El Hombre del Tiempo
Le vi hacer dos pozos. Algunos m¨¢s har¨ªa por ah¨ª adelante. Pozos para extraer agua, artesianos. Aunque su trabajo no era el de pocero. Al contrario. Quiero decir que su trabajo estaba relacionado con la elevaci¨®n y no con la profundidad. Era alba?il y levantaba estructuras y paredes. Tambi¨¦n lleg¨® a hacer algunas casas en solitario, con ayuda mutua para colocar la placa. Entre ellas, la suya. La nuestra. ?sta la hizo poco a poco. Los domingos y festivos. No iba nunca a misa. Cuando se acercaba al templo, por compromiso familiar, se quedaba siempre a la puerta. Hab¨ªa un sacramento que le indignaba: el de la Confesi¨®n. Creo que Manuel era un buen alba?il. Durante mucho tiempo trabaj¨® con Jos¨¦, un compa?ero m¨¢s joven, que le llamaba maestro. Jos¨¦ de Vilamouro era muy serio, muy callado, y en la faena s¨®lo se manifestaba con las onomatopeyas graves y arm¨®nicas de las herramientas. As¨ª que el hecho de dirigirse a mi padre como "maestro", el darle ese trato con naturalidad, me hizo sentir orgulloso. A veces se pon¨ªan los dos a silbar pasodobles; eso era cuando alisaban el recebo con la regla y el esparavel, despu¨¦s de espolvorear con cemento blanco. Mi padre hab¨ªa sido m¨²sico en la juventud, y segu¨ªa tocando el sax¨®fono en verbenas y salones de baile los fines de semana, pero eso es otra historia. Lo cierto es que silbaba muy bien, animaba los movimientos, y quiz¨¢ eso influ¨ªa para que Jos¨¦ enfatizara su calidad de maestro.
Cuando trabajaba en las cercan¨ªas, iba a llevarle la comida en una peque?a olla, de color teja, sujeta la tapa por una tira de goma de neum¨¢tico. Hab¨ªa otro detalle que yo asociaba con la maestr¨ªa, y era el esmero que pon¨ªan a la hora de relacionarse con las herramientas. Al terminar la jornada, las recog¨ªan y las lavaban con pulcritud, que no quedara ni una costra. La escrupulosidad era una parte esencial del trabajo. Las manos encallecidas y arrugadas por la humedad tomaban la forma del esparto para recorrer las superficies de madera y metal. Y las colocaban, las herramientas, en un orden de criaturas de Darwin, de durmiente evolucionismo. Hasta ma?ana.
La forma en que un d¨ªa me explic¨® la funci¨®n de la plomada y, en especial, de la burbuja de aire en el nivel: eso tambi¨¦n era propio de un maestro. La casa se apoya en esta burbuja de aire, aqu¨ª, como la ves. La burbuja ve mejor que el ojo. Lo corrige. Es m¨¢s sincera. T¨² levantas una pared y te parece que lo est¨¢s haciendo de maravilla, pero igual va la burbuja del nivel y te dice que no. Y ella es la que tiene raz¨®n.
La burbuja del nivel, aquella gota de vac¨ªo inteligente y sincero, ejerci¨® desde entonces una atracci¨®n hipn¨®tica sobre el ojo y el reflejo inmediato de mirar el nivel o desnivel de las cosas que nos rodeaban. Las herramientas fueron los mejores juguetes de nuestra infancia. Nosotros viv¨ªamos en un barrio de A Coru?a, Monte Alto, donde est¨¢ situada la Torre de H¨¦rcules, con su legendario faro. Siempre pens¨¦ que el faro, adem¨¢s de emitir destellos, iba recogiendo con sus aspas luminosas todos los secretos de la ciudad y que los guardaba en sus cimientos, junto con las tibias y la calavera del tirano Geri¨®n. Por entonces, cuando les preguntaban a los ni?os qu¨¦ quer¨ªan ser de mayores, siempre hab¨ªa alg¨²n valiente que respond¨ªa: "?Emigrante!". Pues bien, mi padre emigr¨® y trabaj¨® durante un a?o en la construcci¨®n en Venezuela. Un d¨ªa de calor infernal, baj¨® al puerto de La Guaira y bebi¨® agua de un cubo con hielo del pescado. Estuvo a punto de morir, sin asistencia m¨¦dica, encerrado en un barrac¨®n, con fiebres alt¨ªsimas, delirando durante d¨ªas. Siempre contaba que lo salv¨® un loro. La voz de un loro que llamaba por una mujer. El loro exist¨ªa, lo hab¨ªa o¨ªdo antes de caer enfermo. Y tambi¨¦n la mujer. As¨ª que fue esa voz la que le sirvi¨® de marca, de referencia, para retornar a la consciencia. Mi padre contaba que tuvo por compa?ero un pe¨®n negro, muy buen conversador, que s¨®lo se inmutaba cuando ¨¦l le propon¨ªa venir a Espa?a: "?T¨² est¨¢s loco, gallego! All¨ª a los negros nos tiran al mar". ?l volvi¨® con unos ahorros, pocos, pero suficientes para comprar un trozo de terreno en un monte del extrarradio, cerca del Castro de Elvi?a, un lugar donde ten¨ªa sentido jugar a buscar tesoros. Al final de los a?os cincuenta hab¨ªa aparecido all¨ª el llamado tesoro de Elvi?a, con torques y una preciosa diadema de oro de est¨¦tica celta (los historiadores dicen que en Galicia no hab¨ªa celtas, pero alguien habr¨ªa). Celtas o no, a mis nuevos amigos les gustaban las herramientas casi tanto como el f¨²tbol. As¨ª que jug¨¢bamos mucho a trabajar.
El acceso a nuestra nueva casa era dif¨ªcil. Al principio era una planta baja, con cocina, dos cuartos y una cuadra. Hab¨ªa un problema importante. Mi padre andaba a la b¨²squeda de otro tesoro: el agua. La casa estaba en una ladera y ¨¦l cav¨® un pozo convencido de que pronto aparecer¨ªa el manantial. Cav¨® y cav¨®. Se encontr¨® con granito y luch¨® bravamente con la piedra con la marra, cu?as de hierro y hasta una barrena. Era incre¨ªble. Hab¨ªa agua por todas partes, menos en el pozo. Mientras ¨¦l exploraba en distintos puntos de monte, el agua afloraba a veces en el propio suelo de la vivienda con una sorna balbuciente. La casa estaba situada de tal forma que era un lugar de paso obligado para todas formaciones nubosas del noroeste peninsular. El primer televisor que vimos en Castro lo trajo un emigrante de Alemania, un hombre muy generoso, Rigal, que ten¨ªa una hija, Mar¨ªa Victoria, tan alta, lista y pelirroja que parec¨ªa salida de la pantalla. All¨ª fue donde vimos por primera vez al Hombre del Tiempo. Mariano Medina, creo que se llamaba. Parec¨ªa tambi¨¦n un buen hombre, no lo dudo, pero despu¨¦s de hablar de isobaras, de altas y bajas presiones, el puntero de su vara, como la de un mago malo, apuntaba de forma invariable, con una tenacidad inclemente, a la techumbre de nuestra casa para anunciar el pr¨®ximo paso del Cicl¨®n de las Azores. Y el fen¨®meno atmosf¨¦rico, con nombre de boxeador, se presentaba siempre puntual. Descargaba sobre nosotros mares de agua que lo inundaban todo, excepto el pozo.
Por aquel entonces mi padre viv¨ªa una mala racha. Trabajaba para una empresa, en las alturas (de la obra, no de la empresa), azotados los andamios por el viento y la lluvia. Tendr¨ªan que pasar muchos a?os, al llegar la jubilaci¨®n, para que nos confesara que toda la vida tuvo v¨¦rtigo. El temible Cicl¨®n de las Azores, dirigido por el Hombre del Tiempo, parec¨ªa haber venido para quedarse sobre nuestras cabezas. Aquel invierno, mi padre pas¨® una noche de temporal en vela para reforzar la techumbre, de vigas de eucalipto, que gem¨ªa como voz animal. Por la ma?ana tom¨® un pocillo de caf¨¦ solo, que era siempre su ¨²nico desayuno, mir¨® por la ventana hacia la ciudad y pens¨® en voz alta: "?Qui¨¦n me diera unos d¨ªas en la c¨¢rcel!". Mi madre, Carmi?a, que ten¨ªa un arranque muy l¨²cido, de su tiempo de lechera, exclam¨® por su cuenta: "?Y a m¨ª una temporada en el hospital!". Fue un instante decisivo en mi educaci¨®n. Ah¨ª entend¨ª el pleno sentido de la iron¨ªa popular en la sociedad de riesgo. Nueve meses despu¨¦s, m¨¢s o menos, naci¨® un nuevo hermano.
El Hombre del Tiempo retirar¨ªa su puntero por unos d¨ªas y apareci¨® un trabajo mejor. Mi padre recibi¨® el encargo de construir otra peque?a casa para unos vecinos, los Valeiro; en este caso, trabajadores en el norte de Inglaterra. A este pa¨ªs tambi¨¦n se hab¨ªa ido con su familia uno de mis mejores amigos, de apodo O'Roxo. Camino de la escuela, me dijo: "Ma?ana me marcho para Inglaterra y t¨² te quedas aqu¨ª". No lo dijo con acritud, sino como un enunciado cient¨ªfico. Eso me dej¨® muy entristecido. Volviendo a los trabajos de mi padre, al lado de la emergente vivienda de los Valeiro, traz¨® una ma?ana temprano un c¨ªrculo y se puso a cavar. Primero con un azad¨®n. Era tierra negra, buena tierra, que se dejaba trabajar. Luego apareci¨® una capa de xabre, arena barrosa mezclada con piedras. Pegajosa al pico y m¨¢s pesada para palear. Era un d¨ªa soleado y mi padre avanzaba tierra adentro con alegre excitaci¨®n, consciente de que esta vez no peleaba con el vac¨ªo. Se ol¨ªa el agua. Se le o¨ªa murmurar. Al anochecer, el manantial ya le lam¨ªa las botas. Ten¨ªa aquel pozo algo m¨¢s de dos metros, un poco por encima de su cabeza.
Le dol¨ªa la sequ¨ªa de su pozo. La burla del manantial. Un d¨ªa trajo a un zahor¨ª. El viejo parec¨ªa muy profesional. Recorri¨® el monte con dos varillas cruzadas que parec¨ªan surgir como ap¨¦ndices de sus manos sarmentosas. En alg¨²n momento se detuvo -?James Lovelock escuchando a Gaia, la diosa Tierra!- y las varillas se estremecieron, a punto de vibrar con excitaci¨®n. Pero s¨®lo hab¨ªa sido un calambre nervioso. Luego repiti¨® la operaci¨®n con un colgante de cobre de forma cil¨ªndrica y punta c¨®nica. Nada. El viejo no quiso cobrar. El manantial permanec¨ªa mudo, agazapado en alguna parte. El rostro de mi padre se tens¨® aquella noche cuando en el televisor del bar de Leonor apareci¨® el Hombre del Tiempo con su vara infalible. El puntero, otra vez, encima de nuestra casa.
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