Cuando los japoneses son seres humanos
Lo dec¨ªan Buffalo Bill y John Wayne: el mejor indio -o japon¨¦s-es el muerto. El segundo caso corresponde a los a?os 40 y 50, los del cine de la II Guerra Mundial, de exaltaci¨®n patri¨®tica contra el nip¨®n, el demonio amarillo, que acechaba, traicionero, en junglas y arrozales. A mediados de los 50, otra guerra, la de Corea -con la magistral Casco de acero, Sam Fuller, 1951- tom¨® sin mucha convicci¨®n el relevo, porque Jap¨®n se estaba convirtiendo ya en un aliado imprescindible de Estados Unidos, pero el estereotipo del soldado asi¨¢tico aunque pudo olvidarse, no fue sustituido. Y a los 60 a?os de aquel conflicto una pel¨ªcula al menos formalmente norteamericana, Cartas desde Iwo Jima, pero hablada en japon¨¦s con actores de la tierra, y firmada por el director que todos los actores quisieran ser, Clint Eastwood, viene, con un revisionisno ingenuo y generoso, a sacarnos de nuestro presunto error. Los japoneses que combatieron en Guadalcanal, Okinawa y el monte Suribachi, tambi¨¦n eran seres humanos, cosa que ya hab¨ªa insinuado Steven Spielberg en El imperio del sol, 1987.
CARTAS DESDE IWO JIMA
Direcci¨®n: Clint Eastwood. Int¨¦rpretes: Ken Watanabe, Kazunari Ninomiya, Tsuyoshi Ihara, Ryo Kase y Shido Nakamura. Gui¨®n: Iris Yamashita y Paul Haggis. Fotograf¨ªa: Tom Stern. G¨¦nero: Drama b¨¦lico. EE UU, 2006. Duraci¨®n: 141 minutos.
Cartas desde Iwo Jima forma parte de un proyecto tan curioso como bien intencionado: un doble filme, una pel¨ªcula en dos partes, o dos pel¨ªculas en una sobre los ¨¢speros combates para dominar una diminuta isla del Pac¨ªfico que abr¨ªa el camino al suelo sagrado del archipi¨¦lago esencial en el mar del Jap¨®n. La primera, Banderas de nuestros padres, no era, en realidad, una pel¨ªcula de guerra, sino sobre el uso de las im¨¢genes de la contienda. Pero Cartas s¨ª es una cinta b¨¦lica que narra con bastantes pelos y se?ales -incluso repetidas- la resistencia japonesa de risco en risco, de cueva en cueva, durante seis o siete semanas en las que los atacantes occidentales tuvieron 5.000 muertos, y los defensores, asi¨¢ticos la pr¨¢ctica totalidad de sus veinte y pico mil efectivos.
La humanizaci¨®n del guerrero japon¨¦s, aunque siempre bienvenida, llega algo tarde y tampoco parece hoy un art¨ªculo de primera necesidad. Pero, incluso en ese caso Eastwood considera oportuno -como Costner en Danzando con lobos, que hace que la piel roja de la que se enamora el protagonista sea una blanca extraviada- que el japon¨¦s primordial haya vivido en California, admire a los Estados Unidos, y hable m¨¢s que decentemente ingl¨¦s; por aquello de favorecer la identificaci¨®n del espectador con el h¨¦roe, que los rasgos aniponados complican un poco.
La guerra se percibe siempre del lado de los perdedores, omitiendo la doble realidad espacial del combate, y casi sin punto de reposo, un cl¨ªmax tras otro, entre el tableteo de las ametralladoras y el abarrotado suicidio por honor de los ¨²ltimos samurais.
Algunos historadores, embriagados de estad¨ªstica, han tratado de determinar el grado de eficacia de los soldados de la II Guerra, para lo que se ha llegado al absurdo de cifrar el ¨ªndice de muertes enemigas por cabeza. A nadie sorprender¨¢ que el soldado alem¨¢n fuera largamente ganador, con m¨¢s de tres scalps por individuo, los anglosajones muy descolgados, y los japoneses entre los menos productivos, por esa obsesi¨®n de morir, ya no matando, sino en soledad suicida.
?Ser¨¢ el Globo de Oro, con que han recompensado a Eastwood, una tard¨ªa muestra de contricci¨®n por todo el cine b¨¦lico de la posguerra norteamericana?
Babelia
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