'Aves de varia lecci¨®n'
D¨ªas atr¨¢s, con mis amigos ornit¨®logos, volv¨ª a los parajes del Brazo del Este, entre el Guadalquivir y Do?ana. Suelo hacerlo -algunos amables lectores lo recordar¨¢n- siempre que cambian las estaciones y, casualmente, el mundo se halla sometido a tensiones insoportables. Seguro que es por aligerar el peso de las preocupaciones y espantar los malos augurios. No s¨¦. Ahora que lo pienso, no es este enclave tortuoso, donde la naturaleza mantiene con la agricultura un combate feroz (algunos lo llaman desarrollo sostenible), el mejor lugar para tales desintoxicaciones. Solo un poco m¨¢s lejos, ya en el Parque Nacional, las cosas resultan m¨¢s claras y apacibles, aunque sean ilusorias. As¨ª que ser¨¢ mejor abandonar la fantas¨ªa del para¨ªso encontrado y regresar al espacio, mucho m¨¢s realista, de estos meandros perezosos del Guadalquivir.
Aqu¨ª las lindes rectas del algod¨®n, de los arrozales, est¨¢n tan pr¨®ximas adonde chapotean las abocetas, las fochas, que no se entiende bien c¨®mo resisten estas criaturas el acoso del hombre. A escasos metros de donde rebuscan las cig¨¹e?uelas en el limo y canta el ruise?or bastardo en los tarajes, pasan las m¨¢quinas pesadas, las cosechadoras, los camiones y todoterrenos, a velocidades nada sutiles, por cierto, levantando nubes de polvo. (A¨²n no hab¨ªa empezado a llover). Sucede, sin embargo, que ahogado un momento el griter¨ªo de la laguna, pronto volver¨¢ a bullir. El mart¨ªn pescador encender¨¢ de nuevo su roja centella, en vuelo raso sobre la superficie del agua. Aqu¨ª no pasa nada, o lo parece. En todo caso, se trata de una lecci¨®n de supervivencia.
Avanzaba la ma?ana. El cronista segu¨ªa creyendo que se iba a liberar de tensiones y pesadumbres ambientales. Unas cuantas esp¨¢tulas, en perfecta formaci¨®n hacia Do?ana, se deslizaron ante nuestros ojos con la suavidad de un sue?o. Empieza a ser dif¨ªcil, saber qu¨¦ especies llegan y qu¨¦ especies se van, se quedan o est¨¢n de paso hacia el Estrecho. (Ya est¨¢. ?Por qu¨¦ mencionar siquiera ese foco de conflictos insalvables?) Entre las dudosas, un ¨²nico ejemplar de cig¨¹e?a negra parec¨ªa perseguirnos para ser avistada a alg¨²n prop¨®sito. ?Se qued¨® atr¨¢s de las bandadas que ya pasaron a ?frica, o acababa de llegar, huyendo del alcalde pepero de las Navas del Marqu¨¦s (?vila), dispuesto el muy predador a cepillarse 35.000 pinos maduros, constitutivos de la zona de cr¨ªa protegida de esta ave? Y qu¨¦ me dicen de unos coloristas tejedores (euplectes afer), procedentes del continente negro, revoloteando delante de nuestras narices, cual emigrantes clandestinos...
Los ornit¨®logos y el cronista se atosigaron bajo otra polvareda de los monstruos mec¨¢nicos. Con menos resistencia que las aves, tardaron unos minutos en poder respirar normalmente. Ello, sin embargo, nos permiti¨® sentir la hermandad con esta naturaleza sacudida, zamarreada m¨¢s bien. Y las transferencias de sentido ya se har¨ªan inevitables. El cronista se rindi¨®. La fon¨¦tica misma le hizo ver a la garza real tan estilizada como su nombre, al zampull¨ªn sumergirse en la gracia de esta palabra; al buitr¨®n, p¨¢jaro min¨²sculo, cantar divertido de poseer mucha m¨¢s denominaci¨®n que tama?o. Y al aguilucho lagunero, en fin, proyectar su sombra aliterativa sobre sus potenciales v¨ªctimas, como un agitador radiof¨®nico de ondas episcopales. ("Una bendici¨®n de Dios", en palabras de monse?or Amigo a I?aki Gabilondo). Planeando sobre el humedal, produce este oscuro alguacil alteraciones peri¨®dicas entre sus posibles v¨ªctimas, que se remueven, se desplazan en bandadas -se crispan o se alertan unos segundos- pero vuelven a posarse, a su vida tranquila, cuando el otro se cansa de amenazar sin fundamento. Y es que, como ave de presa, este aguilucho deja mucho que desear. No puede usar ni el pico ni las garras para destruir verdaderamente, sino que vive de la sombra de otras rapaces mayores, del recuerdo b¨¦lico inscrito en los genes de las especies a batir. Lo m¨¢s que consigue es aturdir a los incautos, echarse sobre los d¨¦biles, consumir carro?a.
Por desgracia, no es verdad que podamos aprender mucho de este ejemplo general de supervivencia. A?o tras a?o, las notas de los especialistas echan de menos tales o cuales especies -la cerceta pardilla, la pagaza piconegra fueron devastadas aqu¨ª hace tres veranos, entre una cincuentena de otras aves, por el efecto combinado del calor y los pesticidas-. Se recuperan unas, se mantienen otras, ingresan nuevas y ex¨®ticas. (Cuando no mueren a mansalva, como pas¨® hace un par de primaveras, en que un repente de fr¨ªo orl¨® nuestras playas de golondrinas muertas). (No hay que explicitar la comparaci¨®n). Y siempre el mismo temor, el de ser testigo involuntario de cualquier desastre. Como en esta ocasi¨®n. De pronto, una b¨¢rbara pestilencia nos avis¨® de la mortandad de cientos de peces en los ca?os del arrozal, como que obstru¨ªan los filtros de las bombas de agua. Unos empleados intentaban desfacer el entuerto, echando al camino los montones de cad¨¢veres, reponer a toda prisa la precaria normalidad. Pero el hedor se introdujo en nuestro veh¨ªculo y ya no nos dej¨® hasta Sevilla. Las cavilaciones, tampoco.
Sobre los cables de un tendido el¨¦ctrico, un bando de trigueros compon¨ªa una partitura caprichosa, a manera de despedida. Con buena voluntad, se hubiera podido interpretar el Himno de la alegr¨ªa. Con algo menos, el R¨¦quiem de Mozart.
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