Final de una novela
Fue el periodista Fernando Berl¨ªn quien, hace ahora m¨¢s o menos un a?o, desenterr¨® la historia. Desde entonces se ha contado muchas veces: en la radio, en este mismo peri¨®dico, en un libro. La cuento yo ahora porque me gusta contarla, pero tambi¨¦n porque siento que me pertenece, aunque s¨¦ que no me pertenece, y sobre todo porque quiero entenderla, aunque s¨¦ que no se puede entender.
Todo empez¨® cuando Berl¨ªn cre¨® un programa radiof¨®nico titulado El jard¨ªn de los justos, que se emit¨ªa en la SER como parte del magac¨ªn matinal Hoy por hoy, dirigido y presentado en aquella ¨¦poca por I?aki Gabilondo. En su programa Berl¨ªn invitaba a los oyentes a que contaran historias de la Guerra Civil; historias peculiares, historias de enemigos que, en vez de matarse, se hab¨ªan ayudado: republicanos que hab¨ªan ayudado a franquistas, franquistas que hab¨ªan ayudado a republicanos. Uno de los primeros oyentes que llam¨® era una mujer: ten¨ªa algo m¨¢s de 40 a?os y su nombre era Delia Cabrera; llamaba para contar la historia de su abuelo, Antonio Cabrera. La historia, tal como Delia la cont¨® y yo la reconstruyo o imagino, es ¨¦sta:
El 18 de julio de 1936 Antonio Cabrera era el alcalde socialista de Ibahernando, un peque?o pueblo de la comarca de Trujillo, en la provincia de C¨¢ceres. Apenas unos meses m¨¢s tarde, despu¨¦s de haber cruzado el estrecho de Gibraltar gracias a la aviaci¨®n de Hitler y de haber arrasado cientos de kil¨®metros y pueblos y ciudades enteras, dejando a su paso una estela de miles de cad¨¢veres, las tropas del ej¨¦rcito de ?frica comandadas por el general Franco llegaron a Ibahernando. El pueblo hab¨ªa ca¨ªdo en manos de los rebeldes en el momento mismo de la sublevaci¨®n, as¨ª que los soldados fueron acogidos con entusiasmo y, despu¨¦s de abastecerse de v¨ªveres y de descansar all¨ª durante unos d¨ªas, arrastraron consigo a algunos j¨®venes falangistas del pueblo y obligaron a algunos republicanos y simpatizantes o militantes de partidos de izquierdas a sumarse a sus filas en labores de intendencia. Naturalmente, uno de esos republicanos fue Antonio Cabrera, quien se pas¨® el resto de la guerra integrado como soldado raso en el ej¨¦rcito de sus enemigos. Por entonces no era un hombre joven, pero s¨ª fuerte, de modo que consigui¨® sobrevivir a tres a?os de marchas inhumanas por toda la geograf¨ªa espa?ola, arrastrando un mulo cargado de municiones. La derrota definitiva de la Rep¨²blica lo sorprendi¨® en Talavera de la Reina, a apenas 150 kil¨®metros de su pueblo; sorprendentemente (o tal vez no: tal vez simplemente hab¨ªan olvidado su pasado republicano), lo licenciaron, le dijeron que pod¨ªa volver a casa, y durante varios d¨ªas anduvo en busca de un medio de transporte con que llevar a cabo su prop¨®sito, hasta que una ma?ana se encontr¨® con un paisano de Ibahernando. Cabrera hab¨ªa envejecido mucho, estaba seco y escu¨¢lido y presentaba s¨ªntomas de agotamiento, pero el paisano lo reconoci¨®; por su parte, Cabrera tambi¨¦n reconoci¨® al paisano: no eran amigos, pero sab¨ªa que se llamaba Paco, sab¨ªa que era algo m¨¢s joven que ¨¦l, sab¨ªa que en los primeros a?os de la Rep¨²blica hab¨ªa sido socialista y que antes de estallar la guerra se hab¨ªa afiliado a la Falange, conoc¨ªa vagamente a su familia. Los dos hombres hablaron. El paisano le dijo a Cabrera que al d¨ªa siguiente part¨ªa en un cami¨®n de soldados hacia la zona de Ibahernando, y Cabrera le pregunt¨® si habr¨ªa sitio para ¨¦l. "No lo s¨¦", contest¨® el paisano, pero le cit¨® en un lugar y a una hora. Cuando al d¨ªa siguiente se present¨® a la hora y en el lugar convenidos, Cabrera comprob¨® que el cami¨®n rebosaba de soldados euf¨®ricos de victoria; tambi¨¦n comprob¨®, con aprensi¨®n, que algunos de esos soldados eran de Ibahernando, y que reconoc¨ªan al instante al antiguo alcalde socialista de su pueblo. Por un instante debi¨® de dudar, debi¨® de pensar que era m¨¢s prudente esperar a otro cami¨®n; sin embargo, cuando Paco le apremi¨® para que subiera, la impaciencia por volver a su hogar pudo m¨¢s que la precauci¨®n o el miedo, y accedi¨®. Al principio el viaje transcurri¨® con normalidad, pero la progresiva proximidad de su pueblo transform¨® la euforia triunfal de los soldados en ebriedad y la ebriedad en deseo de revancha: quienes conoc¨ªan a Cabrera revelaron a los dem¨¢s que hab¨ªa sido republicano y socialista y alcalde del pueblo, se burlaron de ¨¦l, lo injuriaron, le obligaron a celebrar la victoria, le obligaron a cantar el Cara al sol, lo emborracharon. Por fin, justo cuando estaban a punto de cruzar el Tajo por el puente de Miravete, un pu?ado de soldados se juramentaron para lanzar a Cabrera al vac¨ªo. En aquel momento Cabrera supo que iba a morir, y le pareci¨® injusto o rid¨ªculo o absurdo correr esa suerte despu¨¦s de haber sobrevivido a tres a?os de guerra inclemente, pero comprendi¨® que las fuerzas ya no le alcanzaban para oponerse al designio de sus asesinos. Fue entonces, mientras avistaba ya el puente de Miravete y sent¨ªa las manos numerosas de un animal sin compasi¨®n aferr¨¢ndole los miembros, cuando oy¨® a sus espaldas una voz expeditiva. "?Qu¨¦ vais a hacer?". Cabrera reconoci¨® al instante la voz: era la de su paisano Paco, quien, tras un instante durante el cual Cabrera no pens¨® ni sinti¨® nada, a?adi¨®: "A este hombre lo hemos recogido para devolverlo a su casa, y eso es lo que vamos a hacer".
Eso fue todo: los soldados ebrios de victoria y de venganza soltaron a Cabrera y ¨¦ste lleg¨® sano y salvo a su pueblo.
Eso fue todo: todo lo que le cont¨® Delia Cabrera a Fernando Berl¨ªn. Bueno, todo no. Cuando termin¨® de contar su historia, Delia agreg¨®: "El hombre que salv¨® la vida a mi abuelo se llamaba Paco Cercas, y era el abuelo paterno de Javier Cercas, el autor de Soldados de Salamina".
Soldados de Salamina es una novela que gira en torno a un min¨²sculo episodio ocurrido al final de la Guerra Civil, en el que un soldado republicano salv¨® la vida de Rafael S¨¢nchez Mazas, poeta y jerarca falangista.
Ahora Fernando Berl¨ªn acaba de publicar algunas de las historias que le contaron en su programa radiof¨®nico en un libro titulado H¨¦roes de los dos bandos; entre ellas figura la historia de mi abuelo. En la introducci¨®n a su libro, Berl¨ªn anota alguno de los antecedentes de la idea central que rigi¨® su programa: menciona las pel¨ªculas La lista de Schindler, El pianista, Hotel Rwanda; entre los antecedentes espa?oles menciona un libro de Diego Carcedo, que desconozco, y Soldados de Salamina.
Poco despu¨¦s de que Delia Cabrera le contara a Berl¨ªn la historia de su abuelo Antonio y mi abuelo Paco, habl¨¦ con ella y con I?aki Gabilondo en Hoy por hoy. A cierta altura de la conversaci¨®n Gabilondo me pregunt¨® si me hab¨ªa inspirado en la historia de mi abuelo para escribir Soldados de Salamina. Le dije que no. Luego me pregunt¨® si conoc¨ªa la historia de mi abuelo. Le dije que no. Tambi¨¦n me pregunt¨® si la conoc¨ªa mi padre -le dije que no- o alguien de mi familia -le dije que no-. Perplejo, Gabilondo pregunt¨® entonces: "?Y por qu¨¦ crees que tu abuelo no le cont¨® a nadie esa historia?". Durante un segundo no supe qu¨¦ contestar. Record¨¦ a mi abuelo Paco encerrado en su cobertizo, al fondo del corral de su casa, en Ibahernando, muy viejo y enjuto y ensimismado durante horas eternas en la tarea in¨²til de fabricar con madera de encina miniaturas de carros, arados y otros utensilios de labranza. Record¨¦ un atardecer de hace 35 o 40 a?os: mis abuelos, algunas de mis hermanas y yo hab¨ªamos salido en un taxi desde Collado Mediano, muy cerca de Madrid, hacia Ibahernando, y en alg¨²n momento, cuando pas¨¢bamos junto a Brunete y ya estaba cayendo la noche y yo empezaba a adormilarme en el regazo de mi abuelo, ¨¦ste hizo un gesto hacia el horizonte oscurecido y sali¨® de su silencio como si no saliera de su silencio, sino como si llevara mucho rato conversando conmigo: "Mira, Javi", dijo casi en un susurro. "Ah¨ª estaban las trincheras". Record¨¦ otro atardecer, ¨¦ste m¨¢s cercano en el tiempo, aunque tampoco mucho, m¨¢s o menos por los a?os en que Espa?a empezaba a salir de una dictadura inacabable que mi abuelo hab¨ªa contribuido a su modo a forjar y emerg¨ªa fr¨¢gil y temerosamente a la democracia: como cada tarde de verano, mientras mi abuelo permanec¨ªa encerrado en su cobertizo, en el portal¨®n de su casa nos reun¨ªamos a conversar familiares, amigos y vecinos; aquella tarde se hablaba de pol¨ªtica, y hacia el anochecer mi abuelo apareci¨® por el portal¨®n, dispuesto a salir a dar su paseo diario y, mientras se entreten¨ªa un momento saludando a quienes est¨¢bamos all¨ª, alguien le pregunt¨® qu¨¦ opinaba de lo que estaba ocurriendo en Espa?a. En todos estos a?os no he olvidado que en aquel momento mi abuelo hizo una mueca o gesto lev¨ªsimo, una mueca o gesto que no entend¨ª (algo que, me pareci¨®, estaba a medio camino entre el encogimiento de hombros y la sonrisa), ni tampoco que antes de salir a la calle dijo: "A ver si esta vez sale bien". Record¨¦ todo esto mientras Gabilondo aguardaba mi respuesta, mientras yo me preguntaba tambi¨¦n, como Gabilondo, por qu¨¦ mi abuelo no le hab¨ªa contado a nadie que una vez hab¨ªa sido valiente y hab¨ªa salvado la vida de un hombre, y fue en aquel preciso instante cuando comprend¨ª que las novelas son como sue?os o pesadillas que no se acaban nunca, s¨®lo se transforman en otras pesadillas o sue?os, y que yo hab¨ªa tenido la fortuna inveros¨ªmil de que al menos una de las m¨ªas hab¨ªa acabado ya, porque aqu¨¦l era el verdadero final de Soldados de Salamina. As¨ª que, con alegr¨ªa, con un alivio inmenso, le contest¨¦ a Gabilondo: "No lo s¨¦".
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