La enana marr¨®n
Al regresar a Espa?a, todo el mundo me previene, no por el clima pol¨ªtico, sino por el clima en s¨ª mismo de ver el panorama desde el aire: un secarral que rodea un aeropuerto.
LOS AMIGOS me previenen: pi¨¦nsate si quieres volver a Espa?a. Esta vez no lo dicen por el clima pol¨ªtico, sino por el mismo clima, por el miedo que le entra a todo espa?ol al ver el panorama desde el aire, cuando certifica que nuestro pa¨ªs es La Enana Marr¨®n, un secarral que rodea a un aeropuerto. Tengo miedo a ese aeropuerto madrile?o que, por mucho que digan, s¨®lo alegra la vida al que va de visita, porque al que llega derrotado le confunden esas patas de ara?a amarillas, esos suelos de cristal que los abuelos pisan aterrorizados, ese af¨¢n arquitect¨®nico por no hacer las cosas sencillas. Para colmo, esta complicaci¨®n visual est¨¢ en medio de la nada. A nadie se le ocurre que alrededor de los edificios tendr¨ªa que haber vida. Llegas a un paisaje lleno de cr¨¢teres y excavadoras. Los obreros se afanan en reparar las autopistas que cruzan los secarrales de nuestro desierto futuro. "Piensa si quieres volver", me dicen, "porque esto est¨¢ que arde". La enana marr¨®n se cuece. El caso es que aqu¨ª, en Niu Yol, tambi¨¦n se cuece uno. La sart¨¦n se convierte en sauna. A eso de las cinco de la tarde, cuando ya est¨¢ uno sudoroso y brillante como si saliera de una novela de Garc¨ªa M¨¢rquez, el cielo se cierra, lanza un trueno que dan ganas de santiguarse, y empieza a caer el agua bendita. No es como si los angelitos hicieran pip¨ª, como dec¨ªan las beatas, sino como si los gremlins en estado demon¨ªaco se divirtieran lanzando sobre nosotros dep¨®sitos de agua. Llueve en Am¨¦rica. Da igual que uno est¨¦ en Nueva York, en Bogot¨¢ o en Montevideo, llueve distinto. No son gotas, son cubos. Dec¨ªa el otro d¨ªa la poetisa Maya Angelou que se conoc¨ªa la naturaleza de las personas por c¨®mo reaccionan ante la lluvia o ante la p¨¦rdida del equipaje. Aunque la se?ora Angelou cargaba la frase de un simbolismo po¨¦tico que no comparto, hay una verdad prosaica en eso. Mientras los habitantes de esta ciudad brutal de pioneros siguen andando hacia su destino, hundiendo las chanclas en las riadas, descalzos o protegi¨¦ndose con paraguas rotos o bolsas de pl¨¢stico, los habitantes de La Enana Marr¨®n nos ponemos de muy mal humor en cuanto caen tres gotillas de agua. La otra tarde pas¨® as¨ª. La que esto escribe, enana marr¨®n como la que m¨¢s, maldec¨ªa la lluvia americana bajo una marquesina y pensaba: "?Cu¨¢ndo co?o acabar¨¢ esto?". Pasado un cuarto de hora, nuestra enana marr¨®n, asustadiza como es de truenos truculentos y de inundaciones en el metro, tuvo una revelaci¨®n. La marquesina bajo la que estaba refugiada era la de una cadena popular de peluquer¨ªas que se multiplican por toda la ciudad llamada Dramatic New York. Muchas veces, en las traducciones de art¨ªculos, se toma dramatic por dram¨¢tico, pero ser¨ªa radical. De cualquier forma, yo calificar¨ªa de dram¨¢tico lo que ocurri¨® a rengl¨®n seguido. La enana, nuestra hero¨ªna, aceptando que no se puede luchar contra los elementos, decidi¨® perder la tarde en Dramatic NY. No podr¨ªa describir los pelos con los que entr¨® nuestra enana, pero lo har¨¦: dram¨¢ticos, inauditos, chorreantes. Un peluquero ecuatoriano que hab¨ªa decidido no volver a ser ecuatoriano en su vida le pregunt¨® en ingl¨¦s si estaba dispuesta a hacerse un cambio (dram¨¢tico). Y ella, en su nueva actitud de aqu¨ª me las den todas, dijo: "Pos vale". Le pusieron una bata hasta los pies y el ecuatoriano le dijo que si le pod¨ªa hacer una foto del "ANTES". La enana se dej¨® hacer. Era una de esas tardes en que despu¨¦s del gran cabreo provocado por la tempestad te invade la calma. La enana de pelos dram¨¢ticos sonr¨ªe a la c¨¢mara. Tras el flash, el ecuatoriano empieza a trabajarle la cabeza como pose¨ªdo, ti?e, corta con diferentes tijerillas, peina, agita, parece que hasta se le va a subir al regazo para rematarla. Tras semejante intervenci¨®n, las ayudantes rusas le arrebatan la bata y la dejan frente al espejo. Luego, una de las rusas le pone colorete; otra, r¨ªmel; una tercera rusa le pinta los labios. La enana marr¨®n se mira al espejo. "Vaya, vaya, como dir¨ªa uno de esos dobladores de pel¨ªculas porno que sabe imitar Javier C¨¢mara, mira qui¨¦n tenemos por aqu¨ª...". El ecuatoriano vuelve a sacar la c¨¢mara y hace ahora fotos con las rusas, frente al espejo, con ¨¦l. Todo tiene el look (bastante dramatic) de aquel c¨¦lebre "Rupper, te necesito". Mi Rupper ecuato-neoyorquino me ense?a "el antes y el despu¨¦s". Es prodigioso: de zarrapastrosa a se?ora con posibles. Todos la rodean, las mu?ecas rusas, el ecuatoriano. Se siente como una m¨¢s en el universo Dramatic. La cajera dice que hacen un descuento del 30%. Ella, feliz como una perdiz. Entonces, la cajera entrega a nuestra hero¨ªna un documento. Es un contrato. Nuestra hero¨ªna, poco aficionada a leer contratos (por eso le ha pasado lo que le ha pasado en la vida), lee ¨¦ste. En dicho contrato, nuestra hero¨ªna cede los derechos de imagen para todas las tiendas Dramatic del mundo y en todos los soportes. Por primera vez repara en las enormes pantallas de televisi¨®n que adornan la peluquer¨ªa: en ellas aparecen mujeres acabadas, rotas por un destino fatal, que en manos de un peluquero Dramatic se convierten en princesas, cambian su destino. "No", dice, "no firmo ni de co?a". Todos los Dramatic la insisten y ella casi grita: "?Que he dicho que no!". Y paga. De pronto, los empleados se vuelven distantes, la expulsan de Universo Dramatic. Sigue lloviendo b¨ªblicamente. Nuestra enana marr¨®n se hubiera quedado refugiada en la peluquer¨ªa hasta que escampara, pero dado que se masca la tensi¨®n, sale a la calle. Y all¨ª se queda, bajo la marquesina, bajo las im¨¢genes de esas mujeres que firmaron el contrato a cambio de un 30% de descuento y que sirven de cachondeo permanente al transe¨²nte. Tiembla y piensa: "Yo pod¨ªa haber sido una de ellas".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.