Las tres fugas de Madeleine
Un tren atestado de ni?os jud¨ªos atravesaba la campi?a francesa un d¨ªa lluvioso de abril de 1944 hacia los campos alemanes de exterminio. Madeleine Z. logr¨® huir saltando de uno de sus vagones y sobrevivi¨® a su destino. Desde entonces no se ahorr¨® ning¨²n placer y anduvo siempre abrazada a la vida. De pie, con un vestido fino de algod¨®n y una memoria nueva, descendi¨® a los garitos llenos de humo de Saint Germain-des-pr¨¨s, mientras los truenos acercaban ya las tormentas de los veinte a?os: la noche en el bulevar de los Capuchinos, la lluvia arrollando el parabrisas como leche al encenderse las farolas, los poemas de George Brasens que vend¨ªa de puerta en puerta por el barrio latino, Jack Brel esper¨¢ndola bajo un paraguas negro con un ramo de lilas como a la muchacha que nunca lleg¨®, igual que en la canci¨®n. Volvi¨® a huir en los a?os sesenta, corriendo sin saberlo al encuentro de alguien con quien no contaba y que acab¨® siendo el hombre de su vida, un tipo delgado y sonriente con una copa de Ricard en la mano que la acompa?¨® mientras pudo por toda la Riviera francesa y la Costa Brava hasta recalar en un peque?o restaurante de Alicante. Cientos de fotograf¨ªas pegadas en la pared, un mapa con todos los lugares del mundo que le quedaron por visitar y el mar intacto y azul hasta Tabarca.
Al final, cuando ya no pod¨ªa ni pasar las p¨¢ginas de un libro, se echaba horas frente al mar, sentada en una silla de ruedas, recordando la m¨²sica, los gestos, una mesa despu¨¦s de una comida en deshabill¨¦, anillos de vino como labios manchando el mantel. Aquella ventana se convirti¨® en el marco de su ¨²ltima escapada, porque s¨®lo el trallazo brutal de una enfermedad nos revela la profundidad del pensamiento, el sentido individual de la propia dignidad, la libertad de cada cual para elegir el final de su biograf¨ªa sin necesidad de rodear ese trance de dolor o humillaci¨®n. El derecho a decir: punto. Aqu¨ª se acab¨® la novela.
Para los bi¨®logos, los seres vivos somos peque?as islas de orden en el oc¨¦ano del caos. Nadie sabe todav¨ªa c¨®mo se origin¨® la primera mol¨¦cula ni c¨®mo a partir de ella se lleg¨® a ese ente harto improbable que es el ser humano. Pero aqu¨ª estamos en el ¨²ltimo extremo de una secuencia provisional, tanteando alguna nueva manera de mantenernos en pie. Y as¨ª hay que entender la decisi¨®n de Madeleine, como un acto de afirmaci¨®n, no de una inv¨¢lida lastimada en su orgullo, sino de una valiente activista de los derechos humanos. Su entrevista a este peri¨®dico fue un manifiesto hist¨®rico. Llegados a su misma situaci¨®n terminal, cualquiera rezar¨ªa para no caer en las garras de un fundamentalista cristiano empe?ado en alargar su agon¨ªa a toda costa. Mejor dejar que el pasado se disuelva dentro, que se extienda ligero y silencioso como un olor. Como esa gota de Opium con que Madeleine pidi¨® que le humedecieran el cuello detr¨¢s de las orejas en un gesto de coqueter¨ªa infinita, antes de introducirse en el sue?o de vuelta a Par¨ªs. Ojal¨¢ que all¨ª, sentado en una terraza del Sena, un hombre alto con media sonrisa, le ofrezca despu¨¦s de veinte a?os, otra copa de Ricard. Como en los finales felices.
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