Nueva York / Madrid
Un 11 de septiembre de hace cinco a?os, en Madrid y en compa?¨ªa del dise?ador Gonzalo Armero, tom¨¢bamos un dry martini antes de la comida. Una vez m¨¢s discutimos sobre el martini, las recetas de Bu?uel, las de Hitchcock o sobre el que hac¨ªa el barman Fernando en el Chicote o en el Del Diego. Tambi¨¦n recordamos los que hac¨ªan en el restaurante Zalaca¨ªn, tan apreciados por don Juan de Borb¨®n, que cuando no los beb¨ªa en el restaurante se los hac¨ªan a domicilio. Recordamos la fascinaci¨®n de tomar el dry martini en el bar del hotel Plaza de Nueva York. Quiz¨¢ es el mejor, pero estar bebiendo una ma?ana neoyorquina en aquel bar de esa ciudad hac¨ªa que el martini pareciera la bebida ideal en el lugar adecuado. El dry martini es un c¨®ctel que siempre nos recuerda a Nueva York. En esas secas y amables intrascendencias est¨¢bamos cuando pas¨® al restaurante el poeta, entonces subsecretario de Cultura, Luis Alberto de Cuenca, y de manera nerviosa e inconcreta nos cont¨® que acababan de atacar las Torres Gemelas. Entre esc¨¦pticos y ajenos escuch¨¢bamos su narraci¨®n y sus primeras especulaciones. Al rato sonaron los m¨®viles y nos hablaban de un segundo ataque. Otro avi¨®n se hab¨ªa incrustado en otra de las torres. Los martinis se nos aguaron. La comida qued¨® suspendida. La tarde se convirti¨® en una alucinaci¨®n real delante del televisor. Atacaban Nueva York, mor¨ªan centenares de neoyorquinos, romp¨ªan un paisaje. Todos fuimos neoyorquinos. Todos fuimos de la ciudad herida, hubi¨¦ramos estado diez, una o ninguna vez. Record¨¦ ese libro de Elizabeth Smart, "En Grand Central Station me sent¨¦ y llor¨¦". As¨ª me imaginaba yo a mis amigos neoyorquinos. Desconcertados, cabreados, impotentes -pero no resignados- y tristes. Con la tristeza del humillado.
Ahora, cinco a?os despu¨¦s, encuentro en Madrid a Antonio Mu?oz Molina. Hace tiempo que no es el chico pobre de M¨¢gina, ni el adolescente que so?¨® con viajes a la Luna, ni el lector de Verne ni el que miraba asombrado la llegada de aquellos hombres, de aquellos americanos, a la Luna. Antonio es uno de nuestros amigos neoyorquinos. Con asombro vivi¨® aquella locura que atac¨® a una de sus ciudades. La otra, Madrid, tardar¨ªa un tiempo en ser atacada de la misma manera ciega, cruenta, cruel y sinsentido. El chico de M¨¢gina que se hizo racionalista. El narrador que sabe mantener el recuerdo de la emoci¨®n de las cosas, el intelectual que reparte la vida entre esas dos ciudades, dos ciudades golpeadas -no vencidas- por la locura de la superstici¨®n, no es optimista con los tiempos que vivimos. Hemos conseguido, algunos, vivir instalados en un mundo m¨¢s c¨®modo, pero no nos hemos liberado de la ceguera de los fanatismos. Acabamos de ver esa pel¨ªcula sobre uno de los aviones secuestrados el 11-S por fan¨¢ticos, United 93. La historia de unos j¨®venes que mataron rezando. En otro mundo, en el mundo occidental, tambi¨¦n hay fan¨¢ticos que matan despu¨¦s de rezar. Mu?oz Molina, que es ateo y sentimental, ha dicho que "el Gobierno de Bush es Robin Hood al rev¨¦s: roban a los pobres para d¨¢rselo a los ricos". Ellos tambi¨¦n son radicales religiosos.
Al margen de esos fan¨¢ticos, en esas ciudades, en todas las ciudades, viven los ciudadanos que no se ciegan en la fe. Los que cantan en libertad, los que siguen a sus poetas o a sus cantantes, que hacen himnos contra todo fanatismo. Lo vimos la otra noche, lo disfrutamos, lo cantamos con otro chico de M¨¢gina que se vino a vivir a Madrid, otro que ama Nueva York, Joaqu¨ªn Sabina. El de ?beda, tambi¨¦n ateo y sentimental, dio uno de los mejores conciertos para su ciudad. En su plaza de toros, en su ruedo ib¨¦rico de Las Ventas, en el sitio de Anto?ete y con mejor voz que Rafael de Paula, Sabina estuvo a la manera de Jos¨¦ Tom¨¢s, templando, mandando y acerc¨¢ndose al toro. No cree en muchas cosas, pero cree en la palabra de ?ngel Gonz¨¢lez. Y canta por Benjam¨ªn Prado, por Garc¨ªa Montero, por s¨ª mismo. Y convierte sus cantos, nada fan¨¢ticos, en una plegaria civil y libre. Palabra de ateo. La noche anunciaba rayos, apuntaba truenos, parec¨ªa propicia para una espant¨¢ del cantamadrid de Sabina. No pudo ser. Tuvo que dar la cara y, lo que es m¨¢s complicado, la voz. Y vaya si la dio. Con esa voz que raspa en el desierto, fue capaz de transmitir emociones y diversiones, seriedades y fugas. Y homenajes. Emocionados recuerdos a la ciudad de Madrid, que, como Nueva York, tuvo que levantarse de sus heridas. El cantante, que hace d¨¦cadas se baj¨® en Atocha para quedarse, tampoco olvida a todos los que por el fanatismo de unos pocos no pudieron llegar a esa estaci¨®n. Madrid, como Nueva York, tiene muchos ciudadanos que resisten contra el terror. En Madrid y con aguacero, la noche de Sabina est¨¢bamos felices como si la pr¨®xima parada fuera un martini en Nueva York.
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