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Reportaje:LECTURA

Tres meses en el horror de los jemeres rojos

Fran?ois Bizot, especialista en budismo 'khmer', cuenta c¨®mo en 1971 cay¨® en una emboscada

Para m¨ª siempre fue Bizot a secas. No supe su nombre de pila hasta hace 10 a?os cuando se cas¨® con una bonita francesa que, ante mi asombro, le llamaba Fran?oise. Para el resto de nosotros sigue siendo Bizot, investigador, hombre del Renacimiento, h¨¦roe a la fuerza, con andadura de h¨¦roe, cabeza de poeta, insaciable pasi¨®n por la vida y la misi¨®n f¨¢ustica de descubrir lo que esconde en lo m¨¢s ¨ªntimo de s¨ª misma.

Lo conoc¨ª un atardecer en Chiang Mai, al norte de Tailandia, a trav¨¦s de un amigo com¨²n, en la preciosa casa de madera que ¨¦l mismo hab¨ªa dise?ado, rodeada de ¨¢rboles enormes habitados por gibones. Uno de ellos, un ejemplar en verdad imponente, hab¨ªa elegido la copa del ¨¢rbol m¨¢s grande para encaramarse y all¨ª estaba masturb¨¢ndose, meditabundo, de perfil, dando la espalda al sol poniente, mientras beb¨ªamos nuestros whiskys. La guerra de Camboya no hab¨ªa terminado ni mucho menos, pero los norteamericanos hab¨ªan abandonado la zona. El despiadado ej¨¦rcito de Pol Pot estaba instalado en Phnom Penh y los suplicios de Bizot hab¨ªan quedado atr¨¢s. Hac¨ªa ocasionales referencias a ellos de refil¨®n, escalando el muro de su reticencia. Las provocaba nuestra com¨²n amiga Yvette Pierpaoli -ahora muerta-, que conoci¨® a Bizot en Phnom Penh, antes que yo. Cuando hab¨ªa estado en Phnom Penh dos a?os atr¨¢s, Bizot estaba en su pueblo, en el centro del emplazamiento de Angkor, donde empieza su historia. En Phnom Penh no era m¨¢s que un vago personaje legendario acogido, cuidado y adorado por Yvette. De modo que no puedo comparar al perturbado e inestable Bizot que conoc¨ª con el despreocupado Bizot que por lo visto era antes de las experiencias que cuenta. Apenas puedo imaginar cu¨¢l de las finas arrugas alrededor de la boca y de los ojos, qu¨¦ surcos de las mejillas y de la frente, qu¨¦ expresi¨®n desesperada de la mano o de los ojos est¨¢n grabados ah¨ª por la agon¨ªa f¨ªsica y espiritual de su proceso, por su entereza frente a Douch durante los interrogatorios.

John Le Carr¨¦: "Bizot tiene la autoridad que da el dolor. No es culpa suya ser la versi¨®n aut¨¦ntica de lo que el resto de nosotros s¨®lo puede imaginar"
"Desde el primer d¨ªa pude comprobar las carencias de nuestra pobre comunidad: como no pod¨ªa disponer de ning¨²n recipiente libre, no me sirvieron la comida matutina"
Le Carr¨¦: "En el libro hay pasajes que me tientan a pronunciar la manida palabra 'cl¨¢sico'. El relato de Bizot de la entrada a Phnom Penh de los jemeres rojos..."
"Una mujer de edad parec¨ªa dormir entre ellos. Su rostro amarillento y sus casi imperceptibles temblores me convencieron de que estaba muy enferma"
M¨¢s informaci¨®n
Comienza el juicio internacional al jefe torturador de los jemeres rojos

Bizot tiene la autoridad que da el dolor. No es culpa nuestra no haber sufrido como ha sufrido ¨¦l. No es culpa suya ser la versi¨®n aut¨¦ntica de lo que el resto de nosotros s¨®lo puede imaginar. Aunque sea un gran hombre y merezca estar destinado a la fama. Hay dolores que se perciben y dolores que se aguantan; y hay dos mundos diferentes habitados por seres de dos razas distintas. No podemos elegir a cu¨¢l de los dos pertenecemos. En mi escrito he sentido a veces la obligaci¨®n de compartir los dolores que intento transmitir. De cuando en cuando -en Camboya o en Medio Oriente- he logrado alcanzar cierto sentimiento pasajero de haber sido absuelto, corriendo riesgos y dici¨¦ndome despu¨¦s: "?Uf, estuvo 'realmente' cerca!", o "Podr¨ªa haber sido mi ¨²ltimo suspiro". Pero ese consuelo no es duradero. En ¨²ltima instancia sigo siendo un turista de guerra, un observador, de ning¨²n modo part¨ªcipe, nunca v¨ªctima. Siempre ten¨ªa un pasaporte v¨¢lido, un pasaje de vuelta en la mochila y un fajo de d¨®lares en la faltriquera. Incluso en los peores momentos -y eran cursillos para principiantes, al lado de los de Bizot- estaba de visita. En la escala del sufrimiento humano no puedo apelar siquiera a una menci¨®n. Y en esas condiciones privilegiadas hay culpa: el sentimiento equivocado de que, si no has sido torturado, est¨¢s del lado del torturador. No soy inmune a ese sentimiento. Pero Bizot tampoco es inmune a una culpa de otra ¨ªndole, la culpa del sobreviviente: "?Por qu¨¦ me han perdonado la vida?", "?Qu¨¦ o a qui¨¦n he traicionado para haber sobrevivido, cuando los muertos son incontables?".

?sa es la raz¨®n por la que, conforme aquella tarde Bizot me alimentaba con jirones de su historia, sent¨ª el deseo de que me contara m¨¢s. Anhelaba meterme en su experiencia, vivirla y, como cuentista, darle la forma que equivocadamente cre¨ªa deb¨ªa tener para impresionar al lector. Al hacerlo -con el permiso y la ayuda de Bizot- me tom¨¦ libertades que, despu¨¦s de leer este libro, me averg¨¹enzan. Para empezar convert¨ª a Bizot en un holand¨¦s introspectivo llamado Hansen, cuando es dif¨ªcil encontrar a nadie m¨¢s franc¨¦s que Bizot. Lo tom¨¦ por un jesuita que ha dejado de serlo; para m¨ª era un budista converso, cosa no tan desacertada porque Bizot no es m¨¢s que un rastreador de dioses, de una u otra clase. Le di categor¨ªa de esp¨ªa, en tanto que el esp¨ªritu libre y el ind¨®mito sentido del honor de Bizot habr¨ªan hecho de ¨¦l el esp¨ªa menos d¨®cil del mundo.

Pero, a Dios gracias, hay unos pocos pasajes de mi cuento sobre Hansen que no me inculpan tan abiertamente. El coraje de Hansen, su singular modestia, su apreciaci¨®n est¨¦tica, su desesperaci¨®n, su indiferencia ante los bienes materiales y sus periodos de inquietante distanciamiento son todos de Bizot. Igual que Bizot hace en su libro, mi Hansen podr¨ªa muy bien haber declarado que lo peor de estar encadenado es la sensaci¨®n de indignidad. Mis recuerdos de la figura alerta de Bizot, de su forzada y categ¨®rica voz en la abrasadora oscuridad de Chiang Mai, han sido transmitidos fielmente a Hansen, si bien en las afueras de Bangkok. Cuando lo escucho, a veces siento que me habla como si fuera yo y no Douch quien lo interrogara.

Pero el Bizot que conoc¨ª hace 20 a?os es apenas la sombra del hombre que aprend¨ª a conocer a trav¨¦s de la lectura de El portal. Sent¨ª -?qui¨¦n no lo sentir¨ªa?- que, como ¨¦l dice, arrastraba monstruos alrededor y dentro de ¨¦l, y que esos monstruos "se agitan en ¨¦l provocando constantemente recuerdos infernales". Tengo uno o dos monstruos propios, pero, estoy seguro, ninguno tan monstruoso como los suyos. A este libro se debe que haya reconocido la amplitud y profundidad de su testimonio, la intensidad y precisi¨®n -tanto art¨ªstica como intelectual- de su capacidad para reconstruir paisajes, sonidos, sentimientos del car¨¢cter humano; la hondura de la pasi¨®n, que nada es capaz de saciar.

En el libro hay pasajes que me tientan a pronunciar la manida palabra 'cl¨¢sico'. El relato de Bizot de la entrada a Phnom Penh (gracias a Douch), a tiempo para ver a las reci¨¦n llegadas tropas de los jemeres rojos -asombradas de no encontrar resistencia-, que merodeaban en grupos desconcertados por ah¨ª, muertos de hambre y exhaustos, a la espera de ¨®rdenes; su descripci¨®n del campo de prisioneros en la jungla donde estuvo detenido, de los espect¨¢culos de confesiones colectivas, protagonizados por j¨®venes en la ceremonia de iniciaci¨®n para acceder a los jemeres rojos; el extraordinario ep¨ªlogo, cuando vuelve a su pueblo y se reencuentra con el mismo hombre que lo hab¨ªa capturado... Y, sobre todo, el relato de sus prolongadas conversaciones, que no tienen desperdicio, con Douch, su interrogador -ese "tr¨¢gico perseguidor de certezas", como le llama-; la minuciosa relaci¨®n del desarrollo de sus sentimientos de afecto y respeto por su torturador; el relato de la vida dentro del complejo franc¨¦s de Phnom Penh durante las ¨²ltimas semanas; la narraci¨®n de sus encuentros surrealistas -cada uno una tragedia en s¨ª misma- con personajes como el pr¨ªncipe Sisowath y madame Long Boret, que parecen espectros acusadores en busca de asilo en la Embajada francesa, y son rechazados porque no tienen papeles. Todas esas escenas me parecen excepcionales por su enjundia y poder de convicci¨®n; no tienen igual en nada comparable que hayan podido escribir los periodistas e historiadores, que han intentado contar los mismos acontecimientos. Porque Bizot no es un observador ni un analista; tampoco es un experto con camisa de seda, instalado en su despacho con aire acondicionado. Fue protagonista. Fue parte de la realidad. Hablaba el idioma y viv¨ªa la cultura del pa¨ªs. Era due?o de una segunda alma y era jemer.

De vez en cuando lees un libro y, al dejarlo, te das cuenta de que envidias a quienes no lo hayan le¨ªdo sencillamente porque, al contrario que t¨², tienen por delante la posibilidad de vivir esa experiencia. ?ste es uno de esos libros. Acumula sentimientos tan aut¨¦nticos, tanta claridad y convicci¨®n narrativa, tanta riqueza de imagen y aventura, tantas honduras y tanta pasi¨®n oculta que, creo, s¨ª, es sin duda la cosa m¨¢s preciosa que se puede dar: ser un cl¨¢sico.

De modo que te envidio. Y ojal¨¢ envidie a muchos. Bizot os merece a todos.

John Le Carr¨¦. Febrero de 2000.

Un hombre basto y cruel

Abrieron el candado que cerraba el v¨¢stago y el guardia me tendi¨® un estribo para sujetar mi pierna a la altura del tobillo. De nuevo me vi confrontado con la horrible situaci¨®n de hacer entrar la articulaci¨®n de mi pie en un hueco tan estrecho. Tens¨¦ el tend¨®n para ocupar mayor espacio a¨²n y llam¨¦ la atenci¨®n de mis guardianes sobre la imposibilidad de aplicar ese sistema en alguien que ten¨ªa unos huesos del tama?o de los m¨ªos. De todos modos, yo hab¨ªa decidido no volver a caer en la trampa. Dobl¨¦ las piernas y me negu¨¦ a cualquier intento de aherrojamiento. Desde luego, si hubieran forzado un poco, habr¨ªan podido hacer pasar la barra por los ojales met¨¢licos. Pero, exagerando la dificultad, yo esperaba escapar no s¨®lo de los grilletes, sino tambi¨¦n de la espantosa promiscuidad del v¨¢stago colectivo.

El n¨²mero dos del campo, un hombre basto y brutal, de m¨¢s edad que Douch, vio la escena desde el lugar donde estaba sentado. Mand¨® un guardia a los dem¨¢s barracones en busca de un aro mayor. Entre tanto, Douch acudi¨® en mi ayuda. Su rostro serio se inclinaba hacia delante, dejando caer el labio inferior sobre su escandalosa dentadura.

-?Ya te has dado tu ba?o? -pregunt¨®, mientras pensaba en una soluci¨®n.

Luego pronunci¨® unas palabras, con aquel aire fatigado que tomaba tan a menudo, y regres¨® a su mesa colocada bajo el tejadillo del alojamiento de los guardianes.

Me hicieron levantar y me llevaron hacia la entrada por el camino que hab¨ªa recorrido al llegar. A partir de all¨ª se iniciaba la plaza circular donde, sentados en c¨ªrculo, los j¨®venes guardianes proced¨ªan al anochecer a la confesi¨®n colectiva. En aquel lugar hab¨ªa un refugio, construido para proteger de la lluvia los cuatro sacos de paddy que los campesinos tra¨ªan todas las semanas. Un guardia regres¨® con una cadena. Otro se agach¨® para sujetar mi pie a uno de los pilares que sosten¨ªan el tejadillo.

La lluvia comenz¨® a caer, al mismo tiempo que la noche. Yo no sab¨ªa c¨®mo ponerme. El olor de la selva brot¨® del suelo mojado. Por debajo de la alfombra de hojas, hierbas y briznas, el humus empapado exhalaba el sorprendente aroma de un vino a?ejo. En la penumbra, mis ojos dieron con las gallinas, que se agarraban como gatos a los bamb¨²es para ir a encaramarse a las ramas. Me agach¨¦, hundiendo los talones en el suelo inundado. Un joven guardi¨¢n, que saltaba por encima de los charcos para divertirse, me trajo un plato de arroz. Yo no hab¨ªa comido nada en todo el d¨ªa; tragu¨¦ los granos mojados y fr¨ªos antes de dormirme hecho un ovillo bajo la lluvia.

Las gallinas eran las primeras en levantarse. Mucho antes del alba hab¨ªan saltado ya, torpemente, sobre los bamb¨²es cargados de lluvia, algunos de los cuales se doblaban hasta el suelo provocando un diluvio a cada brinco. Yo envidiaba la alegr¨ªa de los pollitos que permanec¨ªan en el suelo, piando, agrupados por familias, que recuperaban a sus madres, afanadas alrededor para dirigirlos con ternura. Por lo que al gallo se refiere -un cruce de gallo silvestre cuya cola rojiza, como una hoz, conclu¨ªa en un trazo verde oscuro-, con el collar hinchado, la cresta de un rojo vivo, erguidos los espolones, era su momento de gloria: apenas despertaba dejaba escuchar su clar¨ªn, bat¨ªa las alas, pataleaba y se lanzaba sin m¨¢s espera a varias carreras juguetonas.

Cuando llegu¨¦, el corral se compon¨ªa de un gallo, tres gallinas, tres pollos y diecinueve pollitos. Cuando era posible, los nueve guardianes hac¨ªan hervir un pollo en la sopa colectiva; ellos com¨ªan aparte. Comerse un huevo era un acto contrarrevolucionario: s¨®lo la carne apacigua el hambre del combatiente. Los prisioneros recib¨ªan ¨²nicamente dos boles de arroz; el primero, hacia las nueve, el otro, al atardecer, despu¨¦s de las cinco. ?Era el hambre -que fue permanente- o el cereal majado a diario lo que manten¨ªa todo el sabor de los granos monta?eses? Nunca he comido un arroz mejor. (...)

Desde el primer d¨ªa pude comprobar las carencias de nuestra pobre comunidad: como no pod¨ªa disponer de ning¨²n recipiente libre, no me sirvieron la comida matutina. Uno de los prisioneros que se encargaban de nuestra pitanza se acerc¨® a m¨ª, pero no me dio la raci¨®n. Al atardecer me sirvieron en la tapa carbonizada de una de las dos grandes marmitas de hierro. Se trataba de una soluci¨®n provisional, claro est¨¢, y los guardias me dieron a entender que deb¨ªa compon¨¦rmelas. Pronto comprend¨ª que mi suerte, como la de los dem¨¢s prisioneros, depend¨ªa de su arbitrariedad; y no era cuesti¨®n de quejarse. As¨ª pues, por la tarde, insist¨ª en que me acompa?aran al r¨ªo. Era necesario renovar la autorizaci¨®n que me hab¨ªan concedido la v¨ªspera de modo que quedara claro que ten¨ªa ese derecho.

Al rodear el primer barrac¨®n, y era preciso hacerlo para bajar al arroyo, reduje el paso ante la triste y vaga sonrisa de mis nuevos compa?eros de cadenas, que me ve¨ªan pasar desde lo m¨¢s hondo de su soledad. Una mujer de edad parec¨ªa dormir entre ellos. Su rostro amarillento y sus casi imperceptibles temblores me convencieron de que estaba muy enferma. Al regresar me detuve para decirle algunas palabras -sin atreverme a mencionar el placer que hab¨ªa sentido revolc¨¢ndome en el agua- y supe que era la ¨²nica mujer del campo. Sufr¨ªa paludismo y no se alimentaba. A la ma?ana siguiente supe que hab¨ªa muerto durante la noche. Mi primer reflejo fue recordar que a su lado hab¨ªa visto un gran bol hecho con el pericarpio de una nuez de coco. Hab¨ªa atra¨ªdo mi mirada por sus ins¨®litas dimensiones.

Revuelo por un bol

Douch vino a verme +al caer la noche. Tra¨ªa una hoja doble y un bol¨ªgrafo. Ten¨ªa que redactar mi declaraci¨®n de inocencia. Yo ignoraba que el documento que iba a redactar ser¨ªa comparado con la minuta de mi proceso p¨²blico, que servir¨ªa de referencia para todo lo que yo pudiera decir m¨¢s tarde, y que tendr¨ªa que escribir m¨¢s de una docena. Lo aprovech¨¦ para pedirle que tuvieran la bondad de darme una escudilla o, de lo contrario, que me atribuyeran el bol de la vieja. Douch hizo que un guardia me lo proporcionara a la ma?ana siguiente. Recib¨ª el objeto con agradecimiento. Ten¨ªa los bordes tallados con el phkiek

[machete jemer tradicional] e imagin¨¦ los labios de la muerta en las lustrosas melladuras de la dur¨ªsima c¨¢scara. Medit¨¦ sobre el imprevisible destino de las cosas. M¨¢s tarde me revelaron que el hecho de haberme adjudicado el bol hab¨ªa provocado todo un revuelo porque un guardia ya le ten¨ªa echado el ojo al preciad¨ªsimo recipiente.

Aquello era lo m¨¢s dif¨ªcil: los j¨®venes guardias nos manten¨ªan bajo su dependencia.

Para aliviarnos, deb¨ªamos obtener, suplicando a veces, su consentimiento. Las ganas de orinar no eran problema; cada barrac¨®n dispon¨ªa de varias ca?as de bamb¨² bastante gruesas que un prisionero vaciaba por la ma?ana aguas abajo del riachuelo. En cambio, era mucho m¨¢s enojoso tener que aliviarse el vientre. Los guardias refunfu?aban tanto m¨¢s por esta tarea cuanto que, muy a menudo, deb¨ªan liberar el pie de varios cautivos a la vez para soltar al que les hab¨ªa llamado; aquello requer¨ªa tiempo y exig¨ªa la presencia de un segundo guardia armado. Luego era preciso escoltar al hombre hasta la maleza. La fosa estaba practicada en el exterior del campo, hacia el bosque. S¨®lo fui una vez all¨ª y conservo la imagen de su horror: dos tablillas resbaladizas, cubiertas de m¨®viles larvas blancas, permit¨ªan colocarse sobre la fosa, llena de materia hormigueante, clarificada por churretones de barro. Se trataba de una experiencia abyecta, una especie de pesadilla fant¨¢stica al margen de cualquier realidad; los prisioneros hablaban sin cesar de su miedo a caer all¨ª.

Fran?ois Bizot

Miembro de la Escuela Francesa de Extremo Oriente (EFEO), trabajaba en la conservaci¨®n de Angkor en 1971 cuando fue detenido por los jemeres rojos y acusado de espionaje por cuenta de la CIA. Permaneci¨® tres meses preso en la selva camboyana.

'El Portal'. Editorial RBA

Treinta a?os despu¨¦s, Bizot ha reconstruido su experiencia, la captura, detenci¨®n y la ambigua y parad¨®jica relaci¨®n que se estableci¨® entre ¨¦l y su carcelero Douch, de la que damos un extracto, as¨ª como del pr¨®logo de John Le Carr¨¦. El libro sale la pr¨®xima semana

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