or con gabardina fingi¨® no verla, preocupado por una mancha en la manga, frotando, frot¨¢ndola. En la encimera de la cocina, naranjas, frascos transparentes que brillan. No s¨¦ por qu¨¦ motivo hay una rosa en un vaso. Medio seca, pobre, las hojas del tallo p¨¢lidas, los p¨¦talos que poco a poco se ennegrecen. La cabeza de la rosa va inclin¨¢ndose, inclin¨¢ndose, acerc¨¢ndose a la m¨ªa. Ya no huele. Ning¨²n autom¨®vil en la calle. El gato ha desaparecido. Me llevo los folios y, al llegar a la puerta, me doy cuenta de que el hombre del reflejo sigue escribiendo. Publiquen su cr¨®nica y tiren ¨¦sta. De todos modos, no llegar¨¦ a terminarla.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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