Tiempo de pertenencia
POR LA VENTANA abierta se escapan las palabras del cuento y entran las fiestas de agosto. Mi hija est¨¢ casi dormida. En el tobog¨¢n de sus ojos cansados resbalan la m¨²sica lejana de los barracones de feria y las ¨²ltimas andanzas del h¨¦roe que consigue ajustar cuentas con la realidad en las p¨¢ginas de un libro. La vida da vueltas como los tiovivos, los veranos van y vuelven, las estrellas regresan sobre el azul oscuro del cielo, los h¨¦roes consiguen imponer una vez m¨¢s la felicidad al final de los cuentos, y la ni?a se queda dormida, casi dormida. Todo respira con el pulso eterno de una circunferencia, hasta que el motor desesperado de una moto corta la realidad por la tangente. La ni?a se conmueve, protesta, recuerda que sus hermanos mayores no han querido llevarla a las fiestas del pueblo, y vuelve a quedarse dormida en medio de una explicaci¨®n. Ya estuvimos ayer, y anteayer...
Me quedo pensando en el ruido de las motocicletas y en el vocabulario de la realidad. El mundo cambia de lenguaje poco a poco, sin que nos demos cuenta, conden¨¢ndonos a los ejercicios de memoria y a las incomprensiones generacionales. Las cosas y los ruidos transforman sus significados, cambian de piel, crean distancias. El ruido de las motocicletas tiene para mi hija el significado de las noches de fiesta de sus hermanos mayores, la libertad orgullosa de una juventud sin horarios, sin culpas ni sermones, que derrocha su alegr¨ªa y consume el tiempo como consume pantalones vaqueros, carreras universitarias, amores de un amanecer, videojuegos, botellas de ron y bolsas de chucher¨ªas. En las noches desnudas de agosto, mientras las motocicletas y los coches se convocan en los bares del puerto y la m¨²sica vibra con plenitud temeraria, hasta parecen amables las inquietudes del futuro, las amenazas de los contratos basura y las nuevas versiones carn¨ªvoras del mercado laboral. Resulta amable este miedo, sobre todo si se compara con el significado de las motocicletas en mi infancia.
Yo nac¨ª en Granada, y crec¨ª junto a una estaci¨®n de tranv¨ªa, una Cruz de los Ca¨ªdos y una alameda. En los primeros a?os sesenta, los barrios de Granada se mezclaban con el campo de forma repentina. La clientela del bar de la estaci¨®n se compon¨ªa de los campesinos vestidos de domingo, que bajaban desde los pueblos de la Sierra, cualquier d¨ªa laborable, a hacer gestiones en la ciudad, y de los alba?iles de las obras cercanas, que celebraban con una copa de aguardiente el comienzo o el final de la jornada. La pandilla de ni?os en vacaciones, despu¨¦s de columpiarse en las columnas con cadenas de la Cruz de los Ca¨ªdos o de perseguir lib¨¦lulas por las alamedas del Genil, irrump¨ªa tambi¨¦n en el bar y abusaba de la paciencia familiar del camarero en busca de vasos de agua y de partidas de futbol¨ªn a cuenta de las pagas semanales.
En el taller de motos del barrio se mezclaban las estampas de la Virgen de las Angustias con la propaganda sexy de alguna marca de co?¨¢ barato, esa mujer de escote abultado y cabellera suelta que sonre¨ªa desde la pared a una realidad llena de grasa, pinchazos y buj¨ªas gripadas. El caf¨¦ con leche de los campesinos vestidos de domingo se mezclaba del mismo modo con el aguardiente de los alba?iles, en una atm¨®sfera densa que reun¨ªa los andamios de las nuevas extensiones de la ciudad, los chistes malsonantes, la ropa limpia de las visitas a los hospitales, la decencia de los carn¨¦s de familia numerosa, las alas de las lib¨¦lulas y los certificados de buena conducta expedidos en la comisar¨ªa. El tranv¨ªa de la Sierra, que paraba enfrente de la Cruz de los Ca¨ªdos, estaba menos acostumbrado a los excursionistas que a la gente de los pueblos, mujeres con cestos que buscaban recetas en la consulta de un m¨¦dico y hombres que renovaban las licencias de sus escopetas de caza en el cuartel de la Guardia Civil. Los alba?iles golpeaban el mostrador del bar, ped¨ªan otra copa, hac¨ªan alg¨²n comentario ambiguo sobre los tiempos sufridos y luego se marchaban en sus motos. Pero el ruido de los motores no era muy orgulloso, m¨¢s bien parec¨ªa un lamento sostenido.
Casi al amanecer, mientras daba vueltas bajo la respiraci¨®n calurosa de un verano inconmovible, volv¨ªa a o¨ªr desde mi cama el ruido de las motocicletas. Los alba?iles regresaban al bar de la estaci¨®n para tomar el caf¨¦ y la copa de co?¨¢ antes de distribuirse por sus obras. El vocabulario de las motocicletas me devuelve el lamento de una Derby conducida por un alba?il con alpargatas, cargado de comentarios malsonantes sobre los tiempos y con el guiso del d¨ªa en una tartera. Ya no existen la estaci¨®n del tranv¨ªa, ni la Cruz de los Ca¨ªdos, ni la alameda del Puente Verde. As¨ª que, bien pensado, decir que soy de Granada no aclara mucho las cosas. M¨¢s que a una ciudad, que se hace y se deshace en el aire como las alas de una lib¨¦lula, pertenecemos en realidad a un tiempo. Mientras cierro el libro y apago la luz del cuarto de mi hija, pienso que pertenezco a un tiempo en el que la gente se vest¨ªa de domingo para soportar las salas de espera de los hospitales y las comisar¨ªas. Las motocicletas no significaban entonces la temeridad juvenil de un tiempo libre.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.