La ¨²ltima estaci¨®n de la legalidad
A las cinco menos diez de una ma?ana fantasmal sal¨ª rumbo al aeropuerto. En una ciudad tan grande como M¨¦xico, DF, el aeropuerto queda siempre lejos, y si el viaje se hace a horas menos fantasmales, el trayecto se complica: hay que sortear nudos y enjambres de autom¨®viles, improvisar rutas por calles aleda?as y encomendarse a alg¨²n dios para que el taxi no tope con un obst¨¢culo insalvable, que bien pudiera ser una manifestaci¨®n de campesinos con machetes, o una procesi¨®n de maestros inconformes con sus sueldos de hambre, o una peregrinaci¨®n de devotos de la Virgen de Guadalupe. Pero a esas horas no hab¨ªa tr¨¢fico, ni enjambres, ni peregrinaciones: no hab¨ªa nada que entorpeciera nuestra ruta hasta que, al final de una calle, topamos de frente con uno de los campamentos que ha instalado L¨®pez Obrador, en pleno paseo de la Reforma, como protesta por el resultado de las elecciones presidenciales.
Quer¨ªa ir a husmear a esa zona donde todos los d¨ªas llegan cientos de inmigrantes
Fotografi¨¦ una cruz que alguien hab¨ªa clavado all¨ª en memoria de un emigrante ahogado
Cruzando la frontera que marca el r¨ªo Bravo est¨¢ Laredo, Tejas, los Estados Unidos de Am¨¦rica
El proyecto era viajar a la frontera, recorrer la base del tri¨¢ngulo que, en un momento de inspiraci¨®n, trac¨¦ en un plano, y que iba de Nuevo Laredo a Reynosa, con un v¨¦rtice oriental que situ¨¦ en el pueblo tejano de Falfurrias. Quer¨ªa ir a husmear a esa zona donde todos los d¨ªas llegan cientos de inmigrantes que han recorrido un tercio de Latinoam¨¦rica en autob¨²s o de polizones en un tren, con la ilusi¨®n de cruzar la frontera y hacerse una nueva vida en Estados Unidos.
El viaje al norte que hacen los emigrantes latinoamericanos se parece en lo esencial al que emprenden los africanos hacia las costas europeas: los dos intentan salir de la miseria, los dos buscan una vida m¨¢s digna. Este fen¨®meno que existe desde hace d¨¦cadas en la frontera entre M¨¦xico y Estados Unidos, en la l¨ªnea que separa a ricos de pobres, deber¨ªa observarse con mucha atenci¨®n desde Europa, donde el fen¨®meno es relativamente nuevo, con la idea de ahorrarse esfuerzos in¨²tiles; por ejemplo: ni las vallas, ni las cercas; ni la polic¨ªa fronteriza, ni el ej¨¦rcito, ni los vuelos rasantes en avi¨®n militar o helic¨®ptero, ni la vigilancia con c¨¢maras de televisi¨®n sirven para detener al emigrante que quiere meterse en un pa¨ªs. Y la raz¨®n es muy sencilla: siempre ser¨¢ m¨¢s poderosa la desesperaci¨®n de quien quiere sacar a su familia de la miseria, que la vigilancia del empleado a sueldo que cumple con su trabajo en la frontera. Estados Unidos, despu¨¦s de d¨¦cadas de aplicar el remedio de la valla, la vigilancia, la represi¨®n y la deportaci¨®n, tiene ahora dentro de su pa¨ªs a millones de inmigrantes que hablan espa?ol y hacen barbacoas los domingos en sus jardines.
El campamento de L¨®pez Obrador en pleno paseo de la Reforma interrumpi¨® nuestra ruta al aeropuerto, el morro del Volkswagen verde qued¨® a medio metro de una se?ora que, con una concentraci¨®n que provocaba escalofr¨ªos, vigilaba la evoluci¨®n de un caldo en una marmita. El taxi tuvo que improvisar una ruta intricada, imaginativa y siniestra; atravesamos el patio de un mercado, nos montamos en un par de aceras y, en determinado momento crucial, siguiendo la amable sugerencia del ch¨®fer, tuve que darle dinero a un polic¨ªa para que quitara la barrera que imped¨ªa el paso a una avenida imprescindible. "P¨¢sele", dijo el polic¨ªa mientras se embolsaba el billete que contabilic¨¦ como la primera cifra de mi hoja de gastos. Eran las cinco de la ma?ana y segu¨ªa de noche, la radio del taxi iba sintonizada en una emisora que transmit¨ªa permanentemente noticias y, al tiempo que vol¨¢bamos por la avenida despejada que yo acababa de alquilar, iba oyendo una colorida antolog¨ªa de sucesos: una mujer que hab¨ªa dado a luz en la calle y que hab¨ªa sido auxiliada por un vendedor ambulante de peri¨®dicos; la aprehensi¨®n de un pederasta con apellido liban¨¦s; el aterrizaje, forzoso y sumamente sospechoso, de un helic¨®ptero en una avenida importante; y la declaraci¨®n que hizo el procurador de justicia, a prop¨®sito de una balacera entre narcotraficantes en la ciudad, una declaraci¨®n que es una joya y que anot¨¦ en mi libreta para no olvidarla: "No es una guerra de narcos, sino una rencilla entre narcomenudistas". Al final de aquella antolog¨ªa, el locutor dio un aviso que ilustra a la perfecci¨®n las dimensiones del pa¨ªs, o m¨¢s bien, la forma en que se desborda este pa¨ªs de m¨¢s de cien millones de habitantes; con una voz ronca y sobria dijo tres tel¨¦fonos para tres M¨¦xicos distintos: uno para los que o¨ªan el programa en la ciudad, otro para los que lo o¨ªan "en el interior de la rep¨²blica" y otro para los que estaban en Estados Unidos y quer¨ªan expresar alguna opini¨®n.
A las cinco y veinte, el aeropuerto herv¨ªa, el ch¨®fer del taxi tuvo que hacer una ¨²ltima maniobra imaginativa para poder dejarme en la puerta, una maniobra que inclu¨ªa 25 metros en reversa y un culebreo suicida entre dos autobuses que provoc¨® el silbatazo reprobatorio del polic¨ªa que estaba ah¨ª para resguardar el orden, un orden invisible que era id¨¦ntico al caos. Pagu¨¦ el taxi y empec¨¦ a hacerme un hueco entre la multitud, busqu¨¦ la fila que me tocaba y tuve que ensayar varias operaciones mentales antes de comprender que no ten¨ªa que agregarme al final de la cola, sino en la ¨²ltima vuelta de un caracol de personas que se confund¨ªa con los caracoles que generaban las otras ventanillas. Me pregunt¨¦ si no era una necedad volar al oeste de Falfurrias, y si era pertinente dejar la Ciudad de M¨¦xico, ese monstruo lleno de historias que ahora atraviesa por un periodo de incertidumbre.
El d¨ªa anterior hab¨ªa asistido a dos escenas que me hicieron ver que esa ciudad, en la que viv¨ª muchos a?os, pasa por un momento raro: dos veces en el mismo d¨ªa estuve sentado con amigos frente a un aparato de radio que transmit¨ªa noticias, y esta gente que siempre conversa y se r¨ªe mucho, ahora guardaba frente a la narraci¨®n del locutor un silencio herm¨¦tico.
La verdad es que la cola en forma de caracol era tan larga que hab¨ªa demasiado tiempo para pensar preguntas necias. "Ya escribir¨¦ sobre la Ciudad de M¨¦xico cuando puedan valorarse las secuelas del infarto", pens¨¦, y luego conect¨¦ el iPod, y para enfocar con decisi¨®n el viaje eleg¨ª una canci¨®n de Stevie Ray Vaughan que se llama Texas flood, una pieza contundente y vital que habla de una inundaci¨®n en Tejas que arruina las l¨ªneas telef¨®nicas y deja a Stevie sin la posibilidad de hablar con su novia. La canci¨®n, descontando el punto geogr¨¢fico hacia donde me dirig¨ªa, ten¨ªa poco que ver con mi investigaci¨®n period¨ªstica, pero hab¨ªa una l¨ªnea que anot¨¦ como primera coordenada del viaje: "Regreso a casa, donde no hay inundaciones ni tornados, donde el sol brilla todos los d¨ªas". Me pareci¨® que los desastres naturales de los que huye el personaje de esta canci¨®n, m¨¢s la nostalgia de la tierra que ha dejado, donde brilla el sol, aunque no sea cierto, eran una met¨¢fora del mundo en colisi¨®n al que me dirig¨ªa, de esa franja fronteriza donde se estrellan las razas, las lenguas, los mercados y las econom¨ªas, donde el espa?ol empieza a hacer cortocircuito con el ingl¨¦s.
La cola para pasar debajo del arco detector de metales era otro caracol en el que invert¨ª 40 minutos y el ¨¢lbum completo de Ray Vaughan; a pesar de que todo funcionaba a la perfecci¨®n, el tr¨¢mite era excesivamente lento, la cola flu¨ªa sin incidentes, pero ¨¦ramos demasiada gente queriendo pasar por el mismo arco.
A las siete en punto, milagrosamente, estaba a bordo del avi¨®n volando hacia Nuevo Laredo, esa ciudad inh¨®spita que est¨¢ al oeste de Falfurrias y al noroeste de Reynosa. Ped¨ª zumo de naranja y repas¨¦ lo que escribi¨® Jos¨¦ Revueltas sobre aquella ciudad: "Lleg¨® en una de esas ma?anas polvorientas de Nuevo Laredo, una de esas polvorientas ma?anas de Am¨¦rica Latina". La que lleg¨® hab¨ªa sido La Tejanita, uno de los personajes de su novela Los muros de agua, que unos p¨¢rrafos m¨¢s adelante se adentra en la candente realidad de la ciudad fronteriza: "Los ni?os morenos y ventrudos, flacos, sal¨ªan a la calle con los ojos turbios de pereza y de anemia, para jugar en el polvo atroz. (...) Las mujeres de senos ca¨ªdos espantaban con fatalidad y negligencia las furiosas moscas que zumbaban con rabia, hambrientas (...). Los mendigos clamaban socorro en ingl¨¦s a los turistas yanquis, procurando aterrorizarlos con sus llagas; los agentes aduanales, con trajes blancos de verano, beb¨ªan cerveza helada en alg¨²n bar, y en los burdeles, las prostitutas se ofrec¨ªan a los desaprensivos norteamericanos, de larga nariz y gorra clara, por un d¨®lar toda la noche".
Una hora y 20 minutos m¨¢s tarde bajaba la escalerilla del avi¨®n tratando de asimilar los 40 grados cent¨ªgrados que asolaban la ciudad, en esa polvorienta ma?ana latinoamericana que unas horas despu¨¦s alcanzar¨ªa los 44 grados y har¨ªa que mi pluma estilogr¨¢fica, habituada a climas m¨¢s benignos, se desangrara de calor en el bolsillo de mi camisa.
M¨¦xico termina en Nuevo Laredo. Cruzando la frontera que marca el r¨ªo Bravo est¨¢ Laredo Tejas, los Estados Unidos de Am¨¦rica. Este pa¨ªs, con el que sue?an miles de emigrantes latinoamericanos, se ve desde el otro lado del r¨ªo. Cualquiera sabe que, con suerte, basta nadar un poco y moverse con astucia y sigilo para estar dentro del imperio. Hace 200 a?os, en esas tierras polvorientas, los hombres de Laredo batallaban como vaqueros de pel¨ªcula contra comanches y apaches, sembraban la ribera de historias que a?os despu¨¦s rodaron, por citar dos ejemplos notorios, John Ford (R¨ªo Grande, con John Wayne y Maureen O'Hara, en 1950) y Howard Hawks (R¨ªo Bravo, tambi¨¦n con John Wayne y Dean Martin, en 1959). Este r¨ªo emblem¨¢tico que divide los dos pa¨ªses nace en las Monta?as Rocosas, en Colorado, y con el nombre de r¨ªo Grande baja hacia el sur, pasa por Albuquerque y entra a M¨¦xico por Ciudad Ju¨¢rez, y a partir de ah¨ª corre llam¨¢ndose r¨ªo Bravo hacia el sureste, dibuja una frontera serpenteante y desemboca en el golfo de M¨¦xico en una playa de nombre enigm¨¢tico: Bagdad.
Por Nuevo Laredo pasa el 36% de todo el comercio que hay entre los dos pa¨ªses, dato nada menor si se toma en cuenta que hay 3.200 kil¨®metros de frontera, y cada d¨ªa 8.000 veh¨ªculos y 300.000 personas con pasaporte cruzan de un pa¨ªs a otro. Con tanta movilidad es dif¨ªcil saber cu¨¢ntos habitantes tiene la ciudad, porque a las cifras de los viajeros con documentos hay que sumar la de los indocumentados que llegan ah¨ª, de M¨¦xico y de muchos pa¨ªses de Latinoam¨¦rica, a ver de qu¨¦ forma logran colarse a Estados Unidos.
El complejo tejido social de Nuevo Laredo se ha enrarecido durante los ¨²ltimos a?os por el crecimiento descomunal que ha experimentado el narcotr¨¢fico. Este auge desmedido ha condicionado la vida en la ciudad, los capos negocian con los jefes de la polic¨ªa, o con el ej¨¦rcito, mientras sus hombres de confianza beben y tiran balazos en bares y discotecas, o se disputan el territorio en una batalla con bazookas y rifles de alto poder, parapetados detr¨¢s de las jardineras de la calle principal. El balance de las exportaciones del narcotr¨¢fico habla por s¨ª solo: en el a?o 2001, al principio del Gobierno del presidente Fox, el 72% de la coca¨ªna consumida en Estados Unidos proven¨ªa de carteles mexicanos; para el a?o 2004, la cifra ya iba por el 94%.
Lo primero que hice al aterrizar fue llamar a Jos¨¦ Luis, un hombre grande y generoso que es caporal de un rancho que colinda con el r¨ªo Bravo. Jos¨¦ Luis es un t¨ªpico nativo de esas tierras, tiene algo de apache y de tejano, y conduce su furgoneta como quien atraviesa territorio comanche en una carreta de caballos. Con esa paciencia y con esa parsimonia nos fuimos internando por un camino polvoriento, marcado por los huisaches, las v¨ªboras y las ondas aceitosas que produc¨ªa a lo lejos el calor. Jos¨¦ Luis me fue contando, mientras lleg¨¢bamos a una zona del r¨ªo donde pod¨ªamos agazaparnos para ver cruzar a los emigrantes, a los mojados o wetbacks [espaldas mojadas], la historia de un ecuatoriano que, en una traves¨ªa rocambolesca de varios meses, en la que fue asaltado, maltratado y denigrado por todas las mafias de Centroam¨¦rica y por la mayor¨ªa de los cuerpos policiacos mexicanos, lleg¨® finalmente al rancho donde trabaja Jos¨¦ Luis, y ah¨ª se entreg¨® a la tarea de cruzar a nado a Estados Unidos. Para no hacerles el cuento largo, que Jos¨¦ Luis con sus parsimonias hizo largu¨ªsimo, este emigrante ecuatoriano, cuyo apodo es El Negro, cruz¨® 10 veces el r¨ªo a nado y en todas lo pill¨® la polic¨ªa fronteriza y lo regres¨® a M¨¦xico. Un buen d¨ªa, El Negro desapareci¨® y, cuando todos pensaban que se hab¨ªa cansado de intentarlo y hab¨ªa regresado a su pueblo en Suram¨¦rica, llam¨® por tel¨¦fono a Jos¨¦ Luis para decirle que lo hab¨ªa logrado y que estaba viviendo y trabajando en Nueva York. Aparcamos la furgoneta detr¨¢s de un huisachal, caminamos hacia la orilla del r¨ªo Bravo y ah¨ª nos agazapamos en medio de dos matorrales.
El r¨ªo Bravo tiene un caudal aparentemente manso, y del lado mexicano, en el m¨¦dano que nos hab¨ªamos agazapado, tiene poca profundidad y puede cruzarse caminando, pero unos metros antes de alcanzar la otra orilla, como si la naturaleza se hubiera puesto de parte del imperio, se vuelve profundo y turbulento, y con mucha frecuencia arrastra a grupos completos de wetbacks y muchos mueren ahogados. El drama no cesa en la ribera del Bravo porque muchos llegan hasta ah¨ª, hasta el punto donde Jos¨¦ Luis y yo observ¨¢bamos agazapados, sin idea de que los ¨²ltimos metros de ese v¨ªa crucis que empez¨® en El Salvador, en Honduras o en Veracruz, tienen que hacerlos nadando, y nunca nadie les hab¨ªa ense?ado a nadar. Desde nuestro escondite fotografi¨¦ una cruz que alguien hab¨ªa clavado el d¨ªa anterior en memoria de un emigrante ahogado. Era una cruz de madera pintada de blanco, con la fecha del d¨ªa anterior y un nombre con apellidos; la espalda de la cruz daba hacia M¨¦xico, y el frente, donde estaba la inscripci¨®n, a Estados Unidos; el autor del homenaje hab¨ªa puesto el nombre de su amigo mirando a la orilla so?ada que no hab¨ªa podido conquistar. "?sos van a brincar del otro lado", me dijo Jos¨¦ Luis se?alando una lancha que navegaba a mitad del r¨ªo, con tres hombres a bordo que se dedicaban, aparentemente, a la pesca, pues uno de ellos acababa de tirar una red al r¨ªo. "?C¨®mo lo sabes?", le pregunt¨¦. "Porque en estas aguas no se pesca con red", me dijo.
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