El uso moral de la memoria
Los seres humanos se definen por lo que hacen y se les recuerda por lo que hicieron. Hay quien act¨²a con el solo prop¨®sito de dejar memoria de su existencia. La raz¨®n profunda de este comportamiento es que ser recordado es una forma de existencia, en vida pero tambi¨¦n despu¨¦s de haber vivido. S¨®lo cuando se es olvidado por aquellos que nos recordaban, o cuando ¨¦stos han perecido, se puede afirmar que inexistimos. Por eso, aunque no podemos tener experiencia de lo que ser¨¢ el olvido en que quedaremos sumidos despu¨¦s de nuestra muerte, no lo deseamos de ninguna manera.
Aquellas actuaciones por las que se es recordado por un tiempo mayor o menor se llevan a cabo mientras vivimos (los muertos no hacen nada por ellos mismos). Si algunos de ¨¦stos merecen ser recordados, los que a¨²n viven son los que han de hacer que se les recuerde. El olvido sella la muerte de todo ser que alguna vez existi¨®. Por el contrario, sobrevive mientras se le recuerde.
La conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacer que sigan existiendo aquellos que ya muertos juzgamos que deben sobrevivir, se trata de subsanar de muchas maneras. Habitualmente con el luto (ya en desuso), la placa conmemorativa, el busto, el nombre de una calle o hasta una estatua ecuestre. Tambi¨¦n, y quiz¨¢ lo mejor de todo, un mont¨®n de p¨¢ginas como esta que el lector tiene en sus manos y no podr¨¢ abandonar. De esta forma, alguien muri¨®, otros que lo recordaron morir¨¢n tambi¨¦n, pero antes lo har¨¢n recordar a los dem¨¢s. El sentido de la expresi¨®n, ya acu?ada, "derecho a la memoria" va en esta direcci¨®n. Significa el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que se les neg¨® esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros pueden, y en ocasiones deben, demandarlo por ¨¦l. De este modo, la exigencia del derecho a la memoria se convierte en un problema moral para los que sobreviven. El vocablo "memoria" tiene en estas p¨¢ginas, primero el significado de recordar, y segundo del deber de recordar para informar de lo recordado a los que vienen despu¨¦s, de manera que se constituya en ellos en recuerdo de los recuerdos de los dem¨¢s. "Recu¨¦rdalo t¨² y recu¨¦rdalo a otros", que dec¨ªa Luis Cernuda.
La memoria es un instrumento de que dispone el sujeto para su actuaci¨®n en la realidad. De tal instrumento se hace un uso muy vario, pero en el fondo subyace un componente moral. Podemos desde luego usar la memoria, como cualquier instrumento, para el bien o para el mal. La funci¨®n de la memoria est¨¢ intr¨ªnsecamente ligada a una de las caracter¨ªsticas del sujeto: su dependencia del pasado, la imposible abdicaci¨®n de su pasado, del saber indeclinable que uno es lo que "ha ido siendo" hasta ahora, momento, el de ahora, en que tambi¨¦n "se est¨¢ siendo" y que se a?adir¨¢ a los que le precedieron. As¨ª nos reconocemos en tanto que sujetos, esto es, entidades con experiencias de vida vivida, sujetos con historia (la nuestra), o m¨¢s exactamente, con biograf¨ªa. Por eso, la evocaci¨®n tiene una estructura narrativa. Evocar es contar (o contarnos), de palabra o por escrito. Lo dram¨¢tico de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a falta de palabras. En ocasiones, hay un d¨¦calage entre lo vivido y lo contado, hasta el punto de que contar es reconocer simult¨¢neamente nuestro fracaso como narrador. Es mi convicci¨®n que el suicidio de Primo Levi deriv¨® de su conciencia de la imposibilidad de decir la experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace, la misma que experiment¨® Kert¨¦sz.
?Por qu¨¦ es moralmente imprescindible esta tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La memoria es personal, como lo son los hechos que se recuer-dan, porque personal fue la experiencia del hecho cuando se vivi¨®. Somos porque se ha hecho en nosotros nuestra historia, elaboraci¨®n y reelaboraci¨®n de nuestro pasado. La memoria es la condici¨®n necesaria para el logro de nuestra identidad, vocablo que, despojado de toda connotaci¨®n moral, significa ser alguien, responder asimismo a la pregunta de qui¨¦n soy (si se la hace uno a s¨ª mismo) o qui¨¦n es (si la hacemos respecto de otro). Somos, pues, porque tenemos memoria; es m¨¢s, somos nuestra memoria. He aqu¨ª, a continuaci¨®n, una demostraci¨®n emp¨ªrica de este aserto.
El n¨²mero de longevos ha aumentado tan considerablemente en la actualidad que deben quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos de Alzheimer. Esta enfermedad constituye un experimento natural (como dec¨ªa Claude Bernard de cualquier enfermedad) que nos hace ver c¨®mo gracias a la memoria se construye nuestra identidad; y a la inversa, c¨®mo la p¨¦rdida paulatina de la memoria disuelve la identidad. El paciente de Alzheimer que no recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya padre de ¨¦l; cuando ya no recuerda haber sido m¨¦dico o alba?il no sabe la identidad social que mantuvo; y, al fin, si vive a¨²n como para no recordar su nombre, no sabe qui¨¦n fue, es decir, ha dejado de ser, no es ya (aunque a¨²n vive). Su identidad se ha disuelto. Podemos decir qui¨¦n fue (hablo desde el punto de vista psicol¨®gico, no jur¨ªdico), pero eso es funci¨®n de nuestra memoria de ¨¦l, no de la de ¨¦l, que ha desaparecido. La memoria nos da, como dec¨ªamos antes, conciencia de que existimos y, con ello, de identidad. Mi memoria soy yo. En el estadio final del Alzheimer se dice de ¨¦l que "vegeta", es la muerte del enfermo como sujeto, la disoluci¨®n de su conciencia autobiogr¨¢fica, aunque persista, sin embargo, la vida biol¨®gica que la hizo posible hasta entonces (circulaci¨®n, respiraci¨®n, metabolismo, es decir, las funciones auton¨®micas). Los que le conocimos y le recordamos somos los que sabemos qui¨¦n fue. Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el Alzheimer cuanto el que ya pereci¨®, sobreviven, pues, en nuestra memoria. Lo repito: una vez que uno muere sobrevive si sobrevive en el recuerdo de los dem¨¢s. Cuando todos los que nos recuerden perezcan, hemos muerto definitivamente. Lo que significa que tener memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de existencia. Todos ansiamos sobrevivir aqu¨ª -que se sepa, no hay ning¨²n otro sitio donde esto pueda tener lugar-, y eso s¨®lo podemos lograrlo en la memoria de los dem¨¢s. Es lo que demuestra Agust¨ªn Santos, un superviviente de Mauthausen, cuando, refiri¨¦ndose a la muerte de Azuaga, su compa?ero de evasi¨®n, dice: "Su muerte engendr¨® en m¨ª la voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos Azuagas". De esta manera, y en alguna medida, los ha hecho inmortales. En puridad, lo de "inmortales" es una met¨¢fora. Ellos no son inmortales, somos nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues, inmortalidad; hay memoria. ?sta es la misi¨®n de "los que venimos despu¨¦s" en la sobrevivencia de aquellos a los que se les hizo morir, y de tal manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el anonimato) podr¨ªa decirse que es como si no hubieran existido.
La implacable dictadura franquista dur¨® tanto que muchos de los que la padecieron, incluso muchos que supieron del padecimiento del padre, la madre, el hermano o el vecino, murieron sin poder ofrecernos su versi¨®n, porque mientras vivieron estaban obligados al silencio. Y si bien una experiencia singular rara vez es ¨²til para la construcci¨®n de lo que llamamos Historia, es irreemplazable para saber del drama, esto es, de la Biograf¨ªa. Cuando hablamos de la recuperaci¨®n de la memoria hist¨®rica, un apartado fundamental de la misma es la constancia ?cuando menos! de los nombres y apellidos de los que vivieron el drama. No hay otra forma de subsanar, aunque en m¨ªnima parte, la oquedad dejada por aquellos a los que se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no sabr¨ªamos siquiera que existieron. ?ste es el fundamento moral del recordarlos.
Carlos Castilla del Pino es psiquiatra.
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