El sue?o del propietario
Ese d¨ªa la prensa informaba sobre la vivienda en Madrid. Los pisos segu¨ªan subiendo por encima de la inflaci¨®n. El tipo se remov¨ªa gustoso en el sill¨®n mientras calculaba por la cuenta de la vieja el valor de su casa en el mercado. Compr¨® hace 20 a?os y pronto vencer¨ªa la hipoteca. "El piso me ha hecho rico", pensaba. Pag¨® 10 millones de las pesetas de antes y podr¨ªa venderlo ahora por cerca de 100. Ni en 30 a?os de privaciones hubiera ahorrado el medio mill¨®n de euros que le gan¨® la casa mientras cobijaba a su familia. Se felicit¨® en silencio por el boom inmobiliario y se meti¨® en la cama contento y satisfecho de su posici¨®n. Pronto cay¨® en un pl¨¢cido sue?o en el que se vio apoltronado en el mismo sill¨®n y recibiendo el reconocimiento de sus seres queridos. All¨ª estaban su se?ora, los chicos, la abuela y hasta la empleada de hogar que iba tres veces por semana a planchar. Todos rend¨ªan pleites¨ªa y le hac¨ªan mucho la pelota por ser propietario de un piso.
De pronto un peque?o gas en sus entra?as, una de esas burbujas que recorre impertinente el tracto intestinal alter¨® la enso?aci¨®n hasta ensombrecer aquel pasaje feliz. Su mujer ya no le daba coba y sus hijos tampoco tra¨ªan buena cara. Lo m¨¢s inquietante era su suegra que revoloteaba como un p¨¢jaro por el sal¨®n con el aleteo pesado y sonoro de las grandes aves cuando buscan un lugar donde posarse. "Mam¨¢ se viene a vivir aqu¨ª", le espetaba su santa. Se vio enmudecer. Hab¨ªa que hacer un hueco a la abuela y el cuarto de la ni?a ten¨ªa todas las papeletas. Su hija, una adolescente adscrita a la cofrad¨ªa del pavo, enloquec¨ªa en el sue?o mientras la ropa que atestaba sus armarios formaba sobre ellos un devastador torbellino de faldas, pantalones y tangas.
Con un virtuosismo acrob¨¢tico propio del Bar¨®n Rojo, la abuela sorteaba el hurac¨¢n manteniendo el aleteo a dos metros del suelo. Uno de esos involuntarios codazos que sol¨ªa propinarle su se?ora le libr¨® de s¨²bito del sue?o tornado en pesadilla. A la ma?ana siguiente, no quiso comentar a nadie sus delirios nocturnos, ni siquiera cuando su mujer le anunci¨® que la abuela vendr¨ªa del pueblo a hacerles una visita.
Instintivamente abri¨® el peri¨®dico en los anuncios para buscar un piso algo m¨¢s grande. Pens¨® que, a una mala, vender¨ªa el suyo y comprar¨ªa otro con una habitaci¨®n m¨¢s. Mir¨® las ofertas del barrio y pronto encontr¨® un par de casas que a?adir¨ªan un dormitorio a la suya. ?Aquello no era posible!, comprar un piso con otra habitaci¨®n para su suegra le costar¨ªa cerca de 120.000 euros m¨¢s de lo que le dar¨ªan por su casa. "?Qu¨¦ ladrones!", exclam¨® en alto.
Su mujer abund¨® en el exabrupto al imaginar que en realidad buscaba un apartamento para el chico mayor. El muchacho, un licenciado mileurista, que compart¨ªa dormitorio con su hermano peque?o, andaba ennoviado desde hace tiempo. La pareja llevaba m¨¢s de un a?o devorando anuncios en el intento de independizarse. Buscaban una de esas "viviendas llavero" que tanto proliferan ahora en el mercado madrile?o, pero ni por ¨¦sas. S¨®lo con una hipoteca a 40 a?os y apretando el cinto hasta la estrangulaci¨®n podr¨ªan adquirir un pisito de 50 metros por unos 200.000 euros.
Lo peor es que el tiempo corr¨ªa en su contra. Los distritos m¨¢s asequibles como el de Villaverde o Usera eran precisamente los que ahora registraban las mayores alzas de forma y manera que las subidas superaban su capacidad de ahorro. Ese d¨ªa el cuadernillo inmobiliario del peri¨®dico anunciaba la desaceleraci¨®n efectiva del mercado. Vender una casa en Madrid costaba ya el doble de tiempo que hace tan s¨®lo un a?o, dec¨ªan. Los expertos auguraban una crisis inminente que hundir¨ªa la mitad de las agencias inmobiliarias de Madrid. El tipo se desparram¨® en el sill¨®n sin entender nada.
Si la burbuja pinchaba, malo, y si no pinchaba, peor. Era dif¨ªcil comprar y era dif¨ªcil vender, ?d¨®nde co?o est¨¢ la ley de la oferta y la demanda? ?Qui¨¦n se forra a costa de hipotecar a toda una generaci¨®n? Lo de la vivienda estaba crudo para sus hijos y ¨¦l mismo ya no se sent¨ªa rico ni satisfecho como el d¨ªa anterior. En medio de la desaz¨®n oy¨® el timbre y en el quicio de la puerta apareci¨® su suegra. No tra¨ªa equipaje para quedarse, pero en su cara crey¨® advertir unos rasgos extra?os que aumentaron su inquietud. S¨ª, la madre de su esposa ten¨ªa cara de p¨¢jaro.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.