Junio, hace siglos
En el verano robaba un paquete de cigarrillos del caj¨®n del escritorio de mi abuelo y me tumbaba panza arriba, sobre la hierba de los arriates, mirando al cielo entre las copas de los ¨¢rboles y echando volutas por la nariz. En esa ¨¦poca a¨²n hab¨ªa reba?os en la Estrada de Benfica y sol¨ªan pasar soldados marchando, con el capit¨¢n al frente, a caballo. Y procesiones tambi¨¦n, con andas y todo, y por todo ha de entenderse m¨²sica y angelitos. En aquel entonces me preocupaba c¨®mo hac¨ªan los ni?os para salir de la barriga de sus madres. El hijo del guard¨¦s, T¨®ino, que me acompa?aba en tales elucubraciones, opinaba que tal vez nuestros padres hac¨ªan como los gallos y las gallinas. Los viejos llegaban con la cresta bien alta, todos hinchados, y se abalanzaban sobre ellas en un combate fren¨¦tico e instant¨¢neo. Me qued¨¦ meditando sobre el asunto un rato, con un mirlo dando saltitos de rama en rama. Me resultaba dif¨ªcil creerlo porque mi madre no se parec¨ªa a una gallina y no los imaginaba a los dos en medio de un alboroto de polvo y picotazos: me inclinaba por un procedimiento m¨¢s elegante. Aventur¨¦
Era enorme mi abuelo, casi tan grande como el mundo
-Tal vez es por besarse
pero ?c¨®mo diablos un simple beso, por m¨¢s saliva que tenga, iba a meter un ni?o ah¨ª dentro? El mirlo cant¨® dos notas
(siempre cantan dos notas)
tom¨¢ndome el pelo. Me observaba con un ojo, despu¨¦s con otro, y cambiaba de rama. El padre de T¨®ino, don Jos¨¦, se ocupaba de las rosas por encima de los bancos azulejados. Siempre me gust¨® don Jos¨¦ y la manera que ten¨ªa de fabricar corolas con las palmas: le crec¨ªan los p¨¦talos, perfectos, de los dedos. Si hubiese nacido rico, se habr¨ªa convertido en un cirujano sensacional. De vez en cuando se irritaba y su mujer gritaba de miedo. Al d¨ªa siguiente andaban como Dios con los ¨¢ngeles. De lo que no me voy a olvidar es de la sonrisa de don Jos¨¦. Y tampoco a ¨¦l lo imaginaba, fren¨¦tico, en medio de un alboroto de polvo: hasta al reprender a su mujer no perd¨ªa la compostura. Quienes perd¨ªan la compostura eran los perros, que comenzaban a ladrar desde el primer grito, desenfrenados. Andaban sujetos a una cadena enganchada en un grueso alambre. Mis t¨ªas se asomaban por encima del muro del jard¨ªn para observar a los soldados. Aparte las gallinas, el otro ejemplo que ten¨ªamos eran los cerdos, pero en el caso de los nuestros el macho se pasaba el tiempo, torp¨®n, resbalando del lomo de la hembra. A pesar de que era dif¨ªcil de entender, iba cobrando consistencia la teor¨ªa del beso. T¨®ino
-Los domingos por la tarde, la cama de mis padres hace ruido y ella sale de ah¨ª toda desencajada.
Estudiamos el problema y no llegamos a una conclusi¨®n aceptable.
-Hay personas que se mueven durante el sue?o. Mi hermano Pedro, por ejemplo, se despierta con la cabeza al otro lado
suger¨ª yo y T¨®ino me destroz¨® la hip¨®tesis en dos tiempos:
-Mis padres no est¨¢n durmiendo porque resoplan y hablan
y nosotros perplejos cavilando. El ej¨¦rcito desfilaba con tambores y mis t¨ªas llamaban a la costurera
-Ven aqu¨ª a ver, Micas.
Micas ten¨ªa hilos hasta en el pelo y almorzaba en una bandeja encima de la m¨¢quina. Mi abuela s¨®lo le permit¨ªa un vaso peque?o de vino para que no hiciese mal los dobladillos.
-Soldados rasos
declaraba Micas con desprecio. En mi opini¨®n, deb¨ªa de haber tenido problemas con un cabo o algo as¨ª. Ahora coqueteaba con cautela con el chico de la tienda de comestibles, que le escrib¨ªa cartas con el l¨¢piz que llevaba encajado en la oreja.
-Las camas viejas siempre hacen ruido
argument¨¦. T¨®ino repuso que hac¨ªan ruido, de acuerdo, pero no resoplaban. Dios m¨ªo, qu¨¦ cantidad de misterios nos rodeaba. Y el cabr¨®n del mirlo insistiendo con sus dos notas
-El mundo es muy grande
dije por conformarme. Si para ir de aqu¨ª a Mort¨¢gua hac¨ªa falta todo un d¨ªa, qu¨¦ ser¨ªa hasta Bragan?a: semanas y semanas entre glaciares y pantanos, como m¨ªnimo. Y tigres, yo qu¨¦ s¨¦, animales que se com¨ªan los unos a los otros. Hab¨ªa visto en el cine una pel¨ªcula sobre Canad¨¢ y aquello no acababa nunca. Le ofrec¨ª a T¨®ino la mitad de un cigarrillo:
-S¨®lo en Canad¨¢ hay selvas a montones
y nosotros dos apabullados, tan apabullados que nos olvidamos de la cuesti¨®n de las barrigas. Mi abuelo acerc¨® una silla de lona junto a la sombrilla y se qued¨® all¨ª con los ojos cerrados. Era enorme mi abuelo, casi tan grande como el mundo. Si se le antojase, atravesar¨ªa las selvas de Canad¨¢ en dos saltos. Le pregunt¨¦ durante la cena
-?Ha ido alguna vez a Canad¨¢, abuelo?
y su silencio me hizo suponer que s¨ª. Seguro que lo recorri¨® todo de un tir¨®n. Al d¨ªa siguiente le declar¨¦ a T¨®ino
-Mi abuelo lo recorri¨® todo de un tir¨®n
y, en lugar de admirarse, no me hizo caso, ocupado en tirarle piedras al mirlo. No volvimos a hablar del misterio de los ni?os: hab¨ªa cosas m¨¢s importantes que resolver, tales como cortarles la cola a las lagartijas y saber cu¨¢l de nosotros les ten¨ªa m¨¢s miedo a los murci¨¦lagos del granero, colgados cabeza abajo de las vigas. Por las noches sal¨ªan a volar con un desconcierto de paraguas, con varillas y todo. Y devoraban los dedos de las personas que se distra¨ªan. Hace un a?o vi a T¨®ino. Me trat¨® de doctor y nos quedamos mir¨¢ndonos el uno al otro. Ser¨ªa capaz de apostar que en cualquier sitio, a unos metros de nosotros, pasaban soldados marchando.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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