Noruega para melanc¨®licos
De Oslo a Stavanger, de Ibsen a Munch, impresiones del oto?o n¨®rdico
Buscaba un lugar para estar solo. Un sitio donde no sonase mi tel¨¦fono, ni hubiese que sonre¨ªrle a nadie, ni siquiera se hablase mi idioma, y por supuesto, sin turbas de turistas espachurr¨¢ndose en la playa ni improvisando karaokes en los hoteles. En suma, un destino para gente que est¨¢ hasta el gorro.
Recuerdo un videoclip de Depeche Mode donde el cantante, armado con una tumbona, busca un rinc¨®n silencioso en este ruidoso planeta. Atraviesa monta?as vac¨ªas, desiertos de hielo, p¨¢ramos est¨¦riles, y no ve un alma. Yo quer¨ªa un lugar as¨ª. Noruega parec¨ªa dar la talla: lo m¨¢s lejos que uno puede ir sin cambiar de continente, lo m¨¢s cerca del Polo Norte que llegar¨¦ en mi vida, la lengua que nunca hablar¨¦. La agencia nacional de turismo ofrece un tour llamado Noruega en una c¨¢scara de nuez. Y una c¨¢scara de nuez era lo que yo estaba buscando, para acurrucarme en su interior.
Como corresponde a la capital, Oslo es la ciudad m¨¢s grande de Noruega. Eso significa que tiene medio mill¨®n de habitantes. En mi pa¨ªs, esa es la poblaci¨®n de un hospital p¨²blico. Pero aqu¨ª, tiene la ventaja de que la ciudad se visita r¨¢pido. Adem¨¢s, a finales de setiembre, el turismo es casi nulo, el cielo es gris y la lluvia es frecuente, todo lo cual concuerda a la perfecci¨®n con mi estado de ¨¢nimo.
Comienzo mi recorrido en el parque Vigeland, que se caracteriza por su colecci¨®n de figuras de bronce de gente desnuda. Dicen que las escandinavas tienen una moral disoluta. No lo s¨¦, pero su principal atracci¨®n tur¨ªstica al aire libre es un Kama Sutra de bronce, un gigantesco monumento a la org¨ªa, adonde llevan a pasear a los ni?os de las escuelas. Muchas de las estatuas est¨¢n copulando, o pretenden hacerlo, o acaban de terminar de hacerlo. El parque inmortaliza todas las combinaciones er¨®ticas posibles: chico-chica, chico-chico, ni?o-adulto, ni?o-adultas, adulto-drag¨®n...
Despu¨¦s visito el museo naval vikingo (Huk Aveny, 35). Siempre imagin¨¦ a los vikingos como unos gigantes con cuernos que te aplastaban la cabeza a mazazos. Pero para mi sorpresa, ¨¦ste es un museo pac¨ªfico: lo m¨¢s violento que encuentro son unos peines para caballos. Lo dem¨¢s es todo instrumentos de navegaci¨®n y agricultura. Las ¨²nicas hachas que veo se usaban para abrir animales. Las ¨²nicas figuras m¨¢s o menos amenazantes son cuatro cabecitas de perro, cada una del tama?o de un pu?o. Los carteles en ingl¨¦s explican que los vikingos eran emigrantes que buscaban tierras de cultivo. Los zapatos de cuero que se han conservado son peque?os, como para una persona de metro y medio de estatura. Al final, qu¨¦ poco ¨¦pica es siempre la realidad. Necesito una dosis de mentiras, algo de arte.
El arte noruego es equitativo: la mitad proviene de Munch, y la otra mitad, de Ibsen. Hay el Museo Ibsen, y el monumento a Ibsen, y el caf¨¦ favorito de Ibsen. Termino por ir a ver a Munch. Aparte de su propio museo, tiene una sala en la Galer¨ªa Nacional (Universitetsgata, 13). ?l mismo se autorretrata en varias de sus pinturas. En una de ellas, llamada Cenizas, llora en un rinc¨®n del cuadro. En Melancol¨ªa se sumerge en su tristeza interior mientras la gente se divierte en la playa. A veces pinta a su hermana ag¨®nica y p¨¢lida en silla de ruedas. Otra es El grito. Al verlas, por fin, siento que alguien me comprende en esta ciudad.
En la estaci¨®n de Oslo cuento tres florister¨ªas llenas de girasoles, rosas y crisantemos. Imagino que los noruegos tienen miles de parejas a las que reciben con flores. Me compro un floripondio, pero termino por dejarlo en la mesa de un caf¨¦.
El tren a Myrdal tarda unas cinco horas y asciende hasta los 1.200 metros de altura. Al principio del camino, el cielo es bajo y fantasmal, y a los lados del tren, entre los r¨ªos, los pinos se elevan formando murallas verdes. Pero conforme el tren avanza, el paisaje se va volviendo amarillo y lunar. La vegetaci¨®n se transforma en musgo y las nubes se derraman como cascadas por las laderas. Al atravesar la cordillera del Langfjellene entro en la desprotegida mitad oeste del pa¨ªs. Entonces comienza el fr¨ªo de verdad. A la altura del glaciar Hardangerjokulen, tras un t¨²nel de 10 kil¨®metros, ya hay formas de vida polares. He entrado en otro planeta.
En Myrdal no hay absolutamente nada, exactamente lo que busco. Pero s¨®lo nos detenemos ah¨ª para tomar el tren de Flam, que desciende durante una hora al valle entre ca¨ªdas de agua y granjas. S¨²bitamente, es como haber pasado la prueba del fr¨ªo para bajar al mundo de Walt Disney. La tierra reverdece alrededor, el agua ba?a las laderas, y la erosi¨®n ha producido grutas y cuevas en las que, seg¨²n la leyenda, los trolls cocinan sus almuerzos. De hecho, algunos dicen que la figura contrahecha de los trolls se inspir¨® en la forma de las monta?as que acabo de pasar. Imagino a una monta?a cobrando vida y devor¨¢ndonos a los pasajeros del tren en una gruta de las laderas. Quiz¨¢ eso sea el turismo de aventura.
Flam es un valle con no m¨¢s de 400 habitantes y nubosidad invariable. Paso un d¨ªa y una noche ah¨ª, paseando por el borde del r¨ªo. A mi alrededor s¨®lo circula un grupo de turistas japoneses y un reba?o de ovejas, hasta que se vuelve dif¨ªcil distinguir a unos de otras.
M¨¢s adelante, el valle se abre entre nubes y monta?as.
El mundo parece haber llegado a su final, y se diluye en la niebla.
Las ciudades invisibles
Bergen es una ciudad compacta y portuaria, como si siempre estuviese lista para irse. La niebla borra sus huellas de las monta?as que la rodean. Al llegar ah¨ª cobro conciencia de que llevo cuatro d¨ªas sin hablar con un ser humano. No es que los noruegos sean antip¨¢ticos. Al contrario, son gente amable y rubia sin exceso de estr¨¦s. En Bergen el ritmo de la ciudad es a¨²n m¨¢s reposado que en Oslo. Las casas son de madera a dos aguas, y parecen de juguete. Los noruegos salen del trabajo a las tres. Las familias almuerzan juntas y tienen la tarde libre. La cobertura social es total. Los ni?os andan solos por la calle. El transporte p¨²blico es impecable y ecol¨®gico. Si alguien te pilla mir¨¢ndolo por la calle, en vez de asustarse, te sonr¨ªe.
Su ¨²nico problema, por lo que he averiguado, es que se ponen tristes. No tienen altos ¨ªndices de delincuencia, pero los de suicidio son demoledores. No hay desigualdades, pero el alcoholismo es galopante. El alcohol es un monopolio estatal, y en muchos pueblos, sencillamente, no se puede comprar. Los noruegos son demasiado sensibles, incluso para Noruega. Si no, preg¨²ntenle a Munch. Tanta perfecci¨®n puede resultar insoportable.
La ¨²ltima parada de mi viaje es la ciudad de Stavanger. Lo mejor del recorrido es el barco que llega desde Bergen, entre los fiordos. En realidad, estoy haciendo el viaje a ninguna parte. No importa tanto el destino como el camino de un punto a otro. Las ciudades son invisibles. Los medios son el fin.
Pero Stavanger tambi¨¦n tiene sus gracias. Es la cenicienta de Noruega. En el siglo XIX, lo ¨²nico que ten¨ªa eran arenques, y se pescaban en invierno, a 10 grados bajo cero. Desde 1870, no hubo ni eso. La gente de aqu¨ª emigr¨® masivamente. En 1969, los americanos empezaron a buscar petr¨®leo en sus costas. Nadie confiaba que lo hubiera. Un ministro declar¨® que se beber¨ªa cada gota de petr¨®leo que encontrasen. Y encontraron una de las principales vetas del mundo. Stavanger es la ciudad pobre que un d¨ªa gan¨® la loter¨ªa.
Hay atracciones que muestran el cambio. En el peque?o casco viejo est¨¢ el museo de la sardina, con sus m¨¢quinas a vapor y sus hornos para ahumar, y sus varas para clavar a los pescados por los ojos. En cambio, el del petr¨®leo, en el centro del malec¨®n, tiene c¨¢psulas de exploraci¨®n submarina y simuladores de cat¨¢strofes. Al final, los noruegos lo han sacado todo del mar. Eso es una ventaja para el visitante: Noruega es car¨ªsima (9 euros el tabaco, 15 euros el autob¨²s del aeropuerto, 20 euros media botella de vino o una ensalada), pero el salm¨®n y el caviar son relativamente baratos. Comer como un pr¨ªncipe cuesta igual que como un obrero.
Lo mejor del museo del petr¨®leo es una sala psicod¨¦lica. La sala es toda oscura y est¨¢ forrada con espejos. Con efectos de luz y sonido se representa la formaci¨®n de las mol¨¦culas de petr¨®leo. En su interior, me siento como un electr¨®n, rodeado de f¨®siles y animales y procesos de erosi¨®n, en medio de un caleidoscopio gigante, tomando ba?os de oscuridad como si estuviese en una playa en negativo.
Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) gan¨® el Premio Alfaguara de Novela con Abril Rojo..
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