Los tambores de Fumanch¨²
El Mundial ha terminado y Mart¨ªn Girard tambi¨¦n. Eso cre¨ªa yo. Pero, no. Colean las secuelas y le he pedido que vuelva. A Mart¨ªn. No al Mundial. Aunque s¨®lo sea para propinar, a modo de epilogo, una patada m¨¢s. Pero no una patada ret¨®rica a la luna de nuestras enso?aciones sino una soberana patada al reflejo de nuestras soberanas nalgas en la luna de cristal del escaparate de nuestro no menos soberano culo. Ya lo advirti¨® Mark Twain (p¨®stumamente, por si acaso) nos pierde el sentido moral. Un sentido que aplicamos poco a nuestro comportamiento pero usamos como arma arrojadiza, en cuanto la ocasi¨®n lo propicia, contra el comportamiento de los dem¨¢s.
V¨¦ase el caso de Zinedine Zidane. Ya s¨¦ que se ha dicho todo lo que hab¨ªa que decir, incluso lo que nunca me hubiera gustado o¨ªr. Pero todav¨ªa nadie ha dicho lo que me gustar¨ªa que se dijera, aunque nadie lo oyera. Es decir, lo que dir¨ªa en este caso alguien que, como yo, no es m¨¢s que un seud¨®nimo y, precisamente por eso, goza de moderada impunidad. Y total ubicuidad. Estuvo all¨ª. No en las gradas, ni en el campo. Ni necesit¨® que se lo contaran. Lo sabe. Y s¨®lo sabe lo que, por cierto, todos sabemos. Alguien le dijo algo a alguien. Eso pas¨® en un terreno de juego. Supongamos que le pregunt¨® qu¨¦ hora era en un momento inoportuno. Fue as¨ª. Ambos estaban corriendo y llevaban corriendo un rato largo. Imagin¨¦moslo. Uno se vuelve y, al desgaire, le da un cabezazo en el estern¨®n al otro, que se desploma. Lo dos tienen similar envergadura. No ha habido abuso de menores. El ¨¢rbitro se atiene a los hechos. Digamos, para ser estrictos, que se remite a lo que le cuenta un colega. Porque los ¨¢rbitros, como los camareros, siempre miran a otro sitio y s¨®lo ven y oyen lo que les conviene.
El caso es que a Zidane no le gust¨® que un hijo de Berlusconi le preguntara la hora e insultara, de paso, impunemente, a su hermana o a su madre, tanto da, y le llamara terrorista o sucio moro, tanto importa. U otras lindezas. Dejemos de lado los matices materazzi. Vayamos al quid de la cuesti¨®n. ?Qu¨¦ hubi¨¦ramos hecho en similares circunstancias y con ecualizadas contexturas? ?Nos hubi¨¦ramos abstenido de responder a la provocaci¨®n? ?Por c¨¢lculo, solidaridad, prudencia o cobard¨ªa? ?O, por delicadeza, hubi¨¦ramos embestido a la altura del pecho en lugar de haberle roto las narices con la testuz? Eso hizo ¨¦l. Y a m¨ª, mal que me pese y con perd¨®n, la respuesta de Zidane, a tenor de la agresi¨®n verbal sufrida, me parece casi sensata y, si de Materazzi se trata, hasta elegante. ?O acaso el precio de la gloria en un evento deportivo pasa porque alguien acate sumiso el insulto a su familia y a sus or¨ªgenes? Eso parecen reclamar los mismos que empu?aban palos de banderas y ahora esgrimen escandalizados el palo de la moral. Me conmueven. Hablan de sus hijos. ?C¨®mo podr¨¢n explicarles lo sucedido? ?C¨®mo podr¨¢n paliar el mal ejemplo? Y yo me pregunto: ?Desde cuando el f¨²tbol profesional es un ejemplo de buen comportamiento? Basta el l¨¦xico b¨¦lico de la prensa o el patri¨®tico grito de ?o¨¦, o¨¦, a por ellos! para deducir las consecuencias, a veces graves y siempre soeces, fuera y dentro de los estadios. Sin ir m¨¢s lejos, los silbidos al himno del oponente no fueron precisamente una muestra ejemplar para la educaci¨®n de nuestros hijos y, sin embargo, no he visto que cundiera demasiado el esc¨¢ndalo. No nos enga?emos. No confundamos el f¨²tbol y su entorno con ninguna escuela p¨²blica ni a sus protagonistas de calz¨®n corto con ¨ªdolos a adorar. Expliquemos a los ni?os que esos dioses a ras de hierba forman parte de un indecente mercado que los utiliza como productos de compra y venta, como cromos de intercambio, como n¨²meros de camiseta. Aunque se llamen Zidane o Maradona y con el bal¨®n en los pies no nos parezcan humanos, a veces se portan mal. Antes de exigirles farisaicamente responder a las ofensas poniendo la otra mejilla, debi¨¦ramos predicar nosotros con el ejemplo.
El asunto Zidane es una nimiedad sacada de quicio, f¨¢cil de entender y perdonar sin rasgarse las vestiduras. Lo que es dif¨ªcil de explicar a los ni?os son las im¨¢genes del horror cotidiano en nuestros televisores. Las guerras que algunos aplaudieron, las cat¨¢strofes que Dios permite, la miseria que fingimos no ver y la estupidez programada con nuestra aquiescencia y para nuestra verg¨¹enza. Ese es el verdadero esc¨¢ndalo dif¨ªcil de explicar. Lo dem¨¢s es ruido entontecedor. Eso que mi sabio t¨ªo Eusebio, desde su rec¨®ndita aldea asturiana, sol¨ªa denominar con sorna: los tambores de Fumanch¨².
Gonzalo Su¨¢rez, escritor y cineasta, recupera el seud¨®nimo de Mart¨ªn Girard, con el que firm¨® como periodista en los sesenta.
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