Los ben¨¦volos
El lector sale de Les Bienveillantes, la novela de Jonathan Littell que acaba de ganar el Premio Goncourt en Francia y que ha alcanzado en ese pa¨ªs un ¨¦xito de p¨²blico sin precedentes, asfixiado, desmoralizado y a la vez estupefacto por ese viaje a trav¨¦s del horror y la oce¨¢nica investigaci¨®n que lo ha hecho posible. No recuerdo haber le¨ªdo nunca un libro que documente con tanta minucia y profundidad los pavorosos extremos de crueldad y estupidez a que lleg¨® el nazismo en su af¨¢n de exterminar a los jud¨ªos y dem¨¢s "razas inferiores" en su breve pero apocal¨ªptica trayectoria.
Como todo puede ser llamado novela, este libro, cuyo t¨ªtulo traducido al espa?ol -Los ben¨¦volos- pierde algo de la punzante iron¨ªa que tiene en franc¨¦s, tambi¨¦n ha sido llamado as¨ª, pero lo cierto es que lo propiamente novelesco de estas p¨¢ginas -lo imaginado, lo ficticio, lo a?adido por el autor al mundo real- es lo menos interesante, un mero pretexto para enfrentar a los lectores a una experiencia hist¨®rica de espanto, con una riqueza de detalles, precisiones, ramificaciones por toda Europa, complicidades innumerables y un refinamiento artesanal indescriptible, que, a todas luces, el autor ha rastreado a trav¨¦s de documentos, testimonios e informaciones en muchos a?os de denodada investigaci¨®n. En una novela lo que importa, sobre todo, es lo que hay en ella de agregado a la vida a trav¨¦s de la fantas¨ªa. Les Bienveillantes es un libro extraordinario por lo que hay en ¨¦l de cierto y verdadero y no por la muy precaria estructura ficticia y truculenta que envuelve a la historia real.
Quien la cuenta es un narrador personaje, Max Aue, que ha conseguido sobrevivir a su pasado nazi y envejece ahora, en la provincia de Francia, bajo un nombre supuesto y convertido en un pr¨®spero industrial. No se arrepiente en absoluto de los cr¨ªmenes indescriptibles de los que fue c¨®mplice y autor -su exitosa carrera dentro del Tercer Reich la hizo como polic¨ªa y experto en exterminio y campos de concentraci¨®n, a la sombra del Reichsf¨¹hrer-SS Himmler, y trabajando en equipo con dignatarios como Eichmann o Speer, el ministro favorito de Hitler-, para los que tiene justificaciones hist¨®ricas y pol¨ªticas, en largas disquisiciones que resultan a veces algo mon¨®tonas. Tuvo una infancia traum¨¢tica, en Francia -su madre era francesa y su padre alem¨¢n-, en la que concibi¨® una pasi¨®n incestuosa por su hermana gemela, y practica el homosexualismo pasivo a ratos y a escondidas, pero el sexo no ocupa un lugar importante en su vida. Se doctor¨® en Derecho y es hombre culto, aficionado a la m¨²sica, las buenas lecturas y las artes -le gustan mucho las ¨®peras de Monteverdi y las pinturas de Vermeer- como, por lo dem¨¢s, seg¨²n su testimonio, parecen serlo muchos de sus colegas, en la Gestapo, los Waffen-SS y los cuerpos de seguridad del Partido Nazi en los que ¨¦l, gracias a su esp¨ªritu disciplinado, trabajador y eficiente hace una r¨¢pida carrera alcanzando antes de cumplir treinta a?os los galones de teniente coronel y la m¨¢xima condecoraci¨®n del Ej¨¦rcito alem¨¢n, la Cruz de Hierro, por su desempe?o en el sitio de Stalingrado.
Cuando, en los principios de su tarea, asiste en los pa¨ªses ocupados del Este, sobre todo Ucrania y Rusia, a los asesinatos masivos de jud¨ªos, gitanos, enfermos mentales y v¨ªctimas de cualquier tipo de deformaci¨®n f¨ªsica, padece de v¨®mitos nocturnos y ataques de dispepsia, y algunas pesadillas, pero da la impresi¨®n de que ello no es un s¨ªndrome de rechazo moral sino de un disgusto est¨¦tico y sensible ante los horrendos olores y feas escenas que producen aquellas degollinas. Pronto se acostumbra y, convencido de que la ideolog¨ªa nazi del Volk exige del pueblo ario aquella operaci¨®n de limpieza ¨¦tnica masiva, pone en el empe?o todo su talento organizador y su imaginaci¨®n burocr¨¢tica. Con tan buenos resultados que es promovido hasta tener acceso a todo el enrevesado sistema montado por elr¨¦gimen para aniquilar al pueblo jud¨ªo, a los gitanos, a los deformes y degenerados, y para convertir en bestias de carga y esclavos industriales a los prisioneros pol¨ªticos.
Esta misi¨®n lo lleva a recorrer todos los campos de exterminio y a alternar con quienes los dirigen -polic¨ªas, militares, m¨¦dicos, antrop¨®logos- en visitas que recuerdan el paso de Dante y Virgilio por los siete c¨ªrculos del infierno, sin la poes¨ªa. Aunque uno cree saberlo todo ya sobre el vertiginoso salvajismo con que los nazis se encarnizaron en su af¨¢n de liquidar a los jud¨ªos, la informaci¨®n reunida por Jonathan Littell nos revela que no, que todav¨ªa fue peor, que los cr¨ªmenes, la inhumanidad de los verdugos, alcanzaron cimas m¨¢s altas de monstruosidad de las que cre¨ªamos. Son p¨¢ginas que quitan el habla, estremecen y desalientan sobre la condici¨®n humana. Quienes planeaban estos horrores eran a veces, como Max Aue, gentes que hab¨ªan le¨ªdo mucho y sensibles a las artes. Una de las mejores escenas del libro es una recepci¨®n de jerarcas nazis en la que Adolf Eichmann aparece ansioso por aplicar a la presente situaci¨®n alemana la noci¨®n kantiana de imperativo categ¨®rico, y otra en la que, en una cacer¨ªa en las afueras de Berl¨ªn, la esposa de un general nazi explica la filosof¨ªa de Heidegger. Estas p¨¢ginas del libro parecen una ilustraci¨®n muy gr¨¢fica de la famosa frase de George Steiner, pregunt¨¢ndose c¨®mo fue posible que el mismo pueblo que produjo a Beethoven y a Kant, engendrara tambi¨¦n a Hitler y al Holocausto: "Las humanidades no humanizan".
?Cu¨¢ntos alemanes sab¨ªan lo que ocurr¨ªa en los campos de exterminio? Es cierto que se guardaban las apariencias y, por ejemplo, en los informes, reglamentos, ¨®rdenes, se utilizaban eufemismos -"saneamiento", "curaci¨®n", "limpieza"- y que, incluso buen n¨²mero de las decenas de millares de personas directamente implicadas en hacer funcionar la complicada maquinaria del aniquilamiento de millones de personas, no hablaban de eso sino de manera figurada -salvo en las borracheras- y no quer¨ªan saber nada m¨¢s fuera de la parcela que les concern¨ªa. Pero lo evidente es que era mucho m¨¢s dif¨ªcil no saber lo que ocurr¨ªa que saberlo, pues, en los extremos de enloquecimiento a que lleg¨® el r¨¦gimen en su obsesi¨®n homicida contra los jud¨ªos, a partir de 1943 ¨¦sta pas¨® a ser la primera prioridad del nazismo, antes incluso que ganar la guerra. No se explica de otro modo el esfuerzo gigantesco para montar un sistema de transportes masivos a lo largo y a lo ancho de Europa a fin de alimentar las c¨¢maras de gaseamiento y los hornos crematorios, y los presupuestos crecientes y la asignaci¨®n de personal y de recursos t¨¦cnicos, que, contra el parecer de los jerarcas del Ej¨¦rcito alem¨¢n, que ve¨ªan en esto un debilitamiento de su capacidad b¨¦lica, llev¨® a cabo el nazismo, decidido a acabar con los jud¨ªos aun a costa de una derrota militar. Todos sab¨ªan, aunque no quisieran saberlo.
Aunque entre los nazis responsables de la puesta en pr¨¢ctica del Holocausto hab¨ªa militantes que actuaban movidos por una convicci¨®n, como Max Aue, abundaban tambi¨¦n los c¨ªnicos, los oportunistas y los p¨ªcaros, que, en medio de las redadas, torturas, expropiaciones y asesinatos colectivos, se enriquec¨ªan a base de tr¨¢ficos inmundos o daban rienda suelta a sus instintos m¨¢s bestiales. Pero la mayor¨ªa de ellos eran entes que ejecutaban ¨®rdenes, como aut¨®matas, imbecilizados por la obediencia ciega, que hab¨ªa anulado en ellos toda capacidad de juicio moral y de independencia de esp¨ªritu.
Tal vez fuera imposible, manipulando materiales tan absolutamente abominables como los que recorren las casi novecientas p¨¢ginas de este libro -y con muy pocos puntos aparte, lo que acrecienta la sensaci¨®n de asfixia que producen sus p¨¢ginas- escribir una gran novela, como La guerra y la paz o Los demonios. Una gran novela no puede apelar s¨®lo a la mugre humana, a lo que hay de animalidad ciega, de instinto perverso, de irracionalidad destructiva, de ego¨ªsmo y crueldad, aunque, qui¨¦n puede dudarlo, todo esto forme parte tambi¨¦n de la condici¨®n humana. Pero una novela es una fuga de lo vivido hacia lo so?ado o fantaseado para liberarse de la miseria que es el vivir en esta mediocre realidad cotidiana, una manera de alcanzar, all¨¢, en ese puro reino de la palabra, la belleza y la imaginaci¨®n, todo aquello que la vida real nos niega. Una novela puede, desde luego, sumergirnos en el barro de la injusticia, de la maldad, de las peores formas de infortunio, pero sin renunciar a alguna forma de la esperanza, de redenci¨®n, como ocurre en esas ficciones terribles que son, por ejemplo, La monta?a m¨¢gica, Ulises, Santuario, y tantas otras obras maestras. Pero esta novela, como las del marqu¨¦s de Sade, no nos ofrece ninguna escapatoria, y luego de sumergirnos en la m¨¢s abyecta manifestaci¨®n de lo repugnante que puede ser lo humano, nos deja all¨ª, en esos humores delet¨¦reos, condenados para siempre. Por eso, a pesar de ser tan cierto todo aquello que cuenta, hay en Les Bienveillantes cierto miasma de irrealidad, algo que tal vez proyectamos en ella los lectores para defendernos, neg¨¢ndonos a ser as¨ª, s¨®lo seres odiosos y horribles. Porque en las muchas p¨¢ginas de este libro fuera de lo com¨²n no hay un solo personaje, hombre o mujer, que no sea absolutamente despreciable.
? Mario Vargas Llosa, 2006. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2006
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