La caja de m¨²sica
Poco antes de morir, en una entrevista para televisi¨®n, una periodista le pregunt¨® a Mar¨ªa Zambrano por las cosas que le hubiera gustado ser de peque?a. Mar¨ªa Zambrano apenas necesit¨® pensar su respuesta: una cajita de m¨²sica, un centinela y un caballero templario. El centinela y el caballero ten¨ªan que ver con su gusto por la filosof¨ªa, que era desvelo, estado de alerta, anhelo de conocer; la caja de m¨²sica, con su amor a la poes¨ªa, que era misterio, atrevimiento, vocaci¨®n nupcial. Mar¨ªa Zambrano hablaba como el que se inclina sobre un arroyo de aguas claras que no dejan de renovarse y espera recibir de ellas algo desconocido. Por eso quer¨ªa que, m¨¢s all¨¢ de sus significados concretos, las palabras fueran canto, misterio, lo que tiene el poder de hechizar, como lo hace una peque?a caja que al abrirse nos entrega su m¨²sica.
No estoy pensando en ese canto con que druidas, chamanes o hechiceros, en los claros del bosque, trataban de conjurar los males del mundo, sino en simples mujeres hablando. Mujeres que se inclinan sobre las cunas de sus reci¨¦n nacidos y, locas de felicidad, hablan para ellos. Eso es el lenguaje, un don de la madre. Es as¨ª como los ni?os aprenden a hablar, escuchando a sus madres. Lo hacen desde antes de poder entenderlas, cuando siendo todav¨ªa muy peque?os escucharlas no debe de ser muy distinto para ellos a lo que es para nosotros sorprender el canto de los p¨¢jaros. Paseamos junto a una arboleda y al escuchar el tamborileo del picapinos, la melodiosa ch¨¢chara de las currucas o el canto aflautado del mirlo, nos detenemos a escuchar. Y as¨ª es como los ni?os reci¨¦n nacidos se comportan ante el parloteo de sus madres. Las sienten entrar en la habitaci¨®n y antes de ver el milagro de su rostro flotando sobre la cuna se disponen a escuchar lo que vienen a decirles. Eso es para ellos la palabra humana, el lugar donde el rostro de su madre va a aparecer. Pero hay una diferencia entre el ni?o y el paseante distra¨ªdo del que antes habl¨¦. El paseante sorprende el canto del p¨¢jaro como intruso, alguien que viniendo de fuera se detiene un momento en un mundo que no siendo el suyo enseguida tendr¨¢ que abandonar; mientras que el ni?o sabe desde muy temprano que las palabras que escucha le est¨¢n destinadas. Ser¨ªa como un p¨¢jaro que cantara s¨®lo para ¨¦l, que se colara por la ventana y al verle esperando en su cuna empezara con sus trinos. As¨ª es la madre para su ni?o, un p¨¢jaro que est¨¢ loco de amor. "Canto porque t¨² est¨¢s a mi lado", le dice. ?se es el milagro de la palabra, que s¨®lo nos busca a nosotros. Y eso es lo que siente el ni?o, que ese sonido m¨¢gico s¨®lo se produce porque ¨¦l est¨¢ all¨ª, que es un elemento m¨¢s de esa relaci¨®n misteriosa que tiene con su madre. Y es en el seno de esa relaci¨®n como el ni?o va descubriendo que las palabras tambi¨¦n dicen cosas, tienen un sentido. Entonces escucha a su madre decirle: "Si quieres que seamos felices, tienes que hacer lo que te pida". El lenguaje que antes fue canto, es ahora petici¨®n, responsabilidad, b¨²squeda de un espacio que compartir con los otros. Tener una casa en la noche. Y si el ni?o acepta gustoso este cambio es porque, como en los grandes musicales del cine americano, todo esto su madre se lo pide cantando.
Nadie que haya escuchado ese canto puede olvidarlo nunca. Los escritores somos dados a se?alar sin descanso las numerosas incorrecciones l¨¦xicas y sint¨¢cticas que se cometen al hablar, sabedores de que ese descuido con las palabras puede llegar a causar un da?o irreparable en las almas de los que los incurren en ellos, pero esto no basta. Apollinaire dijo que la poes¨ªa era materia encantada. Y el lenguaje, incluso el m¨¢s cotidiano y utilitario, nunca debe renunciar a esa dimensi¨®n po¨¦tica. Hace unos d¨ªas, Matilde Horne, la traductora al espa?ol de El Se?or de los anillos, hablaba en este mismo peri¨®dico de su amor a las palabras y a su sonido. De su amor, por ejemplo, a la elle tartamuda de la palabra llovizna, o del escalofr¨ªo que sent¨ªa al escuchar la palabra mu?¨®n, un trozo de carne situado entre la vida y la muerte. Son esos poderes inespera-
rados que convocamos al hablar los que hacen que nuestra lengua se transforme en esa materia encantada de la que habl¨® Apollinaire.
Recuerdo que el primer muerto de mi vida fue un ni?o de meses. Est¨¢bamos en el pueblo y aquel ni?o era el hijo de nuestra vecina. Eran muy pobres y le hab¨ªan puesto sobre la mesa de la cocina rodeado de cirios, vestido con el mismo fald¨®n con que le hab¨ªan bautizado. Estaba muy guapo y todas las mujeres lloraban a su alrededor. Por la tarde se lo llevaron en una caja blanca que cargaron otros ni?os del pueblo. Parec¨ªa la escena de un juego, y una de nuestras vecinas se volvi¨® hacia mi madre y, mientras el cortejo se alejaba, le dijo resignada entre l¨¢grimas: Angelitos al cielo y ropa al ba¨²l. No he olvidado esa frase, que combinaba con castellano pragmatismo el misterio y el dolor de lo sucedido con la necesidad de tener que seguir adelante en aquel mundo de escasez. Los ni?os muertos regresaban al vasto mundo de lo increado y sus ropas se quedaban en el mundo para arropar a los que iban a nacer. A eso llamo una lengua que canta. Nuestro idioma est¨¢ lleno de frases as¨ª. Perder la cabeza es ofuscarse; beber las palabras, escuchar con atenci¨®n; arrastrar el ala, andar enamorado. Si decimos de alguien que no tiene coraz¨®n, estamos afirmando que se trata de una persona cruel o insensible que s¨®lo se preocupa de s¨ª mismo, y cuando afirmamos que el alma se nos va detr¨¢s de algo s¨®lo estamos asegurando que lo deseamos con todas nuestras fuerzas. En todas esas frases late la nostalgia de esa cajita de m¨²sica de la que habl¨® Mar¨ªa Zambrano. Recuerdan las voces de las madres, las cosas que le dicen al o¨ªdo al ni?o que tienen que cuidar. Es el parloteo dulce del amor y del juego. Y nosotros temblamos al escucharlo porque, como escribi¨® Canetti, "en los juegos verbales desaparece la muerte". Ese juego es el que funda nuestra lengua y nuestra necesidad de hablar.
Una vez escuch¨¦ a Mario Camus esta historia. Acababa de presentar en Cannes su pel¨ªcula Los santos inocentes cuando en un restaurante parisino descubri¨® a Dick Bogarde unas mesas m¨¢s all¨¢ de la suya. Dick Bogarde hab¨ªa sido el presidente del jurado y defendi¨® con vehemencia la candidatura de Los santos inocentes para la Palma de Oro. El premio fue a parar a otra pel¨ªcula, pero Mario Camus no quiso dejar pasar la ocasi¨®n de agradec¨¦rselo, y le escribi¨® una peque?a nota, que le hizo llegar a trav¨¦s del camarero. Y Dick Bogarde, tras leerla, le respondi¨® con una sonrisa. Luego, al terminar de comer, se despidi¨® con un discreto gesto desde la puerta. Sin embargo, apenas hab¨ªan pasado unos minutos cuando uno de los camareros se acerc¨® a Mario Camus con una nota del actor. S¨®lo ten¨ªa escritas dos palabras: Milana bonita. Nadie que haya le¨ªdo la hermosa novela de Delibes podr¨¢ olvidar esa frase con que el inocente Azar¨ªas se refer¨ªa a su grajilla. La grajilla que volaba a su hombro cuando ¨¦l la llamaba para darle de comer. Y era esa frase la que Dick Bogarde no hab¨ªa podido olvidar. No es extra?o. Su mundo sonoro es el mundo de las madres hablando a sus ni?os. Milana bonita, milana bonita, as¨ª suenan sus frases llenas de bondad. Nadie sabe m¨¢s del amor que los ni?os, por eso quieren no s¨®lo que sus madres les hablen sino que les digan siempre las mismas cosas, como esas cajitas de m¨²sica que al abrirse repiten una y otra vez la misma canci¨®n encantada. ?se deber¨ªa ser nuestro compromiso con la lengua que hablamos. Hacerla vivir, respirar por ella, lograr que sus palabras conserven la memoria de ese canto que fueron alguna vez.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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