Pod¨¦is ir en paz
El mismo d¨ªa en que la selecci¨®n espa?ola se proclama campeona del mundo de baloncesto leo un interesante art¨ªculo en el que el novelista de ¨¦xito Albert S¨¢nchez Pi?ol apenas deja novelista con cabeza, y en el que se pregunta: "?Hay algo m¨¢s parecido a los sermones que las columnas de los peri¨®dicos?". La pregunta es ret¨®rica, pero S¨¢nchez Pi?ol la contesta: "Como su propio nombre indica, los dominicales no son otra cosa que una selecci¨®n de los mejores predicadores". Y concluye: "Es un poco rid¨ªculo". Cu¨¢nta raz¨®n tiene S¨¢nchez Pi?ol: aqu¨ª estamos Cueto, Grandes, Montero, Mar¨ªas, Torres y un servidor -por no mencionar m¨¢s que a la selecci¨®n de predicadores dominicales de este peri¨®dico- enfundados cada domingo en nuestras casullas, encaramados en el p¨²lpito de la columna e infligi¨¦ndoles a nuestros feligreses el correspondiente serm¨®n laico. Como cualquier excusa es buena para sentirse culpable, adem¨¢s de sentirme infinitamente rid¨ªculo me siento infinitamente culpable. Es m¨¢s: me siento la peor persona del mundo. De acuerdo, de acuerdo, la peor no: est¨¢n Hitler, Stalin y Cal¨ªgula, pero luego voy yo. Tratando de no arruinarme la felicidad de la victoria de mi equipo, me digo que ser un predicador laico tampoco es un pecado mortal, y que no es tan espantoso que el laicismo tenga sus predicadores, siempre que no acaben ingresando en la Inquisici¨®n; pero el argumento es endeble y no elimina ni el rid¨ªculo ni la culpa y, como un clavo saca otro clavo, lo ¨²nico que se me ocurre, como si yo fuera Cabrera Infante, es armarme de las m¨¢s s¨®lidas autoridades intelectuales -Sen¨®n de Lea, Arist¨®teles S¨®crates Onassis, Alejandro el Glande, Am¨¦rico Prepucio y Orgasmo de Rotterdam-, salir a celebrar la victoria con mi hijo en la cancha de baloncesto m¨¢s pr¨®xima y rezar para que se me ocurra el mejor serm¨®n que escribir¨¦ nunca o el que escribir¨ªa si ya s¨®lo tuviera un serm¨®n que predicar.
Dado que desde este verano Chesterton se ha convertido para m¨ª en un personaje tan familiar como Dios parece serlo para Chesterton, al entrar en la cancha de b¨¢squet me acuerdo de un art¨ªculo de Chesterton titulado Si tuviera un solo serm¨®n que predicar. Resumen: si Chesterton tuviera un solo serm¨®n que predicar, ser¨ªa un serm¨®n contra el orgullo. "Una idea que te cagas", me digo mientras mi hijo se pide ser Pau Gasol y yo La Bomba Navarro, y, jugando por toda la cancha un uno contra uno salvaje, me digo que en realidad cuando Chesterton hablaba de orgullo quiz¨¢ estaba hablando de soberbia; me digo que el oficio de novelista es un oficio de soberbios, y que un poquito menos de soberbia y un poquito m¨¢s de humildad no le hace da?o a nadie, ni siquiera a los novelistas de ¨¦xito; me digo que Estados Unidos tiene jugadores mejores que La Bomba y hasta que Pau, y que si Pau y La Bomba han ganado el Mundial no es s¨®lo porque saben que el baloncesto es un deporte y no un espect¨¢culo circense, sino porque incluso sin leer a Chesterton -no digamos a Sen¨®n de Lea y al resto de la pe?a- han sabido subordinar la soberbia individual a la humildad sin nombres del equipo. "Dios santo", me digo como si yo fuera Chesterton y creyera en Dios. "Menudo serm¨®n se han perdido mis feligreses por culpa de Chesterton". Y entonces, no s¨¦ por qu¨¦ -o s¨ª lo s¨¦, pero da lo mismo-, como si mi cerebro, ocupado en dar asistencias, entrar a canasta y defender a cara de perro, fuera una habitaci¨®n de ventanas abiertas en la que acaba de colarse un p¨¢jaro, me acuerdo de un relato o enigma que siempre me ha intrigado, un enigma sin soluci¨®n o al que ni yo ni nadie que yo conozca ha encontrado soluci¨®n, como la paradoja de Aquiles y la tortuga formulada por Sen¨®n de Lea. Y en ese momento me bloqueo: le tiro un alley-hoop a mi hijo y me sale un churro; le tiro otro alley-hoop y sale otro churro. Mi hijo dice que qu¨¦ pasa. Le digo que nada, pero intento tirar otro alley-hoop y esta vez me sale una pedrada. Entonces, a modo de excusa, le hablo a mi hijo de S¨¢nchez Pi?ol, de Hitler, de Stalin, de Cal¨ªgula, de Chesterton, de Sen¨®n de Lea y hasta del enigma que me ha bloqueado. "?Qu¨¦ enigma?", dice. Recito: "Si un hombre atravesara el para¨ªso en un sue?o y le dieran una flor como prueba de que hab¨ªa estado all¨ª, y si al despertar encontrara esa flor en su mano, ?entonces qu¨¦?". Taxativo e impaciente, mi hijo responde: "Entonces es que el hombre est¨¢ en el para¨ªso, s¨®lo que es gilipollas y no se entera". Medito un momento la respuesta, igual de incr¨¦dulo que si acabara de descubrir que mi hijo es como m¨ªnimo Arist¨®teles S¨®crates Onassis, y enseguida recuerdo que, como cualquier persona inteligente, Chesterton se contradec¨ªa a diario, y que en un ensayo explic¨® que el gran error de los hombres es la extra?a y horrible humildad que nos lleva a menospreciarnos a nosotros y a la radiante plenitud de lo real. "Lo m¨¢s probable es que sigamos en el Ed¨¦n", concluye. "Tan s¨®lo ha cambiado nuestra forma de verlo". Y entonces, bruscamente desbloqueado, sinti¨¦ndome la persona menos rid¨ªcula y menos culpable del mundo, y una de las m¨¢s inteligentes, como si ya s¨®lo me quedara un serm¨®n que predicar, tiro un alley-hoop no indigno de La Bomba Navarro y mi hijo coge la pelota como si fuera Pau Gasol. Canasta que te cagas.
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