Un amor en cada cuerpo
"Ellos son dos por error que la noche corrige". Eduardo Galeano
Yo tambi¨¦n tuve anta?o un cuerpo parecido al de esos j¨®venes que se sientan ah¨ª delante y fingen escucharme con atenci¨®n. A veces se me olvida de que ya no es as¨ª, pero entonces mi cuerpo real se encarga, diligente, de record¨¢rmelo a trav¨¦s de alguno de los procedimientos a su alcance (de ordinario, se?ales directas, inequ¨ªvocas, de la creciente obsolescencia de la propia maquinaria, materializada a trav¨¦s de una amplia gama de molestias, achaques y otras disfunciones). No pretende ser ¨¦ste el arranque de un art¨ªculo quejumbroso y melanc¨®lico -neomanrique?o, por as¨ª decir- sobre la fugacidad de la vida y sus placeres, sobre la precariedad del mundo y la volatilidad de las satisfacciones que nos procura. Qu¨¦dese tranquilo por ese lado el lector, que no es en absoluto mi intenci¨®n amargarle el desayuno. Pero tampoco quisiera incurrir -menos a¨²n, si cabe- en el t¨®pico, falsamente entusiasta a mi parecer, de quienes hacen de la necesidad virtud y simulan celebrar el deterioro, la inexorable -si bien es cierto que gradual- proximidad del fin, como si tales cosas merecieran ser objeto de celebraci¨®n. Con toda franqueza, por m¨¢s que se las revista con las mejores galas y se las convierta en elogio de la experiencia, el sosiego y alg¨²n que otro beneficio vital secundario, no conozco a nadie que a determinadas alturas de la vida prefiera lo que a¨²n conserva a lo que ya perdi¨®.
En el fondo, mi pretensi¨®n con lo que sigue es mucho m¨¢s sencilla. Se trata, simplemente, de levantar acta de la cambiante relaci¨®n con el propio cuerpo y con los cuerpos ajenos (particularmente, con aquellos que son objeto de deseo) que impone el paso del tiempo. Soy consciente de que, desde luego, no cabe cr¨®nica inocente de tales asuntos. Inevitablemente, habr¨¢n de resonar en lo que diga lecturas y planteamientos heredados -presentes, de diversa manera, en la atm¨®sfera com¨²n del imaginario en el que todos respiramos-. En cualquier caso, y puestos a reclamarse de algo, mis consideraciones se pretender¨ªan m¨¢s pr¨®ximas a los apuntes literarios presentados por autores como Martin Amis, Verg¨ªlio Ferreira, Philip Roth, Julian Barnes o Antonio Tabucchi, que de las reflexiones, de matriz filos¨®fica, de un Maurice Merleau-Ponty o un Claude Lefort, por se?alar dos ejemplos ilustres de la tradici¨®n fenomenol¨®gica (la que m¨¢s y mejor se ocup¨®, en el pasado siglo, de la cuesti¨®n del cuerpo, dicho sea con la consideraci¨®n debida a la influyente obra de Michel Foucault).
En una primera aproximaci¨®n, ciertamente de car¨¢cter muy general, al asunto, una cosa que de inmediato llamar¨ªa la atenci¨®n de alguien que se preguntara por el lugar y la importancia del cuerpo en nuestras vidas es el hecho de que ¨¦ste, con los a?os, va perdiendo la condici¨®n de ocasi¨®n para el goce, que tiende a atribu¨ªrsele de manera casi espont¨¢nea durante la juventud, para, en su lugar, adquirir de forma creciente e imparable el estatuto de obst¨¢culo para el desarrollo apacible de la propia existencia. Con el paso del tiempo, en efecto, el cuerpo se convierte precisamente en aquello que se nos resiste, que se nos alborota, que se nos rebela y nos recuerda su existencia a trav¨¦s de s¨ªntomas como el dolor, el malestar o ya no digamos la enfermedad (Andr¨¦s Trapiello en su libro El arca de las palabras lo ha expresado con una brillante formulaci¨®n afor¨ªstica: "El cuerpo es como el estilo: m¨¢s sano cuanto menos se nota").
Con otros t¨¦rminos, si acordamos denominar edad a ese tiempo espec¨ªfico que habla a trav¨¦s del cuerpo, podr¨ªa afirmarse que lo m¨¢s caracter¨ªstico de la juventud en lo que respecta a la relaci¨®n que mantiene con su materialidad corporal es justamente la fluidez, la inmediatez, la transitividad. El joven es en ese sentido alguien que puede convocar al cuerpo con el convencimiento de que el cuerpo acudir¨¢, presuroso, a la llamada. En la edad madura en cambio todo es lento, como ha se?alado Coetzee, a veces incluso extremadamente lento. Tanto es as¨ª que hasta las propias palabras terminan por contagiarse de ese ritmo pausado, calmo, y ellas mismas se demoran en llegar a nuestros labios. Era lo que, seg¨²n tengo entendido, le comentaba al gran Fernando Fern¨¢n-G¨®mez una vieja amiga suya, evocando con nostalgia los buenos tiempos perdidos: "?Te acuerdas cuando habl¨¢bamos de corrido?".
Pero si s¨®lo se tratara de eso, bien podr¨ªa sostenerse, a modo de consolador resumen, que vivir es en ¨²ltima instancia ir encontrando acomodo -aunque sea un parad¨®jico acomodo inc¨®modo- en el propio cuerpo. El problema, al menos por lo que respecta a uno de los asuntos que nuestra sociedad piensa con mayor dificultad (meservir¨ªan de ilustraci¨®n a este respecto cualquiera de las novelas de Michel Houellebecq), radica en que, adem¨¢s de esta dimensi¨®n intrasubjetiva a la que acabo de hacer referencia y que a cada cual le cumple asumir, tambi¨¦n existe una espec¨ªfica y particular intersubjetividad material que acaso pudiera denominarse intercorporalidad, una de cuyas expresiones m¨¢s destacadas es la que se manifiesta a trav¨¦s del deseo. Deseo que los discursos dominantes hoy en d¨ªa tienden a juzgar con una actitud para mi gusto francamente farisaica -a medio camino entre la indiferencia y el paternalismo-, en especial cuanto m¨¢s avanzada es la edad de los cuerpos implicados. Parecer¨ªa como si el umbral m¨¢ximo de lo que resultara entre nosotros correcto aceptar para quienes han dejado definitivamente atr¨¢s la condici¨®n de cuerpos gloriosos fuera el de una ternura apenas coloreada por una suave tonalidad pastel de pasi¨®n residual -espejismo, seg¨²n esta interpretaci¨®n, de lo que de ninguna manera puede ya ser el caso-. Pero tal vez el cuerpo responda a una l¨®gica que a tales discursos se le escapa por completo. Tal vez sea que, parafraseando a Spinoza, tambi¨¦n el cuerpo persevera en su ser y en la forma plena que alcanz¨® en el pasado, forma plena de la que deja constancia el deseo del otro, que se convierte as¨ª en la sombra, en la r¨¦plica, en el eco de lo que para los dem¨¢s -para el mundo- se ha desvanecido sin dejar rastro. De tal manera que podr¨ªa decirse que as¨ª como la palabra guarda la memoria del alma, el deseo conserva la memoria del cuerpo. O quiz¨¢ sea, por desplazar tan s¨®lo un poco la formulaci¨®n, que el cuerpo tiene su propia memoria y es capaz de ver en el cuerpo que yace a su lado el que fue, aunque ya apenas lo sea; rescata del olvido el brillo del pasado y lo trae, con amorosa delicadeza, hasta el presente, redimi¨¦ndolo de la usura del tiempo, del castigo inmisericorde del devenir. Se equivocan quienes creen que los cuerpos se conforman, se resignan, se avienen a lo que les es dado. No. El cuerpo recuerda la plenitud que tuvo aquel otro con el que ahora se est¨¢ fundiendo. El cuerpo preserva la memoria -su propia memoria- de lo que conoci¨®, de lo que alguna vez fue suyo. No intento referir una enso?aci¨®n o una fantas¨ªa. Abst¨¦nganse de sonre¨ªr, displicentes, sobrados en su ignorancia, quienes no conozcan esta experiencia: sentir la violenta punzada del deseo al reconocer en ese cuerpo que ha cambiado radicalmente, que casi en nada se parece al de tiempo atr¨¢s, sus contornos perdidos, el fresco olor que lo identificaba, la tersura hoy marchita de su piel. S¨®lo desde esa memoria del cuerpo a la que me he venido refiriendo resulta inteligible tan reveladora experiencia. Quienes s¨ª la conozcan no s¨®lo sabr¨¢n, con perfecta exactitud -con total precisi¨®n- de qu¨¦ he estado hablando. Gozar¨¢n, adem¨¢s, de un privilegio suplementario: comprender¨¢n el significado profundo de lo que les pasa y, en similar proporci¨®n, acaso les sea dado reconciliarse con ello, desembaraz¨¢ndose, en el mismo gesto, del sentimiento de verg¨¹enza y de culpa que esta sociedad se obstina en cargar sobre sus conciencias por cometer el delito de desear libremente. En resumidas cuentas: no termino de entender por qu¨¦ la gente se limita a jurarse amor eterno (aunque cada vez menos: eso s¨ª lo s¨¦). Deber¨ªa tener el atrevimiento, en determinadas circunstancias, de jurarse deseo eterno. Con suerte y sensibilidad, a lo mejor hasta lo podr¨ªan cumplir. Los m¨ªsticos lo cre¨ªan, por cierto.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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