La palabra evitada e inevitable
En el mundo de la creaci¨®n literaria y de la obra cinematogr¨¢fica casi nunca ocurre nada y asistimos a la aparici¨®n de libros o pel¨ªculas insignificantes, por m¨¢s que los anuncios, la propaganda y el dinero nos las quieran imponer como de lectura o contemplaci¨®n necesaria. Pero de vez en cuando restalla un rel¨¢mpago de luz en un autor o director de cine que en una s¨²bita iluminaci¨®n nos hacen redescubrir la belleza originaria, el sentido de la existencia, nuestra destinaci¨®n a la verdad, la sacrosanta realidad de Dios.
La pel¨ªcula del director alem¨¢n Philip Gr?ning (Dusseldorf 1959), El gran silencio (2005) sobre la vida en la Gran Cartuja (Grenoble), pertenece a esa serie de raras producciones ante las cuales s¨®lo son posibles reacciones de fondo, bien de desinter¨¦s absoluto, de reconocimiento agradecido o de transvaloraci¨®n de su verdadero sentido. Tres interpretaciones he encontrado entre las personas que la han visto. La primera es la que yo llamar¨ªa interpretaci¨®n est¨¦tico-informativa, de quienes se esperaban algo as¨ª como un reportaje sobre la historia y la vida de los monasterios, repleto de esas rarezas rom¨¢nticas y misteriosas a las que nos tienen acostumbrados la llamada novela hist¨®rica o libros como El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Les habr¨ªa gustado que el director hubiera sacado m¨¢s partido al paisaje, las nieves y al contraste de las cuatro estaciones en su diversidad, ya que en torno a ese ciclo anual gira la pel¨ªcula.
La segunda es la interpretaci¨®n religioso-contemplativa. En este caso el espectador se va percatando lentamente de que el fondo de la pel¨ªcula es justamente lo que no se ve y, sin embargo, lo sostiene todo. La sucesi¨®n de escenas, rostros, ruidos, cantos y nieves es el acorde de una presencia interior que lo sostiene todo. La pel¨ªcula es el relato de la presencia silente y sonora de Dios en la vida de unos hombres, para quien ¨¦l es todo, pero no interfiere en nada, de forma que todo discurre en la luz de su rostro y bajo la mirada de sus pupilas. ?l est¨¢ ausente y presente siempre. Quienes all¨ª moran no huyen de nada ni nada desprecian; han venido tras una vocaci¨®n de soledad para llegar a un encuentro, tras una llamada al silencio para mejor poder o¨ªr una palabra, tras una necesidad de contemplaci¨®n para mejor columbrar al Eterno. Y as¨ª viven, como quienes ven al Invisible y cada uno de los pliegues de sus h¨¢bitos, los rictus de su rostro y los cantos lit¨²rgicos tienen una transparencia absoluta, porque son la expresi¨®n serena de esos seres para quienes el miedo no existe, la vida es una promesa de absoluto que se anticipa en todo, y marchan hacia ella, sinti¨¦ndola ya operante en cada segmento de las horas cotidianas.
La tercera la designar¨ªamos interpretaci¨®n ¨¦tico-existencial. Quienes la sostienen quedan tambi¨¦n fascinados por esa percepci¨®n del tiempo, que nos aleja de los ruidos y de la historia inmediata para acercarnos a las venas por las que fluyen el agua de lo eterno, otro horizonte y otra esperanza. El hecho de que no se oigan otros ruidos que los de la propia naturaleza, de las campanas y de las nieves, del canto gregoriano y de los fen¨®menos atmosf¨¦ricos fuerza al espectador a volver sobre s¨ª, a estar ante su mismidad, dispuesto a o¨ªr el silencio y con ello a aceptarse o rechazarse a s¨ª mismo. En la pel¨ªcula hay que o¨ªr, ver, contemplar, abrir los ojos y los o¨ªdos a sensaciones interiores o exteriores que tenemos olvidadas o que ni siquiera sab¨ªamos que existen. El director nos arranca de nuestra implantaci¨®n inmediata en las cosas y los hombres. Cavando en nuestro propio suelo intenta trasplantarnos en otra tierra, con otro humus y humedad. Hay en la pel¨ªcula atenci¨®n y espera, unas pocas palabras del monje ciego, manando de un silencio que abre los ojos y los labios para una realidad por evidente apenas mentada: Dios. Parad¨®jicamente el verdadero sentido de la pel¨ªcula no es "El gran silencio" de los Cartujos sino "La real Presencia" de Dios.
Uno de los cr¨ªticos nos ha ofrecido un ejemplo riguroso de esta interpretaci¨®n exclusivamente humanista, sin la m¨¢s m¨ªnima alusi¨®n al fondo y ra¨ªz cristiana. Todo el vocabulario utilizado remite al universo de sentido, la actitud ante la realidad, el encuentro del hombre consigo mismo. No utiliza ni una sola palabra religiosa (p. e. gracia, salvaci¨®n, fe...) que trascienda el nivel antropol¨®gico de una ¨¦tica filos¨®fica (Wittgenstein) o de lala anal¨ªtica existencial (Heidegger). La palabra Dios es cuidadosamente evitada. Se alude a las campanas y al canto gregoriano pero no se dice para qui¨¦n doblan esas campanas y a qui¨¦n se dirigen esas melod¨ªas, ni menos ante qui¨¦n viven esos hombres. Lo que una persona es no se deduce o esclarece del an¨¢lisis de su sustancia, haberes o enseres, posesiones o poderes, sino a la luz de aquella realidad ante la que vive y para la que vive (coram Deo). No se puede dar cuenta y raz¨®n de esa pel¨ªcula haciendo silencio sobre lo esencial, Dios, principio y fundamento de esas vidas. Tal silencio, ?no significar¨ªa que se las reduce a una inmensa equivocaci¨®n, a un fatal enga?o antropol¨®gico? Toda esa admirable belleza nacer¨ªa de un error mortal: vivir ante quien no existe, orar a quien no responde, esperar a quien nunca va a venir.
Si he subrayado este aspecto es porque en ¨¦l se refleja un rasgo de la cultura contempor¨¢nea: evitar p¨²blicamente el nombre de Dios, la palabra y la idea, la realidad y la relaci¨®n con ¨¦l. En unos es sencillamente por ausencia de fe o por pudor de ofender al pr¨®jimo y en otros porque no saben d¨®nde est¨¢n, qu¨¦ se puede decir y qu¨¦ se debe callar. De pronto ha sobrevenido un eclipse sobre lo sagrado en Europa, una sombra sobre algo que hab¨ªa sido evidente en nuestra existencia y la luz que guiaba nuestros proyectos. Pero el sol y la luna no dejan de existir cuando tales eclipses sobrevienen. Y sobrevienen por razones muy complejas.
?Cu¨¢l es la actitud del creyente en tales situaciones? Ante todo una serena lucidez para reconocer la situaci¨®n e interpretar los fen¨®menos. Dios no es una realidad apresable como una piedra del suelo, un fruto del ¨¢rbol o una mercanc¨ªa que compramos. Dios es Dios, el Santo, el Absoluto, el que se nos da a conocer y se nos sustrae, a quien s¨®lo en la libertad del amor y en la adhesi¨®n del consentimiento que va m¨¢s all¨¢ de s¨ª mismo podemos conocer. La actitud del cristiano debe ser hoy la del centinela en la noche que espera la aurora.
Hay unas pocas palabras verdaderas y esenciales a la vida humana que no podemos callar, porque haciendo silencio sobre ellas arrojamos oscuridad sobre nuestro ser y nuestro destino. Dios es la primera de esas palabras, porque da mucho que pensar, esperar y amar. Hay que volver a descubrirla con lucidez intelectual, acredit¨¢ndola con la verdad y la justicia, proferirla luego con humildad y confianza. Los creyentes tienen que estar dispuestos a dar raz¨®n de su esperanza en todo tiempo, tambi¨¦n en los de dificultad y acoso. Es una oportunidad de apropiarse de nuevo esa fe en mayor profundidad y de expresarla con mayor limpieza. A explicitar esa tarea dediqu¨¦ uno de mis libros. ?Se me permitir¨¢ reasumir aqu¨ª las l¨ªneas con que se abre? Esta divina palabra -Dios- no la podemos olvidar, ni asegurar como propiedad, ni usar como moneda de cambio para los gastos diarios. Tampoco podemos callarla ni dejarla en vac¨ªo o arrojarla contra el pr¨®jimo. Tenemos que devolverle su peso y su luz, su lumbre y su gracia. Porque ella sigue siendo santa y santificadora, a pesar de haber sido manchada y ensangrentada por los hombres. Ha habitado en tantos corazones justos, ha suscitado tanto amor y esperanza, tanta paz y justicia, que al proferirla vienen sobre nosotros como olas bienhechoras toda la verdad y compasi¨®n, todas las flores y frutos que han brotado de su seno. Nuestra primera tarea es recuperarla para invocar con amor y estremecimiento.
Olegario Gonz¨¢lez de Cardedal es acad¨¦mico de n¨²mero de la Real Academia de Ciencias Morales.
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