Elogio del punto
Diminuto como una mota de polvo, el punto, ese m¨ªnimo picotazo de la pluma, esa miga en el teclado, es el olvidado legislador de nuestros sistemas de escritura. Sin ¨¦l, las penas del joven Werther no tendr¨ªan fin y los viajes del Hobbitt jam¨¢s se acabar¨ªan. Su ausencia le permiti¨® a James Joyce tejer el Finnegans Wake en un c¨ªrculo perfecto y su presencia hizo que Henri Michaux hablara de nuestro ser esencial como de un mero punto, "ese punto que la muerte devora". El punto corona la realizaci¨®n del pensamiento, proporciona la ilusi¨®n de un t¨¦rmino, posee una cierta altaner¨ªa que nace, como en Napole¨®n, de su min¨²sculo tama?o. Como siempre estamos ansiosos por empezar, no pedimos nunca nada que nos indique el comienzo, pero necesitamos saber cu¨¢ndo parar; este peque?¨ªsimo mememto mori nos recuerda que todo, incluso nosotros mismos, debemos alg¨²n d¨ªa detenernos. Como un an¨®nimo profesor ingl¨¦s suger¨ªa en un olvidado tratado de gram¨¢tica, un punto es "el signo de un sentido perfecto y de una oraci¨®n perfecta".
Es el olvidado legislador de nuestros sistemas de escritura
La necesidad de indicar el final de una frase escrita es probablemente tan antigua como la escritura misma, pero la soluci¨®n, breve y maravillosa, no se estableci¨® hasta el Renacimiento. Durante much¨ªsimos a?os la puntuaci¨®n hab¨ªa sido una cuesti¨®n poco reglamentada. Ya en el primer siglo de nuestra era, Quintiliano (que no hab¨ªa le¨ªdo a Henry James) sosten¨ªa que una oraci¨®n, adem¨¢s de expresar una idea completa, ten¨ªa que poder pronunciarse sin tener que volver a respirar. La forma en que se marcaba el final de esa oraci¨®n era cuesti¨®n de gustos personales y durante mucho tiempo los escribas puntuaron sus textos con toda clase de signos y s¨ªmbolos, desde un simple espacio en blanco hasta una variedad de puntos y rayas. A principios del siglo V, san Jer¨®nimo desarroll¨® para su traducci¨®n de la Biblia un sistema, llamado per cola et commata, en el que cada unidad de sentido se marcaba con una letra que sobresal¨ªa del margen, como si se iniciara un nuevo p¨¢rrafo. Tres siglos m¨¢s tarde ya se utilizaba el punctus tanto para indicar una pausa dentro de la frase como para se?alar su conclusi¨®n. Con esas convenciones tan confusas, los autores no pod¨ªan esperar que el p¨²blico leyera un texto con el sentido que ellos le hab¨ªan querido dar.
Por fin, en 1566, las cosas cambiaron. Aldo Manuzio el Joven, nieto del gran imprentero veneciano a quien le debemos la invenci¨®n del libro de bolsillo, defini¨® el punto en su manual de puntuaci¨®n, el Interpungendi ratio. En un lat¨ªn claro e inequ¨ªvoco, Manuzio describi¨® por primera vez su papel y su aspecto. Pens¨® que estaba preparando un manual para tip¨®grafos; no pod¨ªa saber que estaba otorg¨¢ndonos a nosotros, futuros lectores, los dones del sentido y de la m¨²sica. Gracias a Manuzio, hoy tenemos a Hemingway y sus stacattos, a Becket y sus recitativos, a Proust y sus largos sostenidos.
"Ning¨²n hierro", escribi¨® Isaac Babel, "puede hundirse en el coraz¨®n con la fuerza de un punto puesto en el lugar preciso". Para afirmar tanto el poder como tambi¨¦n de la pobreza de la palabra, nada nos ha sido tan ¨²til como esa manchita m¨ªnima, definitiva y fiel.
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