?Enga?ados y felices?
Hace unos a?os la revista Time nos informaba de que el 39% de los estadounidenses cre¨ªan formar parte del 1% m¨¢s rico de la poblaci¨®n de Estados Unidos. La primera tentaci¨®n es tirar del t¨®pico del analfabetismo pol¨ªtico y parafrasear a Ast¨¦rix: "Estos gringos est¨¢n locos". Conocemos algunos casos. Despu¨¦s de la cumbre de Ginebra entre Gorbachov y Reagan, presente durante las veinticuatro horas del d¨ªa en los medios de comunicaci¨®n, una mayor¨ªa de norteamericanos no sab¨ªa qui¨¦n era el presidente de la URSS. En 1992, el 86% de los votantes conoc¨ªa el nombre del perro de su presidente pero apenas un 15% sab¨ªa que los dos candidatos eran partidarios de la pena de muerte.
Incluso este caso parece m¨¢s grave. Una cosa es estar mal informado, creer en cosas que no son, y otra creer en cosas que no pueden ser, en tri¨¢ngulos redondos o en solteros casados. Y no hay manera de que el 39% de los norteamericanos forme parte del 1% m¨¢s rico de los americanos.
Pero esta vez nos equivocar¨ªamos. Nosotros ser¨ªamos inconsistentes si crey¨¦ramos que "el 39% de los norteamericanos forma parte del 1% m¨¢s rico", pero eso es bien distinto de que cada uno de esos americanos crea formar parte de ese 1%. Est¨¢n equivocados; locos, no. Su creencia no es menos falsa que las muchas mentiras con las que engrasamos nuestras vidas. Le ocurre a casi todos los gobernantes. S¨®lo prestan atenci¨®n a la informaci¨®n compatible con sus tesis y, casi siempre, acaban por considerarse providenciales. Incluso le ocurre a bastantes cient¨ªficos a la hora de ponderar los resultados experimentales o la fecundidad de sus conjeturas. En realidad, nos pasa a todos. Pensamos que nosotros, nuestras parejas o nuestros amigos somos excepcionalmente listos, guapos y divertidos. Necesitamos creernos nuestra biograf¨ªa. Las patra?as nos permiten acomodar nuestras ideas acerca de c¨®mo deber¨ªan ser las cosas o c¨®mo nos gustar¨ªa que fueran con una realidad alejada de nuestros anhelos y aspiraciones. Lo mostraron en su d¨ªa los psic¨®logos sociales y hoy lo avalan los neur¨®logos en sus experimentos con pacientes con el cerebro dividido, cuyo hemisferio izquierdo no sabe lo que hace su hemisferio derecho: cuando ¨¦ste, siguiendo instrucciones de los investigadores, desencadena cierta acci¨®n, el otro hemisferio, ante la pregunta de por qu¨¦ la persona hace lo que hace, se ve "obligado" a darle sentido, a inventarse una "explicaci¨®n". Seg¨²n parece somos m¨¢quinas que necesitan contarse cuentos. Ah¨ª encuentra su ancla biol¨®gica la religi¨®n y, seg¨²n algunos, el amor.
En el caso de los norteamericanos, seguramente, la raz¨®n que les lleva a creerse m¨¢s ricos que los dem¨¢s es la misma que nos lleva a casi todos a mentirnos. La importante y com¨²n, la que consagra su Constituci¨®n: el complicado negocio de la felicidad. Sucede que aquellos que disponen de m¨¢s renta experimentan un mayor nivel de bienestar que los m¨¢s pobres. No es que el dinero d¨¦ la felicidad. Es algo que suena peor: la felicidad la da tener m¨¢s dinero que los dem¨¢s. Si no podemos ser m¨¢s que los dem¨¢s, mejor creer que lo somos.
Lo desolador es que la recreaci¨®n es tan inevitable como la imposibilidad de los c¨ªrculos cuadrados. No todos pueden ser, a la vez, m¨¢s ricos que los dem¨¢s. Para que haya algunos m¨¢s altos ha de haber algunos m¨¢s bajos y para que haya algunos m¨¢s ricos ha de haber otros m¨¢s pobres. De modo que si se trata de asegurar el bienestar de todos, y el bienestar tiene que ver con creerse m¨¢s rico, siempre habr¨¢ alguien enga?ado. Adem¨¢s, resulta m¨¢s sencillo creerse m¨¢s rico que ser m¨¢s rico. La conclusi¨®n se impone: como no podemos cambiar las cosas, mejor no enterarnos. Al menos mientras el bienestar tenga que ver con estar mejor que los dem¨¢s y haya quienes est¨¦n mejor que los dem¨¢s.
La recomendaci¨®n c¨ªnica es dif¨ªcil de resistir. Si lo que importa es el bienestar de las gentes, mejor que vivan enga?ados. Y deben ser bastante felices porque est¨¢n bastante enga?ados. Creen formar parte de los privilegiados. Entre otras cosas, porque no conocen a los privilegiados. Ignoran la profunda desigualdad en la que viven. Por precisar y hacerse una idea, con comparaciones, que es como mejor se entienden estas cosas. En lo que ata?e a desigualdad, la relaci¨®n entre EE UU y los pa¨ªses escandinavos es la misma que la que hay entre EE UU y M¨¦xico. Si se pudiera pasar de los datos a las percepciones, eso querr¨ªa decir que sus valoraciones morales sobre las injusticias distributivas de M¨¦xico no deber¨ªan ser muy diferentes a la que los escandinavos podr¨ªan tener sobre las suyas. Toca repetirlo: cuando la realidad es ingrata, mejor recrearla.
Una conclusi¨®n que resultar¨ªa ininteligible para la mayor parte de los que han reflexionado en serio sobre el peliagudo asunto de la felicidad. Hay razones para dudar, con los griegos, de que ser pueda ser feliz, cabalmente feliz, cuando la vida se edifica en la ficci¨®n o la mentira. Para ellos, un enga?ado feliz forma parte del club de los solteros casados y los c¨ªrculos cuadrados. Manejarse con destreza en el oficio de vivir requiere disponer de las mejores herramientas, claridad en los destinos, precisa cartograf¨ªa para saber d¨®nde estamos y br¨²jula bien calibrada para llegar a donde queremos. Eso no quiere decir que la buena informaci¨®n asegure la felicidad. Pero s¨ª que en la ignorancia y la mentira no hay felicidad posible.
Pero hoy los griegos ya no se llevan y, sobre todo, a partir de los datos, el dilema parece inexorable: los norteamericanos nunca podr¨¢n a la vez estar informados y ser felices. Si no hay ricos sin pobres y si el bienestar aumenta al sentirse m¨¢s rico que los dem¨¢s, hay que elegir: ignorantes o dichosos. Eso s¨ª, sin olvidar que el d¨ªa que la ficci¨®n se derrumba, la infelicidad est¨¢ asegurada. El d¨ªa que descubran que no hay c¨ªrculos cuadrados. Y las mentiras, bien lo sabemos, siempre se acaban descubriendo. A la larga, lo inexorable es la frustraci¨®n.
Este es un art¨ªculo sin moraleja. No caben las recomendaciones en los dilemas sin soluci¨®n. La ¨²nica manera de evitarlos es modificar los supuestos que nos arrojan a ellos. Por ejemplo, cortar el v¨ªnculo entre el bienestar y el "y yo m¨¢s que t¨²". Se imponen, entonces, las dos preguntas de siempre: ?es posible? ?Es conveniente? Sobre la primera sabemos algunas cosas. Por ejemplo, que antes que bestias ego¨ªstas los humanos tenemos disposiciones cooperativas. Y no es buenismo, sino antropolog¨ªa solvente, con avales evolutivos, al menos con m¨¢s avales que ciertas lecturas apresuradas y sombr¨ªas de divulgadores cient¨ªficos. Sobre la segunda, tambi¨¦n: nuestra maquinaria social funciona con -y alienta- el combustible del "y yo m¨¢s que t¨²". Vamos, que si la m¨¢quina tiene que seguir en marcha, mejor no jugar con ocurrencias. Es lo que hay. Lo dicho y aunque no lo parezca: sin moraleja.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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