Escribir en un mundo sin paz
Discurso de G¨¹nter Grass en la inauguraci¨®n del 72? Congreso del PEN Internacional
Quien escribe sabe que la duda ha de tender cables en el camino de la fe, para que tropiece y no nos anime esperanza alguna, porque s¨®lo podr¨ªa ser la esperanza de despe?arnos. Por eso hay que advertirlo de antemano: el lema de este congreso del PEN que se celebra en Berl¨ªn -Escribir en un mundo sin paz- podr¨ªa hacer suponer o incluso pretender confirmar la piadosa patra?a de que alguna vez hubo un mundo en paz. ?No! Siempre ha habido, m¨¢s cerca o m¨¢s lejos, alguna guerra. A menudo se ha camuflado como "pacificaci¨®n" o "normalizaci¨®n", pero mort¨ªfera ha sido siempre. Tampoco han faltado cantares de gesta ni sobrias descripciones de guerras g¨¢licas o de otra ¨ªndole. En nuestros tiempos nos entreten¨ªamos, en la pantalla o en la tele, con pel¨ªculas de emoci¨®n intensificada por efectos especiales, inspiradas en las inevitables historias b¨¦licas: h¨¦roes a montones otra vez.
G¨¹nter Grass El escritor alem¨¢n y premio Nobel de Literatura inaugur¨® el pasado martes en Berl¨ªn el 72? Congreso del PEN Internacional con un discurso que se reproduce en este texto casi en su integridad. Unos 450 escritores se han reunido estos d¨ªas y hasta hoy en la capital de Alemania para analizar la situaci¨®n de la libertad de expresi¨®n en el mundo. El autor de 'El tambor de hojalata' y 'El rodaballo' acaba de publicar en Espa?a 'L¨ªrico bot¨ªn: poemas y dibujos de cincuenta a?os'.
De manera ejemplar, el Gobierno franc¨¦s y el alem¨¢n dijeron que no, y luego se les uni¨® el espa?ol, rompiendo su complicidad en Irak con EE UU, esa gran potencia que actuaba de una forma criminal
Actualmente, lo que no ha resultado un beneficio, estamos entregados a la soberbia de una sola gran potencia, cuya b¨²squeda de un nuevo enemigo se ha visto coronada por el ¨¦xito
Orwell y Regler revelaron en sus libros la traici¨®n de los comunistas a la Rep¨²blica Espa?ola y el terror de la polic¨ªa secreta sovi¨¦tica (la GPU) en la ¨¦poca de Stalin
Europa, que a lo largo de los siglos ha demostrado ser impulsora permanente de la guerra, se ha permitido a veces treguas, aunque s¨®lo en el continente. Sin embargo, para no perder la pr¨¢ctica o para salvaguardar los intereses de sus distintos Estados, por lo general enemistados entre s¨ª, ha librado en todo el mundo guerras de conquista y colonizaci¨®n. M¨¢s a¨²n: durante esas treguas, un sinn¨²mero de inventos pioneros, hasta cuando sus autores s¨®lo ofrec¨ªan pac¨ªficamente la t¨¦cnica necesaria para el antiqu¨ªsimo sue?o del hombre de volar como ?caro, han servido prioritariamente para la guerra, la guerra moderna. Lo mismo que, desde la antig¨¹edad, se llam¨® concisamente al conflicto b¨¦lico "padre de todas las cosas".
Siempre ha habido guerra. Y los propios tratados de paz encerraban, consciente o inconscientemente, los g¨¦rmenes de guerras futuras, tanto si se negociaban en Versalles como en el westf¨¢lico M¨¹nster. Adem¨¢s, los preparativos para la guerra no dependen ni depend¨ªan s¨®lo de sistemas de armas que r¨¢pidamente envejecen; la antigua forma de hacer a los pueblos obedientes y sumisos gracias a escaseces manipulables ha resultado eficaz desde los tiempos b¨ªblicos hasta la globalizada actualidad. En su primer discurso en las Naciones Unidas, Willy Brandt lo llam¨® por su nombre: "?Tambi¨¦n el hambre es una guerra!", dijo hace m¨¢s de tres decenios, en la ¨¦poca de la guerra fr¨ªa. Las pautas de mortalidad y las estad¨ªsticas del hambre siguen confirmando su diagn¨®stico. Quien domina el mercado de los productos de alimentaci¨®n y, por consiguiente, regula mediante los precios la abundancia o la escasez no tiene necesidad de guerras convencionales.
Gritos sofocados
?Qu¨¦ pasa con la escritura en un mundo en donde la ausencia de paz es constante? Los literatos, es decir, todos los que escanden versos, desplazan acentos, crean palabras o repiten gritos sofocados, los poetas que riman compulsivamente y los que no riman, todos, hombres y mujeres del simple acontecer verbal, participaron y participan en la guerra, desde Troya hasta Bagdad: lament¨¢ndose m¨¦tricamente, informando con objetividad, conjurando la paz unas veces, ansiosos de heroicidades otras. La manida frase "cuando las armas hablan, callan las musas" puede rebatirse f¨¢cilmente.
Para no salir de este pa¨ªs: los alemanes que, a falta de conquistas en ultramar, durante m¨¢s de treinta a?os se permitieron hacer de una disputa religiosa una guerra civil, invitando a la carnicer¨ªa a sus vecinos europeos, apenas se apercibieron durante aquella ¨¦poca asesina del renacer de una joven literatura que todav¨ªa buscaba a tientas, pero nos han quedado los poemas escritos en 1636 por el entonces veintea?ero Andreas Gryphius (...)
Los escritores somos expoliadores de cad¨¢veres. Vivimos de hallazgos, y por eso tambi¨¦n de los oxidados despojos de la guerra. Recorremos los campos de batalla y las escombreras hace tiempo edificados y encontramos el bot¨®n de uniforme abandonado, la mu?eca de celuloide milagrosamente intacta. Restos como ¨¦sos nos hablan de soldados despedazados, de ni?os sepultados.
Por mucho que nos guste situar el argumento en pac¨ªficas campi?as, azulados paisajes ondulados o estados de ¨¢nimo sumamente ¨ªntimos, la guerra no cesa en nosotros. Hasta los autores nacidos despu¨¦s de mi generaci¨®n, a los que, en los tiempos del rearme y los ensayos de primeros ataques nucleares, se les prometi¨® la paz mediante la disuasi¨®n mutua, miran, en cuanto hojean los salvados ¨¢lbumes de familia, muy serios y reci¨¦n casados, la foto del bisabuelo o del abuelo: uno se desangr¨® en la batalla de desgaste por Verd¨²n, el otro revent¨® durante el combate de los carros de Kursk, y quieren ya ser recordados, es decir revividos, aunque s¨®lo sea sobre el papel.
Tambi¨¦n los autores a los que las acreditadas penas de amor ayudan a escribir, y para los que sigue siendo digno de ser contado el eterno tri¨¢ngulo amoroso con sus variaciones -porque la pasi¨®n, la servidumbre sexual, los susurros de almohada y los celos, con asesinato o sin ¨¦l, siguen siendo rentables-, se encuentran de pronto, durante la b¨²squeda del amante desaparecido, ante agujeros dejados por esta o aquella guerra y tienen que ponerse a balbucear, porque el padre de la amante no quiere dejar de ganar en la mesa las batallas hace tiempo perdidas. El amor transcurre entonces de una forma secundaria, y parece gracioso en comparaci¨®n con tantas bajas en hilera.
?Se puede narrar la guerra? ?No acecha la an¨¦cdota, ofreci¨¦ndose enseguida en cuanto se ha superado el peligro? ?C¨®mo se lee una trama b¨¦lica, cuando se incluye en el hilo narrativo de un superviviente que, necesariamente centrado en s¨ª mismo, tiene que hablar continuamente en primera persona, esforz¨¢ndose por recuperar sus defectuosos recuerdos? ?Puede reflejarse con los medios de la literatura, aunque s¨®lo sea aproximadamente, el caos organizado de una guerra? ?O est¨¢ el narrador en condiciones, en el mejor de los casos, de llenar las lagunas que le dej¨® el historiador abonado a la prueba documental? ?Qu¨¦ ocurri¨® entre las batallas fechadas? ?C¨®mo transcurr¨ªa la vida cotidiana tras el frente? ?A qui¨¦n hay que temer m¨¢s: al enemigo o a la polic¨ªa militar? ?Qu¨¦ es lo que no se encuentra en las estad¨ªsticas?
La Guerra Civil espa?ola
Cuando hace veinte a?os se celebr¨® en Hamburgo el 49? Congreso del PEN Internacional, la reuni¨®n tuvo por tema La historia contempor¨¢nea en el espejo de la literatura internacional. Tambi¨¦n entonces me correspondi¨® el honor de pronunciar el discurso inaugural, que llevaba por t¨ªtulo El escritor como contempor¨¢neo. Y en mi discurso puse como ejemplo la participaci¨®n de escritores contempor¨¢neos en la Guerra Civil espa?ola. Porque, como ning¨²n otro acontecimiento, aquel ensayo para la segunda guerra mundial que pronto comenzar¨ªa se reflej¨® en testimonios literarios, en parte durante la contienda y en parte despu¨¦s de ella.
Por mencionar s¨®lo algunos nombres: Neruda y Hemingway, Orwell y Malraux, Bernanos y Koestler, Kisch y Regler estuvieron all¨ª como testigos presenciales. Cit¨¦ la novela de Gustav Regler La oreja de Malco y el Homenaje a Catalu?a de George Orwell, porque ambos autores revelaron en sus libros la traici¨®n de los comunistas a la Rep¨²blica Espa?ola y el terror de la polic¨ªa secreta sovi¨¦tica (la GPU) en la ¨¦poca de Stalin. Por ello, ambos autores quedaron proscritos en el campo comunista. Durante decenios. Porque cuando, hace veinte a?os, se habl¨® en el congreso del PEN en Hamburgo de los libros de esos dos escritores -todav¨ªa se extend¨ªa el Muro, y Europa, como consecuencia de la guerra fr¨ªa, segu¨ªa dividida en Este y Oeste-, los libros mencionados estaban a¨²n prohibidos en el Este.
De forma igualmente impetuosa se desarroll¨® el debate que sigui¨® a mi discurso. Todav¨ªa entonces, los testigos contempor¨¢neos de la Guerra Civil espa?ola tuvieron en los ide¨®logos el efecto perturbador que Orwell y Regler, en su tiempo, hab¨ªan provocado intencionadamente: en aras de la verdad, ?quisieron esclarecer los hechos a toda costa!
?Por qu¨¦ esta mirada atr¨¢s? El lema de aquel congreso del PEN, que entretanto parece hist¨®rico, est¨¢ pr¨®ximo al de este congreso. Tambi¨¦n en el actual mundo sin paz contin¨²a la contemporaneidad de los autores. La pol¨ªtica de poder y el cinismo del poder fueron y siguen siendo determinantes. La ¨²nica diferencia reside en que entonces las dos potencias mundiales, muy at¨®micamente armadas, se encontraban frente a frente, y cada una de ellas, consider¨¢ndose potencia imperial, es decir, sin escr¨²pulos, hac¨ªa sus guerras, ya fuera en Vietnam, ya en Afganist¨¢n. Actualmente -lo que no ha resultado un beneficio- estamos entregados a la soberbia de una sola gran potencia, cuya b¨²squeda de un nuevo enemigo se ha visto coronada por el ¨¦xito. Quiere vencer por la fuerza al terrorismo, en parte causado por ella misma porque -v¨¦ase Bin Laden- lo ha cultivado. Sin embargo, esa guerra querida por ella, que desprecia las leyes del mundo civilizado, fomenta el terror y no puede acabar nunca.
Con ello no me refiero s¨®lo a la actual guerra con Irak, que dura ya tres a?os. Alternativamente, y al mismo tiempo, se llama a las dictaduras -y no falta donde elegir- Estados bribones, lo que normalmente consolida la estructura de poder fundamentalista en esos pa¨ªses fanfarronamente amenazados con ataques militares. Da igual que sean declaradas potencias del mal Ir¨¢n, Corea del Norte o Siria, porque esa pol¨ªtica no puede ser m¨¢s est¨²pida y, por tanto, m¨¢s peligrosa. Incluso se amenaza con repetir un crimen de guerra: el empleo de armas at¨®micas. Sin embargo, el mundo entero hace o¨ªdos sordos y se finge impotente. En el mejor de los casos, deniega su participaci¨®n en otras guerras previsibles. De manera ejemplar, el Gobierno franc¨¦s y el Gobierno alem¨¢n dijeron que no -y luego se les uni¨® el espa?ol, rompiendo su complicidad con Estados Unidos, esa gran potencia que actuaba como compulsivamente de una forma criminal-, pero, a pesar de las mentiras descubiertas y de la verg¨¹enza de la pr¨¢ctica evidente de torturas, el Gobierno ingl¨¦s sigue haci¨¦ndose el sordo y actuando como si pudiera y debiera continuar la tradici¨®n del Imperio Brit¨¢nico, el despiadado dominio colonial... y eso bajo la direcci¨®n del Partido Laborista.
Esa obsequiosa fidelidad a la alianza provoc¨® protestas: en diciembre del pasado a?o se dio publicidad al discurso del premio Nobel Harold Pinter. En su texto, ejemplarmente desprovisto de florituras, el dramaturgo se confes¨® primero escritor y luego ciudadano ingl¨¦s. Cuando se pudo disponer de su amargo discurso, que no perdonaba a nadie, es decir, dejaba al descubierto todos nuestros fracasos y considerados encubrimientos, se desencadenaron en este pa¨ªs, hasta en el suplemento del Frankfurter Allgemeine Zeitung, ataques furiosos. Un cr¨ªtico teatral llamado Stadelmaier trat¨® de ridiculizar y descalificar a Pinter, llam¨¢ndole viejo izquierdista cuyas obras de teatro hab¨ªan pasado de moda hac¨ªa tiempo. Ante la revelaci¨®n de verdades ocultas tras los aplacamientos y el tejido de mentiras, la gente se escandaliz¨®. Alguien, un escritor, uno de nosotros, hab¨ªa hecho uso del derecho de acusar en un mundo sin paz. (...)
Cuestiones de Pinter
En su discurso, Harold Pinter formul¨® la pregunta: "?Cu¨¢ntas personas hay que matar para poder ser considerado asesino de masas y criminal de guerra?".
La pregunta no puede desecharse a la ligera como simple ret¨®rica, porque se refiere al acreditado e hip¨®crita comportamiento num¨¦rico de Occidente, al recuento de v¨ªctimas. Sin duda nos esforzamos contablemente por enumerar las v¨ªctimas de ataques terroristas -y su n¨²mero es suficientemente aterrador-, pero nadie cuenta los cad¨¢veres despu¨¦s de los ataques estadounidenses con bombas y misiles. Sea en la segunda o en la tercera guerra del Golfo -la primera la hizo Sadam Husein, apoyado por Estados Unidos de Am¨¦rica, contra Ir¨¢n-, unas estimaciones groseras permiten suponer que cientos de miles.
Sin duda, de los 2.400 soldados estadounidenses ca¨ªdos en la actual guerra de Irak, cuidadosamente contados, hay que lamentar cada uno de ellos como un muerto innecesario, pero esa lista de bajas no puede justificar a posteriori una guerra iniciada contra derecho y criminalmente dirigida, ni, desde luego, compensar la enorme cifra de mujeres y ni?os muertos y mutilados, que desde el punto de vista occidental se trivializa con la b¨¢rbara expresi¨®n de da?os colaterales. As¨ª, seg¨²n la valoraci¨®n occidental, no s¨®lo hay personas vivas, sino tambi¨¦n personas muertas de primera, segunda o tercera clase; no obstante, todas ellas son v¨ªctimas de un terrorismo rec¨ªproco.
Harold Pinter dio nombre a la injusticia. De forma ejemplar demostr¨® lo que puede lograrse al "escribir en un mundo sin paz". Nosotros los escritores estamos llamados a contar los muertos no s¨®lo de otra manera, es decir, m¨¢s all¨¢ de cualquier toma de partido, sino tambi¨¦n, por raz¨®n de nuestro especial talento, separando cada muerto, sea amigo o enemigo, mujer o ni?o, de la masa de los sepultados sin nombre, a fin de que sea reconocible como v¨ªctima de un proceso que se llama guerra y tiene muchas causas.
?Qui¨¦n la quiso? ?Qu¨¦ mentiras velaron su objetivo? ?Qui¨¦n se beneficia de ella? ?Qu¨¦ valores burs¨¢tiles hace subir? ?Qui¨¦n suministr¨® las armas que han causado tantas muertes? Y m¨¢s a¨²n que la cuesti¨®n judicial de a qui¨¦n corresponde la culpa, debe preocuparnos saber desde cu¨¢ndo nos convertimos tambi¨¦n en culpables.
?Cuando dijimos que no, s¨®lo con desgana? ?Cuando nos dejamos persuadir de que no era nuestra guerra? ?Cuando cre¨ªmos, al adaptar el proverbio "cuando hablan las armas, callan las musas", quedar bien con todos los que siempre opinaron que el escritor deb¨ªa ocuparse del acontecer vulgar, es decir, mantenerse lejos de la sucia pol¨ªtica y conservar limpio el arte? ?Cuando nos refugiamos modosamente en el silencio? Hablo por experiencia. Ten¨ªa diecis¨¦is a?os cuando fui soldado. A los diecisiete aprend¨ª a tener miedo. Y sin embargo, cre¨ª hasta el fin, cuando hac¨ªa ya tiempo que todo estaba hecho a?icos, en la victoria final.
Desde entonces, la guerra, ni siquiera durante esas treguas que se llaman paz, quiere cesar en m¨ª. Es como un temblor posterior o un estremecimiento de aviso. Una comez¨®n que vuelve. Los cr¨ªmenes que corren parejos a sus huellas en el camino -sea al avanzar, sea al retroceder- no prescriben. Sobrevivir a la guerra se debi¨® s¨®lo a un capricho del destino. Desde entonces, sus ruidos retumban en mis o¨ªdos. Escribiera lo que escribiera, la guerra siempre insist¨ªa -aunque s¨®lo fuera en frases subordinadas- en desarrollar su trama. La guerra se r¨ªe de los acuerdos de paz. Se compara con sus iguales, se jacta del material que cada vez despliega, compensa muertos con muertos. Y a los escritores nos demuestra que las palabras, por acertadas que sean, no pueden pararla. Preguntada, se cuenta entre los derechos humanos. Tan sublime contin¨²a. Sin embargo, su sublimidad se tambalea cada vez que las risas la dejan en evidencia. Quiz¨¢ por eso nuestro barroco compa?ero Grimmelshausen puso como lema a su novela Simplicisimus lo que hab¨ªa comprendido cada vez mejor durante treinta a?os de guerra: "Me ha producido gran placer / con risas la verdad hacer saber".
Porque, por mucha cara seria que pongan, los partidarios de la guerra son rid¨ªculos. Siempre que sus mentiras carecen de atractivo, enganchan a Dios en el tiro. Sean Bush o Blair, llevan la hipocres¨ªa escrita en el rostro. Se parecen a aquellos sacerdotes y misioneros que, desde antiguo, bendec¨ªan las armas y, con la Biblia, llevaban la muerte a lejanos pa¨ªses. Como han sido caricaturizados con frecuencia, se han convertido en caricatura de ellos mismos. De manera que debemos re¨ªrnos de ellos. Quiz¨¢ se podr¨ªa, como en el cuento de Andersen en que al final queda el emperador desnudo, dejar al descubierto con una carcajada interminable al uno y al otro, a ambos fantoches, a fin de que desaparecieran con sus lacayos.
Fantoche con lacayos
Sin embargo -oigo ya reparos-, de qu¨¦ sirve todo esto. Inmediatamente habr¨¢ otro fantoche con sus lacayos que, como enviado de Dios y ungido, justificar¨¢ con mentiras la pr¨®xima guerra. Siempre ha sido as¨ª.
S¨ª. Siempre se dec¨ªa, despu¨¦s de la ¨²ltima guerra: ?nunca m¨¢s! Se hac¨ªan juramentos. En una talla en madera de mi maestro Otto Pankok, Cristo romp¨ªa demostrativamente un fusil. Nos asegur¨¢bamos mutuamente que aprender¨ªamos de la historia. Las Naciones Unidas tomaban decisiones a favor de la paz, que, bajo la f¨¦rula del derecho de veto de las grandes potencias, s¨®lo ten¨ªan efecto en el papel. Nunca han faltado palabras de exhortaci¨®n, movidas por las preocupaciones. Surg¨ªan movimientos por la paz, se disolv¨ªan, volv¨ªan a encontrar adeptos y volv¨ªan a disolverse. Ridiculizados como "buena gente", muchos se resignaban. S¨®lo la guerra segu¨ªa teniendo aliento. Y cuando descansaba un poco era s¨®lo para inventarse nuevos enemigos, desarrollar nuevos sistemas de armas y ponerlos en el mercado libre: armas de m¨¢s alcance a¨²n, de m¨¢s precisi¨®n, enriquecidas con uranio; armas que cubren amplias superficies y son despiadadamente letales.
Eso pasaba en un mundo sin paz. Los escritores est¨¢bamos presentes, en silencio o protestando. Escribir se ha escrito siempre: a favor o en contra. Lo sabemos por reiterada experiencia. Cuando la guerra de Irak que a¨²n dura amenazaba comenzar como si fuese deseada por Estados Unidos, y cuando luego comenz¨® en la televisi¨®n, suciamente real y a la vez limpiamente enfocada , me manifest¨¦ en p¨²blico tambi¨¦n. Al principio y al final de un texto cit¨¦ un poema que escribi¨® el poeta alem¨¢n Matthias Claudius. En su lamento habla la impotencia. Una impotencia que debemos confesarnos, sin guardar silencio por ello. Lo mismo que no call¨® Matthias Claudius, dej¨¢ndonos su Canci¨®n de guerra, que sigue siendo v¨¢lida:
"?Hay guerra! ?Guerra! ??ngel de Dios y m¨ªo / defi¨¦ndenos, que tu voz se escuche! / Por desgracia hay guerra... y lo que ans¨ªo / ?es no ser culpable de que se luche!".
Traducci¨®n de Miguel S¨¢enz
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.