En el Chile de Pinochet
La evoluci¨®n de este pa¨ªs latinoamericano de la dictadura a la democracia
Mis viajes a Chile, entre finales de los ochenta y hasta mediados los noventa, son incontables, y no siempre por motivos profesionales. Viajes del coraz¨®n, viajes de la amistad, viajes de la memoria y la nostalgia. ?ltima estaci¨®n, hace pocos meses, en Madrid. En el palacio de El Pardo, un grupo de mujeres espa?olas, reunidas por la vicepresidenta Mar¨ªa Teresa Fern¨¢ndez de la Vega en torno a Michele Bachelet. Una soprano, con acompa?amiento de guitarra espa?ola, cant¨® Te recuerdo, Amanda, de V¨ªctor Jara.
Habl¨¦ con Joan Jara, su viuda, en el transcurso de mi primer viaje a Chile, a mediados de su primavera de 1986 -nuestro oto?o-, al poco del fallido atentado contra Pinochet en el Caj¨®n del Maipu, que tanto reanim¨® la represi¨®n. Santiago era una ciudad tan triste, tan gris y agobiada como debieron serlo, en los primeros tiempos de la posguerra, las ciudades espa?olas de la derrota. Era dif¨ªcil hablar con quien fuera -Joan Jara, el padre Aldunate, comunistas, socialistas, sindicalistas, dem¨®crata-cristianos- sin tener que contener las l¨¢grimas. Tanta tragedia y frustraci¨®n se acumulaban.
Santiago era una ciudad tan triste, tan gris y agobiada como debieron serlo, en los primeros tiempos de la posguerra, las ciudades espa?olas de la derrota
Nunca me he sentido m¨¢s orgullosa de ser periodista y de trabajar para este diario que el d¨ªa del plebiscito, cuando muchos chilenos exhibieron el EPS
Soplones con carn¨¦
No result¨® sencillo entrar en Chile aquella vez, ni algunas que siguieron, pero siempre tuve a mi colega Manuel D¨¦lano esper¨¢ndome al otro lado de la aduana, con el coraz¨®n en vilo. Porque si en el primer viaje nadie me conoc¨ªa y pude presentarme oficialmente como "una periodista de la revista del domingo" -lo cual era rigurosamente cierto, s¨®lo que la idea que las autoridades de all¨ª ten¨ªan de un medio as¨ª difer¨ªa de la realidad de EPS-, a partir del segundo las cosas se fueron complicando: ya me hab¨ªan le¨ªdo. Y aunque el r¨¦gimen quer¨ªa adquirir una p¨¢tina de liberalidad, por la presi¨®n internacional y medi¨¢tica, ello no fue obst¨¢culo para que me adjudicaran un par de sapos o soplones que ten¨ªan carn¨¦ de periodista pero s¨®lo hac¨ªan reportajes para el Ministerio de Informaci¨®n.
Nunca publiqu¨¦ desde dentro del pa¨ªs, salvo cuando ya el no a la continuidad del r¨¦gimen triunf¨® en octubre de 1988, en el plebiscito planteado, con toda su soberbia, por el propio general Augusto Pinochet para perpetuar la dictadura. Mand¨¦ entonces una cr¨®nica sobre uno de los momentos m¨¢s ¨²nicos que me ha tocado vivir como periodista, es decir, que me ha tocado vivir: lo que fue la primera estocada para la lenta demolici¨®n del tirano. Lo que fue la primera alegr¨ªa que mucha gente recibi¨® despu¨¦s de tanto ac¨ªbar. La victoria en La Victoria narraba c¨®mo se hab¨ªa vivido el triunfo de los opositores en la poblaci¨®n-insignia, la m¨¢s representativa y combativa de la resistencia. Fue una de esas ocasiones en que sabes, lo sabes con la piel y con las tripas, que ¨¦se y no otro es el momento culminante, que hay que gozarlo porque luego vendr¨¢n las inevitables concesiones, las pausas, los retrocesos, los esforzados avances. Pero ese instante de lujo en que los vencidos vencen, y en que lo celebran, y ser testigo: eso ya no te lo quita nadie.
En mi primer viaje, para dar mejor el pego, me llev¨¦ un chaquet¨®n de vis¨®n comprado a plazos que era reversible: cuando iba a las poblaciones me pon¨ªa la pelusa por dentro, pero cuando visitaba a los de arriba lo luc¨ªa con los pelos para fuera. Me hizo entrar en m¨¢s sitios que el carn¨¦ de prensa que me hab¨ªan dado en Informaci¨®n, que se encontraba en el edificio que se llam¨® Gabriela Mistral, antes del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, con el que Pinochet -con la ayuda, qu¨¦ extra?o, de EE UU, entonces gobernados por Nixon y Kissinger- derroc¨®. Por cierto: result¨® una satisfacci¨®n no menor para m¨ª recibir, d¨¦cadas m¨¢s tarde, la Orden de Gabriela Mistral, de manos del presidente Lagos, mientras a Pinochet se le acercaba ya la nube negra, la encarnaci¨®n en el paciente ingl¨¦s, y una vejez que se parece mucho a un castigo, gracias al acoso de Castresana, Garz¨®n y multitud de chilenos con memoria que prestaron su testimonio.
Pero ya he dicho que hubo muchos viajes, imposible resumirlos todos. Quiz¨¢ consiga condensar emociones. Y la ambientaci¨®n. Ese Santiago del centro, esos edificios bancarios opresivos, las calles estrechas, siguiendo el modelo del primitivo Wall Street. Ese palacio de La Moneda, todav¨ªa con huellas de metralla en los muros que dan a la plaza. Esos hombres con blazers cruzados, de tela barata, que caminan cabizbajos, quieren confundirse con la masa, no destacar. Esos caf¨¦s en donde se re¨²nen y que ofrecen el aliciente de obligar a las camareras a vestir con minifalda para que los clientes puedan mirarles las piernas por debajo del mostrador volado. Ese siseo de cambistas que sale de los portales. Las galer¨ªas abigarradas y tristes, esos ascensoristas resignados, sentados en taburete, que le dan a una manivela que podr¨ªa perfectamente pertenecer a una pel¨ªcula de Hollywood de los a?os cuarenta. Ese hotel Carrera, siniestro, en donde abundan los chivatos y desde cuya terraza la clase alta aplaudi¨® el golpe y brind¨® con champa?a.
Villa del Mar y Valpara¨ªso
Y tambi¨¦n Vi?a del Mar, repleta de acorazados, donde se hab¨ªa fraguado el golpe 13 a?os atr¨¢s -ver Missing-, y Valpara¨ªso, en aquellos d¨ªas desprotegida, deshilachada colinas abajo, con sus casas colgantes de colores deslavados, irremediablemente melanc¨®licas. Y la casa de Isla Negra, con inscripciones en las vallas que recordaban a Pablo Neruda, el poeta muerto al poco del golpe: "Podr¨¢n cortar todas las flores, pero no podr¨¢n detener la primavera". Y el cementerio de Santiago, con su zona de NN, de asesinados sin nombre que poco a poco ser¨ªan identificados, en un futuro que entonces, durante mi primera visita, nadie sab¨ªa predecir. Y la finca de una mujer -cerca del Caj¨®n del Maipu-, una rica que estaba con la causa, a la que me acompa?¨® una amiga para ba?arnos en el agua helada que viene de los Andes.
Nunca me he sentido m¨¢s orgullosa de ser periodista y de trabajar para este diario que el d¨ªa del plebiscito, cuando muchos de los chilenos que formaron colas interminables ante los colegios electorales -en octubre de 1988-, exhibieron con enorme dignidad y en silencio ejemplares de la edici¨®n de EPS correspondiente al domingo anterior, en cuya portada campeaba un cartel del NO gigantesco, enarbolado por gente del pueblo. No hac¨ªa falta hablar, ni pronunciarse. Alzaban la revista y sonre¨ªan. Aquel NO impreso en Espa?a les acompa?aba.
Hubo muchos viajes, muchas etapas. Algunas m¨¢s en Madrid: recibiendo con cava a la Marcia, que ven¨ªa a declarar ante Garz¨®n, a contar las torturas sufridas en Villa Grimaldi y otros antros del horror. Hubo, hay, sobre todo, nombres de mujer: la Marcela Otero, que muri¨®; la Marcia, que tiene familia y paz; la Xena, la Patricia Verdugo, la Violeta, la Claridad, la Olga, la Gabriela Meza... as¨ª, nombradas a la chilensis, con el art¨ªculo delante. Hay otras, cuyas caras recuerdo pero cuyos nombres se me escapan, no est¨¢ una ya con el disco duro completo.
Todas estaban all¨ª, bajo el gran lucernario del sal¨®n de El Pardo, fundidas en la emoci¨®n de escuchar Gracias a la vida en el hoy redimido palacio desde donde ejerc¨ªa la tiran¨ªa el dictador modelo de Augusto Pinochet. Alguien, quiz¨¢ yo, solt¨® esa noche un evocador: "Viva Chile,?mierda!".
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