Un mundo irritable
Contra lo que suele decirse, no ofende ni quien quiere ni quien puede, sino el que se topa con alguien que puede y quiere ser ofendido. Las razones de la ofensa son tan evidentes para unos como inescrutables para otros. ?sta es una de las causas de que sea tan complicada la convivencia entre las personas y entre eso que llaman civilizaciones. La percepci¨®n de las cosas se ha convertido en algo tan decisivo que da igual si el asunto carece de importancia, si se trata de un chiste, una cita o una ficci¨®n. Uno puede controlar sus actos y decisiones, al menos en parte, pero nuestro poder sobre el significado de las palabras es mucho m¨¢s escaso. Cualquiera tiene la experiencia de que lo dicho se nos escapa continuamente y, como dec¨ªa Sartre, los otros nos roban las palabras en la misma boca. Es tan f¨¢cil ofender que no tenemos m¨¢s remedio que aprender a vivir en el malentendido.
Las relaciones personales nos han ense?ado que los sentimientos son una materia especialmente inflamable, pero ahora estamos comprob¨¢ndolo en la instantaneidad de una dimensi¨®n global. Lo sucedido con las vi?etas danesas, el discurso del Papa en Ratisbona o la suspensi¨®n de la ¨®pera de Mozart en Berl¨ªn confiere a la supuesta ofensa un alcance inusitado en el espacio emocional. Hace tiempo que los conflictos sociales han adoptado un car¨¢cter sentimental. Desde los niveles m¨¢s dom¨¦sticos hasta la escena internacional, ha tenido lugar una creciente psicologizaci¨®n de los conflictos, a los que ya no podemos gestionar como si fueran los tradicionales conflictos de clase y redistribuci¨®n, o las guerras cl¨¢sicas, con frentes y disputas por un territorio. La irrupci¨®n de las cuestiones de identidad (sexual, religiosa, ¨¦tnica, cultural...) ha trastocado el esquema seg¨²n el cual la afectividad pertenec¨ªa ¨²nicamente a la esfera privada mientras que lo p¨²blico era la sede en la que pod¨ªamos entendernos, aunque fuera a duras penas. Ahora parece que los sentimientos ofendidos se constituyen como un juez inapelable. Los seres humanos se atrincheran en la ¨²nica posici¨®n que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Pero entonces, discutir cualquier posici¨®n (como hizo Benedicto XVI) o tematizarla en una ficci¨®n (en un chiste o en una representaci¨®n teatral) es autom¨¢ticamente un insulto; cada argumento se convierte en ad h¨®minem. Nuestro mundo est¨¢ compuesto por grupos que se comportan como concesionarios de autoestima: a los ya conocidos de sexo, g¨¦nero, raza o profesi¨®n, parece que ha de a?adirse ahora el de civilizaci¨®n. La susceptibilidad constituye el principio identificador: los nuestros son aquellos que se agrupan en torno a la misma ofensa y a los que se mantiene unidos en virtud de una com¨²n irritaci¨®n. Dime qu¨¦ te molesta y te dir¨¦ qui¨¦n eres.
Puede ser que el viejo combate por la redistribuci¨®n est¨¦ siendo sustituido, al menos parcialmente, por un conflicto m¨¢s bien psicol¨®gico en torno al honor y la ofensa. El gran combate que estamos librando -en el interior de nuestras sociedades y a escala mundial- es una lucha por el reconocimiento. El mundo se ha virtualizado y han adquirido en ¨¦l una relevancia central disposiciones que tienen que ver m¨¢s con el sentido que con magnitudes objetivas: el miedo, las expectativas, la confianza. Por eso el combate se libra en el plano de las representaciones y los s¨ªmbolos. Se equivoca quien crea que el llamado terrorismo internacional va de otra cosa, que tiene que ver con el poder o el territorio y no con el resentimiento o el odio del humillado (y empiezo a creer que buena parte de la war on terror ya s¨®lo sirve tambi¨¦n para calmar un desequilibrio emocional... estropeando de paso todo lo dem¨¢s). Cuando el espacio deslimitado se unifica hasta el punto de que todo se convierte en zona de frontera, por utilizar la f¨®rmula de Bauman, entonces el mundo entero se convierte en zona irritable. Se ha globalizado el poder, el dinero, la comunicaci¨®n y el medio ambiente, s¨ª, pero tambi¨¦n el agravio: cualquiera puede ofender y ser ofendido, tambi¨¦n el desprecio se ha deslocalizado y la verdadera Bolsa es la que cotiza la estima y el reconocimiento.
Como todo lo humano, tambi¨¦n esta situaci¨®n es ambivalente. Al introducir la cuesti¨®n de la identidad se ampl¨ªa el cat¨¢logo de los derechos, se atiende a las v¨ªctimas, podemos profundizar en el pluralismo y acreditar el respeto que nos debemos, se avanza en la igualdad. Pero tambi¨¦n se desatan la histeria y el victimismo. Si el criterio fuera c¨®mo se siente uno, todo se reducir¨ªa a un sentimiento subjetivo desde el que no cabe desarrollar ninguna gram¨¢tica de los bienes comunes. En cualquier caso no nos va a quedar m¨¢s remedio que aprender a vivir en esta confusi¨®n de los significados y gestionar los nuevos conflictos con mayor cuidado y diplomacia, atendiendo m¨¢s a su dimensi¨®n psicol¨®gica que a las variables que podr¨ªamos llamar objetivas. Y habr¨¢ que combatir las causas de las que se nutren, con raz¨®n o sin ella, esos sentimientos. Hay mucha discriminaci¨®n, desigualdad y hegemon¨ªa en nuestro mundo como para pensar que todo se debe a un exceso de susceptibilidad.
Propongo un instrumento que podr¨ªa funcionar en el improbable caso de que elabor¨¢ramos algo as¨ª como un ranking de las culturas y las civilizaciones. La madurez de una sociedad se mide al comprobar que hay cosas que no coinciden: que son diferentes las esferas que regulan lo obligatorio, lo permitido, lo correcto, lo tolerado, lo admirado, lo soportado. Los fundamentalistas y los fan¨¢ticos suelen pensar que todo esto ha de ser equivalente. Somos humanos cuando estimamos tanto el valor de la libertad que estamos dispuesto a pagarlo con el precio de tener que convivir con la irreverencia y lo hortera. No es necesario que nos hagan gracias los chistes, que nos entusiasme una ocurrencia teol¨®gica o aplaudamos a rabiar ante la escena de unas cabezas decapitadas. Podemos haber descubierto que el mal gusto o las opiniones peregrinas hacen muy dif¨ªcil la convivencia, pero que su prohibici¨®n la hace radicalmente imposible.
Daniel Innerarity es profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza.
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