Cuanto s¨¦ de m¨ª
LOS ABISMOS existen tambi¨¦n en las distancias cortas. Muchos ciudadanos, en vez de buscar los mares del sur o los paisajes ex¨®ticos de la lejan¨ªa, utilizan las vacaciones para encontrarse a s¨ª mismos. Resulta dif¨ªcil saber qui¨¦nes somos, m¨¢s dif¨ªcil incluso que saber lo que puede esconderse en una maleta de las que dan tumbos por los aeropuertos del mundo o en el bolsillo de la chaqueta que nos saluda por la calle. Cuando llegamos a nuestro domicilio y pulsamos el bot¨®n del portero autom¨¢tico, solemos presentarnos con una afirmaci¨®n consoladora: "Soy yo". Pero las cosas se complican si nos paramos a pensar en lo que hemos dicho, y abrimos la puerta, y entonces los objetos de la casa empiezan a mirarnos con el silencio arenoso de los desiertos o con la locuacidad inquietante de las selvas tropicales. Nos sentimos perdidos en nuestra propia alcoba, desorientados en la rutina, fatigados de la cara que nos acompa?a por los espejos y las fotograf¨ªas, y decidimos salir al mundo en busca de los testimonios que puedan devolvernos un olvidado sabor a nosotros mismos.
Hubo tiempos en los que la gente, sobrecargada de poder y vanidad, segura no s¨®lo de sus certezas, sino incluso del lugar que sus certezas ocupaban en la realidad, respond¨ªa "usted no sabe con qui¨¦n est¨¢ hablando" cada vez que un operario impertinente se atrev¨ªa a llevar la contraria. Pero en los a?os que corren, las certezas se han convertido en preguntas, en viajes preparados como ejercicios de autoayuda, y uno se acerca a las selvas, a los mares o a los desiertos con una interrogaci¨®n murmurada: "?Usted, por casualidad, no sabr¨¢ qui¨¦n soy yo?". Pretendemos reponernos de la filosof¨ªa disolvente de nuestro sof¨¢ con la amabilidad de las grandes distancias, domesticadas por los libros de aventuras y las agencias de viajes. Pero las vacaciones, m¨¢s que el acceso a los pliegues de la verdad individual, nos facilitan la comprensi¨®n del g¨¦nero humano en sus actitudes contempor¨¢neas. Los h¨¢bitos del turista sirven para definir las oportunidades que nos ofrece la historia una vez cumplida la muerte de Dios y consagrado el final de las utop¨ªas. Sin jefe conocido, sin tareas previstas, sin horarios que cumplir ante las responsabilidades del orbe, liberado de los grandes designios y de los dogmas providenciales, al ciudadano no le queda m¨¢s programa que la vida ociosa, esa jubilaci¨®n sentimental aconsejada, en paralelo, por la comodidad del presente y por las manchas crueles de las viejas banderas. ?Qu¨¦ puede hacer uno con ilusiones de doble filo en medio de la tranquilidad de un balneario?
El sudor global de los turistas, el agobio del tr¨¢fico y de las salas de espera, las visitas masificadas a los viejos recintos de la soledad, los codazos de la multitud, alimentan las cursiler¨ªas de algunas almas c¨¢ndidas que pretenden buscar la verdad con el antiguo esp¨ªritu de los viajeros rom¨¢nticos. Frente al turismo, el yo persigue sus huellas en el sue?o de los grandes viajes. Pero en cuanto el intr¨¦pido viajero pone los pies en el agua, comprende que los grandes viajes de ahora s¨®lo se realizan en patera, con una tragedia apuntando en la nuca, y con muchas posibilidades de que no sobreviva ninguno de los valerosos navegantes para contar la peripecia. Una cosa es que nos busquemos a nosotros mismos, que preguntemos qui¨¦nes somos y ad¨®nde vamos, y otra cosa muy distinta que nos quedemos sin papeles, como n¨¢ufragos ilegales, amenazados por el verdadero vac¨ªo de la identidad. Conviene que el ¨®xido que muerde al yo en las sociedades del bienestar no ponga en duda los sellos y las firmas de los pasaportes.
Mejor es atenerse a la vulgaridad, aceptar la condici¨®n tur¨ªstica de la vida contempor¨¢nea y disfrutar del tiempo de ocio y de las excursiones veraniegas. La vulgaridad no ser¨ªa una mala soluci¨®n para el mundo, siempre que estuviese mejor repartida. Dentro de las pretensiones humildes de los equipajes estivales, nos queda el consuelo del regreso, el billete de vuelta, el sorprendente tesoro que nos espera dentro de la casa que un d¨ªa cerramos para salir de viaje. Porque entre las plantas secas, las huellas de los ladrones y las aver¨ªas de los electrodom¨¦sticos podemos encontrarnos de golpe y porrazo con nosotros mismos. Nuestro yo se esconde en el desorden de la correspondencia atrasada, camuflado entre la publicidad y las cartas profesionales. No me refiero a la insistencia con la que los sobres repiten un nombre, un apellido y una direcci¨®n. Ese tipo de seguridades pertenecen a una sabidur¨ªa de primeros t¨¦rminos, como la que divulgan los porteros autom¨¢ticos y los buzones telef¨®nicos. El verdadero yo nos aguarda en los recibos del banco. Pero no en los gastos del viaje, sino en las cuotas que se pagan todos los meses del a?o y que esperan amontonadas, sobre una mesa, despu¨¦s de las vacaciones.
La subjetividad es una deuda perpetua, un espacio que busca sentido en las facturas y las hipotecas, un lugar vac¨ªo con pretensiones de quedar cubierto. Yo soy yo y mis recibos de banco. Basta con abrir las cartas y poner orden a la vuelta del viaje. ?Saben ustedes con qui¨¦n est¨¢n hablando? Soy la factura de una librer¨ªa, un recibo de la luz, la cuota de un sindicato, de una organizaci¨®n pol¨ªtica, de Amnist¨ªa Internacional, de tres ni?os apadrinados y del carn¨¦ de socio del Real Madrid. En fin, soy una reuni¨®n legal de causas perdidas.
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