Qu¨¦ monos
EN TODA NOVELA femenina hay un momento en que la mujer se mira al espejo". Lo dijo un estudioso de la literatura escrita por mujeres al cual cit¨® Ana Mar¨ªa Moix y del que no recuerdo el nombre. Puede que fuera dicho con iron¨ªa, con sarcasmo o suficiencia, puede que no fuera m¨¢s que la constataci¨®n de una escena, efectivamente, repetida desde que la mujer tuvo un lugar donde mirarse. Puede que no fuera m¨¢s que el puro reflejo de la realidad: las mujeres, las que viven fuera y dentro de las novelas, suelen mirarse al espejo. Los hombres tambi¨¦n, pero menos. ?Nos hace a las mujeres menos libres ese momento de reflexi¨®n, de autoafirmaci¨®n o autocr¨ªtica?, ?nos convierte ese escrutinio diario en esclavas de nuestra condici¨®n? Al contrario, seg¨²n los cient¨ªficos nos hace m¨¢s conscientes de nosotras mismas. Se lo le¨ª a Javier Sampedro y el mismo d¨ªa aparec¨ªa en la secci¨®n cient¨ªfica del New York Times con letras may¨²sculas: la autoconsciencia es, para los cient¨ªficos, uno de nuestros mecanismos m¨¢s complejos. Las tres protagonistas de la semana fueron Happy, Maxine y Patty, tres elefantas del zoo del Bronx a las que zo¨®logos y ec¨®logos pusieron delante un espejo gigantesco. Nuestras Golden Girls se miraron por delante y por detr¨¢s como hacemos las humanas para calibrar lo bien que nos queda un traje. Basta perder una tarde en Zara, con fines puramente cient¨ªficos, para comprobar que aunque la mujer tenga un espejo en su probador prefiere el espejo colectivo, que es de tama?o elefanti¨¢sico, para compartir el espacio con otras de su especie. Mirarse una y mirar a otras. Los gestos se repiten: cuando nos miramos de frente ponemos un brazo apoyado en la pierna y fruncimos un poquito los labios, como si fu¨¦ramos a lanzarnos un besito, y cuando nos miramos por detr¨¢s nos ponemos la mano en el trasero, reconociendo como nuestra esa parte a la que siempre damos la espalda. Happy a?adi¨® un tercer gesto, ese momento en que la mujer se acerca al espejo y se pasa la mano por la cara. Happy se quiso limpiar una mancha blanca que le hab¨ªan pintado los zo¨®logos. Maravillosa. Habr¨ªa que comprobar que ocurri¨® con los espejos de los ascensores americanos, si alguien consider¨® que borrar cualquier tentaci¨®n de coqueter¨ªa supondr¨ªa un paso a la igualdad entre hombres y mujeres. No es un disparate suponer que as¨ª fuera, cosas m¨¢s absurdas se han visto. En aras de esa igualdad muchas mujeres americanas han perdido su sentido de la autoconsciencia. Los hombres perdieron menos porque ten¨ªan menos. El mero hecho de poseer una colita hace al var¨®n ir por el mundo como quien luce un complemento de Prada o de Gucci. Del resto se ocupa, en general, bastante poco. Yo distingo a un espa?ol/a paseando por mi Avenida Broadway a medio kil¨®metro. Nunca hab¨ªa sabido por qu¨¦ hasta que le¨ª el reportaje sobre las Golden Girls del Bronx, ese zool¨®gico que fue y es diversi¨®n de los humildes y que ha aparecido en tantas pel¨ªculas, desde D¨ªas de Radio de Woody Allen hasta Enemigos, una historia de amor de Paul Mazursky. Distingo a un espa?ol a distancia porque todav¨ªa no hemos perdido nuestro sentido de la autoconsciencia y cuando caminamos movemos el cuerpo arm¨®nicamente, como quien sabe que puede ser observado. Los americanos tiene a los europeos por gente coqueta, delgada, formal y con la cualidad de mantenerse joven. Tambi¨¦n eso se debe a la autoconsciencia. La imagen, tan americana, de una mujer o un hombre comiendo un envase gigante de helado en soledad delante de la tele es la representaci¨®n misma del abandono. El otro d¨ªa, mientras ve¨ªa la segunda pel¨ªcula asombrosa que se ha hecho sobre Truman Capote y que casi es mejor que la primera, no pod¨ªa creer que todas esas personas adultas y seguramente ilustradas que estaba sentadas a mi lado se pasaran dos horas con la cabeza medio sumergida en un envase gigante de palomitas. De vez en cuando se aliviaban de la sal sorbiendo el vasazo de cola. Los resultados de este abandono salieron a la luz tambi¨¦n esta semana en los medios de comunicaci¨®n en forma de dos monillos, Canto y Owen. Los primates tienen 25 a?os pero mientras Canto aparece erguido y hecho un chaval, Owen es la misma imagen de la decrepitud, tiene el pelaje ralo, la mirada sin brillo, la cara llena de arrugas, est¨¢ gordo y, para colmo, lo lamentable no es lo que se ve, sino lo que va por dentro: el colesterol alto, los niveles de glucosa y triglic¨¦ridos, inaceptables, la movilidad lent¨ªsima. El pobre Owen tiene artrosis. El secreto, la alimentaci¨®n. Al magn¨ªfico Canto no s¨®lo le dieron m¨¢s verduras sino que rebajaron la cantidad de las raciones; al pobre Owen, ese perdedor, lo alimentaron con lo mismo que engulle el ser humano de estas tierras: grasa y cantidades desproporcionadas. Probablemente Owen obtiene la felicidad inmediata que proporciona la comida sabrosa, blanda y grasa y se tira al cacharro donde le ponen el refresco de cola como si fuera un adicto (es un adicto), pero est¨¢ claro que padece una vejez prematura. Comer menos para vivir m¨¢s. Es la regla de oro. Eso y dos copillas de vino. Eso y, en el futuro, una pastilla que ya est¨¢ en marcha y que podr¨¢ antioxidarnos y dejarnos en la tierra hasta los 140 a?os. Y con lustre, como el monito Canto. ?Qui¨¦n quiere morirse? Nadie. Pero adem¨¢s no quieres vivir de cualquier manera, quieres andar, pensar, no perder la memoria, bailar, que no te jubilen a los cincuenta, no perder el deseo sexual aunque dejes atr¨¢s la posibilidad de procrear, y si no es mucho pedir, tener un momento al d¨ªa, como Happy, la elefanta del Bronx, para mirarte al espejo y llevarte la mano a la cara como si quisieras borrar un mal recuerdo del d¨ªa o fruncir los labios como si quisieras lanzar un beso.
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