Chiquilandia
La plaza de Gipuzkoa resume el mundo con su lago-oc¨¦ano, donde a veces entre los cisnes se oculta el caballero Lohengrin un poco aquejado de reuma y temeroso de las gripes de las aves tanto que ha dejado de so?ar con ¨®peras para interesarse por las cataplasmas, su monta?a con gruta y cascada, por donde se accede a la Selva Profunda del Hombre Enmascarado con un mill¨®n y pico de aventuras, y ese resumen del universo en el templete-planetario al que s¨®lo le falta la noche.
Tambi¨¦n hay un reloj que marca las horas en flores y que a nada que tuviera carill¨®n las dar¨ªa en c¨¦sped. Entrar en el jardincillo de la plaza de Gipuzkoa es abstraerse del mundo y volverse poeta japon¨¦s. Hay quien por aquello de la m¨ªmesis arroja monedas por el parapeto del puentecillo como si estuviera en la Fontana de Trevi no faltando tampoco los ni?os que se traen el pan para los patos porque resultan extra?os cuando sumergen la cabeza y agitan la cola al aire y muy divertidos cuando se deslizan como trasatl¨¢nticos con plumas. Los patos son para los ni?os lo que la pol¨ªtica para los mayores: una fuente de sorpresas, s¨®lo que cuando se es ni?o no se indaga m¨¢s all¨¢ de la primera impresi¨®n por lo que rara vez sobrevienen las decepciones. Si los pol¨ªticos echaran pan a los patos, les pedir¨ªan el voto.
Entras en la plaza de Gipuzkoa y te das cuenta de que ya no eres eso que fuiste entre el olor a fritanga de churros
Si la plaza de Gipuzkoa es un jard¨ªn a la perfecta medida de los peque?os, durante la Semana Grande se convierte en su feudo porque en ella se instala el real de la feria infantil. La calma de a diario, donde m¨¢s que a nota discordante suelen sonar a chiste los graznidos de los patos -cu¨¢ntas carcajadas no habr¨¢ suscitado tan patoso club de la comedia-, se ve rota durante las fiestas por el zumbido de los motores, la sacudida hidr¨¢ulica de los frenos -suspiros de diplodocus-, el ulular de las sirenas y la estridencia argentina de las campanillas. A veces estalla la rabieta del ni?o que no se resigna a regresar a casa dejando el tiovivo para otra ocasi¨®n pero sobre todo predominan los gritos de impaciencia y las sonrisas satisfechas. Hay ni?a que galopa sobre el corcel de pl¨¢stico sinti¨¦ndose la reina de las Amazonas que su intuici¨®n le dicta. Saltan circunspectos en las camas el¨¢sticas casi todos pero se da la excepci¨®n del ni?o volatinero que se atreve con el salto mortal sin que su madre se percate de la haza?a porque en ese momento hablaba con su amiga. Como balizas del aire se elevan los globos cargados de un gras ingr¨¢vido que pugna por llevarse a las estrellas esos unicornios y corazones metalizados.
Gira el ovni volviendo marcianos por espacio de una vuelta a sus ocupantes. Aunque para emociones las de la monta?a rusa con forma de drag¨®n que acelera y se despe?a de una altura como de mesa de ping pong, que es como la de las dem¨¢s mesas pero en ex¨®tico. Muchos prefieren el cami¨®n de bomberos y tal vez el elefante o los propios cisnes para creer que cabalgan a lomos de los del estanque. Los m¨¢s aguerridos eligen los autos de choque y all¨¢ van d¨¢ndose los topetazos que no tendr¨ªan que darse de mayores. Porque ese es el problema, entras en la plaza de Gipuzkoa y te das cuenta de que ya no eres eso que fuiste entre el olor a fritanga de churros.
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