Confesiones de un lector
A VECES ES INEVITABLE sentirse un impostor. La capacidad de convicci¨®n del ego¨ªsmo, que se enreda en la vida como un seductor brillante y c¨ªnico en las conversaciones sentimentales, puede horadar los principios m¨¢s s¨®lidos. Uno se siente atrapado en su propia comodidad, mientras se ti?en de hipocres¨ªa las frases bienintencionadas, las esperanzas p¨²blicas y las apuestas por el inter¨¦s com¨²n. Confieso que cada verano, hacia la mitad del mes de agosto, mientras las horas pasan sin reticencias y los libros le¨ªdos me miran con una sonrisa limpia desde las estanter¨ªas, me asalta un inevitable sentimiento de impostura. Como cualquier profesor de Letras, como cualquier escritor, estoy obligado a defender en p¨²blico la importancia de los libros, las ventajas c¨ªvicas que encierra la costumbre de leer, los beneficios sociales de la educaci¨®n, el humanismo, las ficciones literarias y el ejercicio silencioso del pensamiento. Y no es que dude de la pertinencia de la lectura como valor ¨¦tico, pero...
La verdad es que el tiempo ocioso de los veranos me devuelve al sentimiento deslumbrado del lector puro. Porque, aunque siempre he pensado que es un poco rid¨ªcula la condici¨®n de los escritores puros, estoy convencido, por el contrario, de la existencia digna de los lectores puros, aquellos que nunca acaban de alejarse del adolescente que fueron, del muchacho con los ojos limpios y la luz encendida, que aprendi¨® las lecciones del amor, el odio, el miedo, la rebeld¨ªa y la serenidad, en las horas de la siesta o de la alta noche, con un libro en las manos. La lectura se parece entonces al ego¨ªsmo, al placer privado, a la sensaci¨®n de disponer para nosotros solos del tiempo y del mundo, de los oc¨¦anos y de las selvas, de los campos de batalla y de las alcobas. Hay buena luz, las aspas del ventilador giran como un caribe dom¨¦stico, por la ventana llegan algunos gritos desde la piscina, m¨¢s all¨¢ se extiende el verde saludable de los pinares, y todav¨ªa m¨¢s all¨¢ se agita el mar azul como un optimista imperturbable. Mi fe en la utilidad p¨²blica de la lectura se siente enrojecer, naufraga en el ego¨ªsmo del lector que estar¨ªa dispuesto a vender su alma para que nadie lo moleste, para que nadie llame al timbre de la casa en las horas siguientes. No se defiende la utilidad de los libros por generosidad social, sino por devoci¨®n o dependencia privada.
Como uno siempre se lleva trabajo atrasado a las vacaciones, met¨ª en mi maleta Por qui¨¦n doblan las campanas. Quer¨ªa releerme la novela de Hemingway, despu¨¦s de conocer un excelente ensayo de Francisco Ayala en el que se interpreta la calidad de la historia y se denuncia el pintoresquismo, el torerismo espa?olista con el que algunos escritores abordaron el drama de nuestra Guerra Civil. La inteligencia de Francisco Ayala localiza las situaciones irritantes de una novela que, pese a sus simpat¨ªas republicanas, es injusta con el protagonismo de algunos militares espa?oles leales y con la dimensi¨®n m¨¢s profunda de un conflicto que, como demostr¨® la Segunda Guerra Mundial, ten¨ªa poco que ver con el erotismo de la violencia taurina. Pero el pulso narrativo de Hemingway me alej¨® de mis suspicacias y mis tareas de profesor de literatura. Pese a las prevenciones, vol¨¦ el puente junto al dinamitero Robert Jordan y lo acompa?¨¦ hasta el final, metido yo mismo otra vez en la historia, apuntando al pecho del teniente Berrendo, oficial de la caballer¨ªa enemiga. El arte literario es precisamente aquello que puede convertir en inolvidable un libro lleno de estupideces, y hacer inaguantable una novela cargada de bellas intenciones.
La vuelta al lector puro de mi adolescencia me invit¨® a abandonar los libros de trabajo y a infiltrarme en la biblioteca de mi hija mayor. A mis hijos les regalo libros con la intenci¨®n, tambi¨¦n interesada, de que me comprendan, porque participar en la formaci¨®n de su biblioteca es un acto de suplicante y solapada complicidad. Acabo de pedir prestada La muerte en Venecia, y ya estoy sometido al poder letal del arte, de los cuerpos y de los viejos valores del esp¨ªritu, siguiendo los pasos de Gustav Aschenbach, o de Gustav Mahler, o de Thomas Mann. Mientras bajo a la playa privada del Hotel de Ba?os para vigilar a Tadzio, me saluda desde el cuarto de mi hija Fortunata y Jacinta, y en la melancol¨ªa lenta de Venecia estalla el Madrid ruidoso del siglo XIX, y los recuerdos apasionados de un lector que volver¨¢ a desear con todas sus fuerzas partirle la cara a Juanito Santa Cruz y acariciar la frente enferma de una muchacha que quiso ser un ¨¢ngel. Me consolar¨¢n los Veinte poemas de amor de Neruda.
Resulta dif¨ªcil no sonrojarse al defender la utilidad p¨²blica de la lectura, cuando se comprueba una vez m¨¢s, gracias a la generosidad de las vacaciones, que el lector verdadero dar¨ªa lo que fuese por no tener que salir de casa, que uno acaba trabajando, y haciendo oposiciones, y convirti¨¦ndose en profesor o en escritor, por culpa del deseo ego¨ªsta de quedarse en la cama leyendo, amenazado por los compromisos, los horarios y los timbres. Habr¨¢ quien no se sorprenda de esta contradicci¨®n. Una parte s¨®lida del pensamiento contempor¨¢neo defiende que los vicios privados y el ego¨ªsmo son la ra¨ªz de la moral p¨²blica. No es esa mi filosof¨ªa. Podr¨ªa explicarme, pero el art¨ªculo est¨¢ cumplido y, sobre todo, quiero terminar Muerte en Venecia, porque mi hija ya se ha terminado Fortunata.
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